NOTA DE TAPA
Estuvo en la legendaria Tequila, banda fundadora del rock en España. Fue parte fundamental de la banda de Andrés Calamaro en los años ’80. Compuso con él algunos de los hits de aquellos años. Y ya en los ’90 fundaron juntos Los Rodríguez. Ahora, con un puñado de discos solistas que destilan clásicos de bajo perfil, Ariel Rot reclama sus merecidos laureles como solista con Dúos, tríos y otras perversiones, un disco con invitados de acá y de allá, en el que recupera todas esas grandes canciones de su carrera que merecen ser escuchadas una vez más.
› Por Rodrigo Fresán
1 La última vez que hablé con Ariel Rot no fue en persona sino por teléfono. Ariel vive en Madrid y yo en Barcelona y, por esos misterios del espacio/tiempo, las dos ciudades están mucho más lejos una de otra de lo que nos cuenta la supuesta veracidad de los mapas. Así que yo, desde el móvil de Alfredo Garófano, un amigo en común, le comenté a Ariel que acababa de ver por primera vez el magnífico videoclip de esa todavía más magnífica canción que es “Ahora piden tu cabeza”: suerte de credo ético y estético del oficio, graciosa a la vez que profunda reflexión sobre la fugacidad del afecto de los seguidores, equivalente en el canon rotiano a la “Tower of Song” de Leonard Cohen. Y me acuerdo de que le dije a Ariel que lo que, además de todas las virtudes ya señaladas, me impresionó y me gustó mucho de la canción y del clip –en el momento en que él aparece a bordo de un bote, tocando su guitarra y cantando– fue un movimiento, un movimiento más inteligente que astuto (que no es lo mismo) que hacía él con su cabeza a la hora de rasguear las cuerdas para así subrayar la intención de un determinado verso. Véanlo ustedes a la altura del DVD que aquí se incluye, pero entonces yo no pude ver la cara de Ariel porque –ya lo apunté– todo pasaba a través de un móvil que aún no había crecido lo suficiente pero ya crecerá a mini cámara-monitor y todo eso. Pero sí detecté cierto desconcierto del otro lado de los pulsos y después, enseguida, a un intrigado Ariel Rot: “¿Te parece? ¿Cuál movimiento? ¿En qué parte?”, preguntó. En resumen: Ariel no se había dado cuenta de lo que había hecho o –lo que es mejor– lo había hecho sin darse cuenta. Y, de acuerdo, supongo que lo que acabo de contar no contiene la épica o el desenfreno o la trascendencia histórica que suele exigírseles a las grandes leyendas urbanas o camineras o campesinas del rock. Pero para mí es muy importante porque, me parece, define a la perfección el perfil y frente, los solos y las estrofas, de Ariel: un tipo elegante por encima de todo y de todos. Y se sabe: los auténticos elegantes son aquellos que no son conscientes de su propia elegancia, que no van por ahí preocupados por ser elegantes, que le dedican al asunto el mismo esfuerzo que le dedican al tan simple como complejo imprescindible acto de respirar. Sí: los verdaderos elegantes son los que menos piensan en la elegancia.
Y punto.
2 Y aparte. Pero, de algún modo, seguido. Porque Ariel Rot no deja de seguir, de continuar. Ariel es, además de elegante, también, un tipo histórico: uno de esos contados dueños de la Historia quien, para hacer todavía más evidente su condición de eternauta, parece no envejecer. Las modas pasan y Ariel –nada que ver con un delicated follower of fashion– permanece. Ariel es una de las pocas personas que conozco que son históricas (lo que, según pasan los años, no es tan difícil de ser) y dignas (lo que sí es muy difícil, porque si algo nos regala el tiempo es la oportunidad de meter una y otra vez la pata, de tropezar tantas veces con la misma piedra). Así que digámoslo así: Ariel cada vez canta y toca y compone mejor pero, también, siempre está más o menos igual, intacto, fiel a sí mismo, bien trajeado y listo para salir al ruedo y al escenario. Vivo y en directo, la actitud y la estampa de Ariel siempre ha sido irreprochable. Ya sea en la juvenil velocidad tan madrileña de Tequila (con los Stones como pecadores santos patrones); en el pop-fashionista ’80 de sus primeros tiempos a solas; en el primer encuentro con Andrés Calamaro (pensar en “Cartas sin marcar”, en “Sin saber qué decir” o en esa cima del argen-beat que es “Pasemos a otro tema”); en la euforia entre canalla y caballerosa que fueron Los Rodríguez: inocentes y culpables, ahora actuando en el fantasmal Canal 69, de haber influenciado a buena parte –lo muy noble y lo inapelablemente bastardo– de lo que hoy pasa y suena y sonando pasará en el paisaje ibérico. Así hasta llegar a lo que (y que para mí, ya comienza a oírse en canciones tempranas como “Estoy en la luna” y “Los pactos”, se continúa en la delicadeza de sus partes en “Sin saber qué decir”, “Me estás atrapando otra vez”, “Dulce condena”, “La mirada del adiós”, “Especies que desaparecen” o la magnífica “Buena suerte”), a falta de un mejor nombre, puede entenderse como su madurez. Aquí y ahora, otra vez a solas, pero más que bien acompañado: aquella mirada “desde afuera” de “Milonga del marinero y del capitán” conectando la mítica y mística del rocker curtido en “Hoja de ruta” o con el recuerdo de chicas peligrosas que acabaron siendo tan sólo un peligro para sí mismas en “Vicios caros” o “Muñeca rota” no impidiendo sino alentando, de vuelta a casa, a los ojos vueltos hacia adentro en la perfección entre doméstica y confesional de “Una casa con tres balcones”, la canción de cuna para despertarse que es “Gustos sencillos”, “Yo no sé dónde estaría”, “Los tipos duros no bailan” y la ya varias veces tarareada aquí “Ahora piden tu cabeza”. Canciones todas ellas que giran en los álbumes Hablando solo, Cenizas en el aire, Lo siento, Frank y Ahora piden tu cabeza. Canciones donde no hay juegos de palabras, pero las palabras sí miran jugar. Canciones en las que sigue haciendo calor, pero no tanto como antes, porque lo que aquí importa –lo que demuestra el crecimiento de Ariel Rot como songwriter de ley y orden– es que ahora también hay tiempo para cantarles a esas corrientes de aire frío que se cuelan por grietas y puertas entreabiertas.
Digámoslo así, parafraseándolo a él mismo: con Ariel Rot el tiempo hizo lo suyo, aflojó los tornillos e hizo crecer goteras en la azotea, sí, pero también, sobre todo, le fue, le sigue, le seguirá sacando brillo.
3 Por ahí y desde hace un tiempo anda dando vueltas la idea de que todo escritor del tipo “joven” en realidad siempre quiso ser rock star. No es mi caso, aunque sí siempre me interesaron las personas plugged y unplugged por su siempre implícita potencia de personajes. Y, entre todos ellos, claro, los guitarristas que vienen a ser algo así como el tótem y fetiche de la cuestión y, me temo, a partir de aquí este texto se va a poner aún más descaradamente personal.
Dicho esto, diré que siempre me interesó Ariel Rot. Por cuestiones geográficas me perdí el fenómeno Tequila, pero tengo que decir que Ariel Rot me intrigó desde la primera vez que lo vi y lo escuché, en uno de esos inevitables macroprogramas sabatinos de la televisión argentina. Ariel Rot había vuelto a Buenos Aires –importado o repatriado por el entusiasmo del productor y conductor del show– para presentar Debajo del puente, disco y canción que de inmediato me hizo ponerme alerta, porque esa canción, por suerte, aunque sin enfrentarse a nada ni a nadie, tampoco parecía encajar en absoluto en el territorio siempre riguroso y un tanto paradójicamente castrador de las etnias musicales porteñas. De esa experiencia, de esa visita, si mal no recuerdo, Ariel Rot prefiere no acordarse.
Meses más tarde, conocí a Ariel Rot en persona. No recuerdo el día exacto, pero sí la noche precisa, en un piso con vistas al Cementerio de la Recoleta. Eran los tiempos en que Ariel Rot giraba con Andrés Calamaro las canciones de, para mí, dos títulos legendarios: Por mirarte y Nadie sale vivo de aquí. Eran momentos difíciles, las redondas canciones pop, los rocks angulosos no eran lo que se usaba por aquel entonces y sólo diré aquí que acompañé a esa banda a lo largo y ancho de varios bares y fondas de mala muerte y de buena vida donde, en escena, cualquier cosa podía suceder e, invariablemente, todo sucedía. No entraré en detalles porque la discreción me lo reclama e impide, pero sí diré que, en el epicentro del terremoto y en el ojo morado del huracán y en la carcajada de la situación más lamentable, Ariel se las arreglaba para conservar siempre ese aire de dandy recién aterrizado a la vez que esa dureza de marine fogueado en los más difíciles desembarcos. Desde allí y hasta aquí, jamás he oído a nadie hablar mal, ni nadie me ha hablado mal de Ariel. Todo lo contrario. Supongo que significa algo, estoy seguro de que importa mucho, me consta que es algo que no sucede seguido, casi nunca.
Y entonces y ahora, en las malas y en las buenas, Ariel –en la estrechez de un camerino, en la penumbra de un autocar, en la demasiado poblada mesa de un restaurante donde siempre se puede hacer un aparte o en la privacidad de un living con varias horas por delante– siempre me sorprendió como uno de esos contados músicos que jamás se ponía a monologar sobre la certificada leyenda propia, prefiriendo conversar acerca de todo lo demás que le interesaba: de cine, de libros, de arte y no exclusivamente sobre lo que se usa o lo que está en boca y oído de todos. Y, claro, especialmente sobre música. Pocas veces me he reído más y nunca he comprendido mejor los brillos y miserias del panorama rocker de aquí, de allá y de todas partes, que al ser desmenuzados por Ariel con los mismos modales con que toca la guitarra. Una guitarra que, si las guitarras cantaran, tendría la voz de Frank Sinatra. Una guitarra más de oxígeno que de aire y que más de uno habrá intentado imitar, en vano, frente al espejo de lo inimitable: ese implacable buen gusto pero pulso firme y clínico, esa púa funcionando como un bisturí al que no le hace falta ningún tipo de anestesia, esas notas justas que siempre sacan la mejor nota. La guitarra que es la mejor de la clase y en su clase dándole a cada uno lo que le toca y a cada canción lo que le corresponde. Aquello que es lo que distingue todos los tracks incluidos en este Etiqueta negra: la posibilidad que sólo te brinda el talento de poder dedicarse a cada una de las canciones como si se tratara de todo un long-play, empezando y terminando en sí mismo. Una dialéctica enciclopédica que le permite a esta guitarra saber tan reflexiva como instintivamente lo que necesitan todas ellas.
Y dárselo.
Eso que nos ha venido dando Ariel Rot desde hace tres décadas (volviendo a lo de antes y para ir cerrando: nunca quise ser rock-star, pero me molestaría mucho no ser amigo y público del histórico y elegante Ariel Rot) y que aquí se resume, pero no se consume. Porque –insertar aquí ese movimiento de cabeza, ese movimiento de esa cabeza que siempre piden, pero que jamás se entrega o se rinde– aunque ya es tarde y amanece, esta fiesta nunca se desvanece.
Dúos, tríos y otras perversiones es la edición local de uno de los cuatro discos que incluye la caja de rarezas, extras y DVD que salió en España con el nombre de Etiqueta negra, y que acá sólo se consigue a través de disquerías especializadas que la importen. Los textos de Andrés Calamaro, Rodrigo Fresán y David Bonilla forman parte del excelente dossier incluido en esa caja. Las fotos de Alfredo Garófano fueron especialmente realizadas para esta nota.
Sospecho que Ariel Rot es un permanente extranjero... Lo es en sus dos patrias... No deja de ser un original privilegio ostentar tu categoría de extranjero incluso en tus propios dos países, por suerte (Rot) habla el idioma fluido y sentido de sonido y sensibilidad, de las guitarras, que hablan, y de las palabras, que escribe y canta...
Sus raíces son sus propios dedos, dedos nervios raíces, que no dejan de enterrarse para seguir encontrando la mayor pureza...
Ariel Rot habla con la guitarra, pero también es un contertulio ideal... contenido y entregado al diálogo tibio...
Siéntate a hablar con Ariel de guitarras, de libros, de cocina, de cine... de bueyes perdidos... comparte tu vino y tus humaredas con este artista apátrida y sin embargo arraigado... en sí mismo y en la verdad.
Muchas veces me pregunto, y se preguntarán ustedes, qué habría sido de Ariel si el puerto final de su guitarra o su exilio setentista hubieran sido los Estados Unidos... Sin duda sería un guitarrista respetado y admirado en el rock y en el blues, acaso más que en estas antípodas de los núcleos históricos del blues.
De nada puede quejarse aquel que lo tiene todo, pero vivimos tiempos y lugares donde las multitudes prefieren aplaudir la decadencia y caída de un músico... No será el caso de este guitarrista que tiene planta y parada de espléndido violero encendido.
30 años de Ariel Rot son 30 de chispa permanente, aquella sin la cual el fuego no se enciende... y no prende. Son de rebelión ante la indiferencia de aquellos que prefieren vivir sin estrellas, sin un cielo estrellado de discos y música capaz de convertir tu vida... y la de cualquiera... Como cambiaron vidas los discos de Tequila, como te embriaga un buen disco de Ariel, que es como un vino... y el mérito que corresponda a los discos que compartimos como integrantes integrales de Los Rodríguez (no me corresponde a mí decir que cada día suenan mejor).
Este gran volumen de retrospectiva y relectura es la vida misma del músico, un guitarrista de tres estrellas en la guía Michelin.
Personalmente puedo presumir de un compañero, y un amigo, como el doctor en guitarromaquia, Ariel Rotenberg Rot.
Sin saber qué decir Una de las joyas del disco. Del repertorio de la última época solista de Calamaro antes de Los Rodríguez, cuando Rot dirigía su banda. Aunque se la recuerda por la versión incluida en el disco Por mirarte (1988), la versión original figura en Vértigo (1985), el segundo álbum solista de Rot. En el disco de Calamaro los coros femeninos están a cargo de Mavi Díaz, de Viuda e Hijas de Roque Enroll. Aquí Ariel canta su tema en un hermoso dúo con Amaral.
Baile de ilusiones “Puro rock and roll rollingstoniano”, decía Rot al presentarlo como el tema de apertura de Hablando solo (1997), su primer disco solista post-Rodríguez. Lo acompañan Fito & Fittipaldis, la banda de éxito en el momento en España: acaban de terminar una gira veraniega, acompañados nada menos que por Calamaro.
Adiós, mundo cruel “Jaime Urrutia parece un tipo serio... ¡hasta la primera copa!”, ha dicho Rot del ex Gabinete Caligari, uno de los grupos más respetados de la movida madrileña de los ’80. Juntos interpretan un festivo tema de su segundo álbum solista post-Rodríguez, Cenizas en el aire (2000). “Lo compuse para poder superar mejor mis resacas, espero que a los demás les sirva para lo mismo.”
Me estás atrapando otra vez Un clásico Rodríguez firmado por Rot, que cada vez que lo revisa logra grandes interpretaciones –ver la versión incluida en Made in Argentina, el DVD en vivo de Calamaro– y ésta no es la excepción. Acompaña M Clan, un sexteto murciano fanático del rock sureño, con quince años de historia en España y que ya ha tocado en la Argentina.
Dos de corazones Una letra de Makaroff que fue el hit con sabor latino de Cenizas en el aire. Anfitrión ejemplar, Rot deja todo servido para que se luzca la voz pastosa del Lichis, cantante de La Cabra Mecánica, un ídolo del más reciente rock popular español.
Felicidad En el original (en Cenizas en el aire) arrancaba con un solo de clavicordio, aquí es un piano tocado por Fito Páez. El rosarino interpreta con tanta pasión el tema de Rot, que más de uno puede confundirse y suponer que forma parte de su repertorio.
Adiós carnaval “Invité a Bumbury para mi nuevo disco y hubo gran sintonía”, confesó Rot. “Hablamos de la Argentina, cocina, drogas, ciudades, poetas, escritores... Un tipo culto y con mucho sentido del humor.” Esta balada arrastrada de Ahora piden tu cabeza (2005) resulta ideal para que uno de los invitados de lujo del disco se sienta bien a gusto.
Lo siento, Frank “Al estilo lo llevaron detenido / la elegancia ahora viaje en ambulancia”, se quejan los primeros versos de este tema que bien podría llamarse “Lo siento, Miguel”. Porque resulta ideal para que Rot lo cante con Miguel Ríos, el gran clásico del rock español.
Cenizas en el aire El mejor tema de la carrera solista de Rot siempre pareció hecho a medida de la voz aterciopelada de su gran compinche, Andrés Calamaro. “Las manos que no quiero estrechar son las que firman las leyes que no puedo obedecer”, cantan a dúo en una versión que pone la piel de gallina, y que justifica por sí sola el disco.
La mirada del adiós Christina Rosenvinge tuvo un fugaz hit en los comienzos de MTV Latino junto a Los Subterráneos con el tema “Pálido”. Junto al Señor Mostaza, interpreta un clásico de Buena suerte (1991), el primer disco de Los Rodríguez, con el agregado de una coda final psycho-beatlesca.
Después de brindar Quique González es la nueva gran promesa entre los cantautores del rock español, y canta un tema que Rot presentó en su momento como el más triste de su disco Hablando solo. “La letra viene de un viaje con mis padres a Cuba”, explicó entonces. “Mi padre dijo una cosa que se me quedó grabada: ‘A veces, los sueños de los padres son las pesadillas de los hijos’.”
Mucho mejor En un disco en el que las versiones casi repiten rigurosamente el original, Javier Calamaro y Los Hermanos Flores tanguean el más clásico Rodríguez (uno de los hits de Sin documentos) firmado por Rot.
El tiempo lo dirá Acompañado por Los Ronaldos, que fueron en su momento tal vez los mejores compinches españoles de Los Rodríguez, un tema del último disco como grupo, Palabras más, palabras menos (1995).
Canal 69 Otro clásico Rodríguez como el final ideal para el disco, acompañado por Pereza, otro de los grupos más populares del rock español actual.
Mi primer recuerdo de Ariel fue el día que escuché en la radio un tema de Tequila (eran tiempos donde escuchar música en la radio todavía era una fuente de placer), el tema era “Salta” y casi podría asegurar que los temas que sonaron antes fueron “Sarri Sarri” de Kortatu y “Los rockeros van al infierno” de Barón Rojo. Lo que sonó después de “Salta” ya no pude oírlo. Quedé en estado de shock. Acababa de darme de bruces con el rock en castellano, y la afición prendió tan fuerte que aún hoy la conservo...
La siguiente imagen es más difusa. Podría ser una actuación en “La bola de cristal” o en “Tocata”, ya no estaba en Tequila, Tequila no existía, y era una actuación donde Ariel aparecía con otros músicos muy en la onda new wave... y la verdad es que me dejó un poco indiferente. Mis gustos habían progresado hacia un rock más rancio y esto me pareció demasiado moderno.
Unos años más adelante... en 1991, ya con la radio de capa caída, otra canción me puso firme. Era “A los ojos”, y el grupo que cantaba eran Los Rodríguez, de los que supe más cosas en los siguientes meses, escuchándolos en Radio 3 y leyendo la revista Boogie. Otra vez el rock en castellano se adueñaba de mis oídos.
Trabajando ya en una discografía conocí a Andrés Calamaro en el Ambigú, un bar de la calle Leganitos en Madrid donde la buena música estaba asegurada, y casi todo lo que deseases también. Con Andrés tuve unos mínimos contactos a través de amigas comunes, e intercambiamos alguno de nuestros más apreciados bootlegs de los Stones, y él me regaló su propio bootleg, una recopilación titulada Grabaciones encontradas. Vol. 1, y que venía con una tira de papel escrita a máquina: “La joya de los verdaderos coleccionistas”.
En las muchas noches que pasé por el Ambigú nunca me encontré a Ariel, que quizás estaba por allí, pero nunca le vi, y no pude decirle lo mucho que me gustaba su nuevo grupo y que, posiblemente, alguna de sus canciones fue el impulso y lo que me activó para trabajar en el mundo de la música.
Disfruté de sus conciertos con Los Rodríguez en varias salas de Madrid, y en ciudades donde yo viajaba con otros artistas, que compartían cartel con ellos en grandes festivales.
Pocos años después, en 1995, comencé a trabajar en Dro, la discográfica de Los Rodríguez, y lo primero que me dieron al llegar fue un casete con el avance del recién grabado Palabras más, palabras menos, y lo siguiente fue escuchar a un volumen atronador la versión de “Dime que me quieres” que Los Piratas habían grabado para su disco Poligamia. El sonido salía de la gran sala de reuniones que tenía la discográfica, y como rata hacia su flautista de Hamelin, allá me dirigí... Y, sorpresa, era Ariel escuchando la versión, solo, en medio de esa descarga de decibelios piratas. Me presenté como pude, sin poder escuchar ni mi propio “hola”, pero estoy seguro de que él dijo “está buena la versión de estos pibes”, sin apenas levantar su tono de voz.
Hoy, doce años después, tenemos una sana relación laboral en la que hemos compartido cientos de miles de kilómetros, cientos de restaurantes, millones de metros de cinta analógica de dos pulgadas y cientos de horas de charlas sobre discos, tanto suyos como ajenos.
Durante esos años viajé con Los Rodríguez, vi muchísimos conciertos desde la mesa de sonido, desde el escenario, desde el foso, desde todos los ángulos posibles. Asistí en directo a la desintegración del grupo, a sus últimas grabaciones en los estudios Sintonía, a la última entrevista que dieron como grupo, con Ariel, Andrés y Julián tocando “Copa rota” en acústico para Joaquín Luqur un domingo al mediodía, y también vi, con algo más que asombro, cómo el grupo vendía cientos de miles de discos cuando ya no eran un grupo.
Ya en solitario, tanto con Andrés como con Ariel tuve un contacto casi diario, y seguramente he hablado más con ambos que con cualquier otra persona (aunque no sabría con cuál de los dos gasté más teléfono), y no siempre eran conversaciones de paz y amor, pero siempre con la seguridad de jugar en el mismo equipo.
Con Ariel viví grandes experiencias. La primera grabación en Du Manoir con los Attractions, la noche mágica donde Fito Páez vino a cantar “Mil mentiras y una verdad”, los viajes escuchando casetes de Tangalanga y Daniel Melingo en coches de alquiler, la Benemérita registrando nuestro automóvil con perros resfriados, más grabaciones, más viajes, la llegada a Buenos Aires y compartir la única habitación del hotel, el disco en directo, la posterior fiesta en el Cuatro, rodajes de videos en Tenerife, en el Metro de Madrid, el teatro de Galapagar, el descubrimiento de La Cabaña y José Nortes, las reuniones con Calamaro, el último viaje a Buenos Aires para los conciertos en el Estadio Pepsi, donde disfrutamos de la hospitalidad de Javier Olmedo y de la más sofisticada cocina japonesa hasta lo más criollo en forma de lengua estofada (¡verídico!), y compartir momentos con personajes inolvidables como Guillermo Martín y Julián Infante, a los que recordamos con frecuencia.
Una lista de momentos que no tiene punto final, y que podría ser muy larga, pero mejor dejar espacio para todo lo que nos queda por disfrutar, como siempre, en buena compañía.
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