CINE > HAIRSPRAY: TRAVOLTA HACE DE DIVINE, LA PRIMERA TRAVESTI APTA PARA TODO PúBLICO
Hairspray es uno de los estrenos más celebrados de la semana, pero también es la versión graciosa, amable y pasteurizada de una película que John Waters estrenó en 1988 y con la que, en pleno conservadurismo reaganiano, hundía su mordacidad en el racismo y la ingenuidad revolucionaria de los ’60, a la vez que le daba el primer protagónico apto para todo público a una travesti. Por eso, Radar evoca a ambas, con la esperanza de que una lleve a la otra.
› Por Mariano Kairuz
Cuando se estrenó, en marzo de 1988, Hairspray marcó algo así como el ingreso de John Waters al mainstream. Hasta parecía que Hollywood estaba dispuesto a abrazar al Rey del Trash, El Príncipe del Vómito, El Sultán de la Berretada, El Barón del Mal Gusto. No eran pocos los títulos con los que Waters llegaba, y ninguno era inmerecido: 15 años antes, en Pink Flamingos, había revuelto estómagos al filmar a su estrella y amigo de toda la vida, la drag queen Divine, comiendo –literalmente comiendo– un sorete de perro. Así, Hairspray fue la primera película de Waters calificada “apta para todo público”; todo un éxito comercial y hasta un relativo entretenimiento “para la familia”. Ahora se estrena otra película con el mismo nombre, pero no la dirigió Waters sino el coreógrafo Adam Shankman, y tampoco es exactamente la remake de aquella película sino la versión cinematográfica de su adaptación al musical de Broadway. Entonces, es lógico que muchos se pregunten: ¿qué fue de aquel “terrorismo” cinematográfico?
Hairspray ’88 echaba una mirada nostálgica y afectuosa sobre los años ’60, a la vez que recordaba con ironía el ingenuo optimismo “revolucionario” de aquella década. De adolescente, el propio Waters había participado en el programa televisivo sobre el que modeló el Corny Collins Show, concurso de baile de una emisora local de Baltimore en el que se pone en escena el conflicto central de la película: la lucha contra la segregación racial. La música que todos bailan –rock, rockabilly, algo de soul– tiene raíces negras, pero los negros tienen su participación vedada en el programa, excepto un día al mes, el Negro Day. Pero cuando la adolescente Tracy Turnblad se convierte en la sensación del show –a pesar de su rechonchez y de su origen de clase media baja–, amenazando con destronar a la remilgada rubia Amber von Tussle (y a su madre Velma, que controla marcialmente su carrera), aprovecha su popularidad para abogar por la integración racial en Baltimore.
En su momento, Waters vendió el proyecto a los estudios como una película “seria”, pero se las ingenió para poner a Divine en el papel de la madre de Tracy; quizás el primer drag queen del cine apto para todo público. Cinco años atrás, Hairspray fue adaptada para los escenarios de Broadway; y es sobre esa adaptación que se hizo la nueva película, una sucesión imparable de números musicales y de semi-estrellas. Ahí están Michelle Pfeiffer –madura y hermosa, no del todo lejos de sus orígenes musicales en la no muy recordada Grease 2 y perfectamente villanesca en el papel de Velma–; John Travolta en lugar de Divine y bailando en pareja con Christopher Walken; Queen Latifah y la debutante Nikki Blonsky como Tracy, que palidece ante el recuerdo de Ricki Lake. Lo de Travolta es un intento inútil por reemplazar con una resplandeciente prótesis de caucho a aquella Divine de grotesco vozarrón que hacía menos de mamá gorda que de un tipo haciéndose pasar por una mamá gorda. Del mismo modo, en Hairspray 2007, todo es más prolijo, más brillante, más limpio y más caro. Y por completo despojado de cierta crudeza sexual (aquella Tracy lamiendo la imagen de su novio en la pantalla del televisor) y escatológica (alguna vomitada; el “baile de las cucarachas”) que exhibía orgulloso el original.
“¿Waters se vendió?”, pregunta el crítico Scott Foundas en su reseña para el Village Voice neoyorquino. “¿O es que esta época cada vez más metrosexual lo volvió irrelevante? Ya había abdicado su trono de rey del under por una carrera más lucrativa como icono neutralizado de la cultura pop, listo para hacer de maestro de ceremonias y apariciones estelares en sitcoms televisivas, pero esta película parece haber sellado definitivamente el contrato.”
“Yo me enorgullezco de que mi obra no tenga valores socialmente redimibles”, dijo por su parte Waters tantas veces. La nueva Hairspray es puro encanto, color y corrección política. Eso no le impide ser muy divertida, aunque lo único definitivamente irredimible de su propuesta son las camisas que viste el cada vez más marciano Christopher Walken. Una estrella clase A que parece usar hairspray, lacas, fijadores y aerosoles varios en esa especie de panal que lleva sobre la cabeza, como un terrorista clase Z colado en el cine de los estudios, desde hace ya muchos años.
1. Sale el soundtrack de canciones de los años ’60 (“You Don’t Own Me”, “Mama Didn’t Lies”, “Limbo Rock”, entre muchas otras); entra una veintena de temas mayormente compuestos por Marc Shaiman y Scott Wittman, con el tono más atemporal de un musical de Broadway.
2. Ambas transcurren en 1962, pero en la nueva versión desaparece alguna que otra cita (a Bob Dylan; al gobernador racista de Alabama, George Wallace). En su lugar, se contextualiza con diálogos que al pasar hacen mención a Corea, la Guerra Fría, Castro y la carrera espacial. La madre ultracatólica de Penny, la mejor amiga de Tracy, tiene en su casa un refugio nuclear.
3. En la nueva película, la interacción entre los chicos blancos y los negros se desarrolla mayormente en el aula del secundario a la que los profesores confinan a los alumnos por presunta mala conducta. Con esto se pierde parte del recorrido por el barrio negro de la ciudad (y los apuntes sobre los miedos del ciudadano blanco de clase media), y una escena entera del ’88 con dos beatniks –interpretados por los cantantes Rick Ocasek (líder de The Cars) y Pia Zadora– que invitan a los chicos “a fumar desnudos”.
4. En 1988, Waters se reservaba un brevísimo papel como un psiquiatra que intenta “curar” a Penny de su adicción al baile y la música negra. Su aparición en la remake se limita a un cameo como “el exhibicionista” de Baltimore.
5. La villana Velma von Tussle era apenas la esposa de un comerciante acomodado. Ahora dirige la estación local de TV, con lo cual desaparece la subtrama del explosivo atentado que planea en caso de que su hija no gane el concurso de baile (el plan incluía una absurda bomba escondida en su peluca). También desaparece el personaje de su marido (interpretado por Sonny Bono en el ’88), y se sugiere que ella pudo haberlo matado.
6. Ambas películas proponen una celebración de la adolescencia y de la corpulencia. En los dos casos se subraya el origen negro de la música que les gusta a todos, pero la nueva película, en un gesto argumental bastante coherente, consagra al final como mejor bailarina a una chica de color y no a Tracy.
7. La primera Hairspray duraba 92 minutos y fue filmada en Baltimore (como todos los films de Waters) por algo más de 2,5 millones de dólares, costo que triplicó en recaudaciones. La nueva (de casi 2 horas) es, con un presupuesto de 75 millones, la película más cara basada en una creación de Waters, y ya lleva recaudados más de 85. También transcurre en Baltimore, pero fue rodada en Canadá.
En la última edición del Bafici, los seguidores de John Waters tuvieron la oportunidad de ver This Filthy World (Este mundo mugriento), el registro para cine de un monólogo en el que el creador de Pink Flamingos repasa su carrera. De alguna manera, This Filthy World es una suerte de versión actualizada y en vivo de su libro autobiográfico Shock Value, publicado por primera vez hace ya más de 25 años; pero además la película le permitió demostrar su gracia y su timing como monologuista y comediante de stand up. De pie delante de un escenografía sencilla que incluye unos tachos de basura, Waters recorre su filmografía, anécdotas de la vida en Baltimore, su reparto de amigos descastados, su afición a los juicios orales de crímenes y otros casos escandalosos (a los que asiste con frecuencia), con un discurso por momentos ligeramente autocelebratorio que habla de cómo han cambiado las cosas en la cultura pop desde que empezó a hacer sus pequeñas películas sin presupuesto más de cuatro décadas atrás. Por supuesto que les dedica algunos párrafos a Hairspray, su primer éxito masivo, y a Divine, su amigo de toda la vida y actor/actriz fetiche, fallecido apenas unos días después del estreno de aquel film, mientas dormía, a los 43 años de edad. A continuación, algunos grandes pasajes de ese monólogo.
Lo que quería hacer esta noche en verdad era representar Hairspray, mi musical de Broadway, las dos horas y media enteras, cada una de sus canciones, haciendo perfecto contacto visual con cada uno de ustedes en el público hasta que se retuerzan en sus butacas y salgan corriendo a sus casas a ver la mejor película de sadomasoquismo para toda la familia: La Pasión de Mel Gibson. Y hasta que la hayan visto miles de veces y se vistan con las ropas de los personajes y griten cada línea de diálogo como si estuvieran en una función de la película de culto The Rocky Horror Picture Show. Pero como por estos días soy un tipo más optimista, más vitalista, voy a empezar por mis verdaderas influencias artísticas negativas. Todos los jóvenes necesitan un mayor malo al cual admirar. Yo espero poder estar ahí para ustedes, como una especie de adulto sucio.
Entre mis directores favoritos está Kenneth Anger: él fue el primero en hacer un uso irónico de la música pop. Después todos lo imitaron.
Mis primeras películas eran algo así como films caseros, con mis amigos robando tiendas y después vistiéndose con la ropa que se habían llevado de, por ejemplo, la Paraphernalia Boutique de Nueva York. Eramos muy buenos ladrones. Yo tenía un impermeable especial para esconder discos. Eran los mismos discos por los que ahora les pago a las discográficas 25 mil dólares para poner sus canciones en las bandas sonoras de mis películas. Así que recuperaron su dinero, sólo que tuvieron que esperar 40 años.
Una vez el guardia de una tienda Corvette me vio agarrar un disco. Yo me di cuenta y lo puse de nuevo en su lugar, pero como el hombre no lo vio y me hizo arrestar a la salida, lo demandé y gané como 3 mil dólares. Mis padres, furiosos, me decían: “¿No te vas a buscar un trabajito en el verano?”. Y yo les contestaba: “Acabo de ganar un juicio, no necesito trabajar”. Oh, Dios, se agarraban la cabeza.
Divine era muy bueno robando tiendas: una vez lo vi salir de un local con una motosierra y un televisor. Nadie dijo ni una palabra.
En Eat Your Make Up (mediometraje de 1968) hay una escena muy buena en la que Divine hace de Jackie Kennedy. Hicimos el asesinato de JFK y todo, con Divine arrastrándose sobre el auto con su Chanel ensangrentado y su sombrero. A la gente no le pareció gracioso, pero claro, todo esto había ocurrido apenas dos años antes. La madre de Divine encontró el traje ensangrentado en el baúl de su auto. Ella no sabía que su hijo era Divine, ni que hacíamos películas, ni nada, y le preguntó: “¿Qué demonios es esto?”. Divine, nervioso, le gritó: “Yo soy Jackie Kennedy”.
La escena al final de Pink Flamingos (1972) por la que siempre me preguntan, en la que Divine come caca de perro, no fue coprofagia; lo hubiera sido de tener connotaciones sexuales. Nosotros lo hacíamos en nombre de, con un poco de suerte, la anarquía. Cuando Pink Flamingos fue lanzada en DVD por su 25º aniversario, fue la segunda en ventas en Norteamérica. ¿Pueden creerlo? Primera estaba Jerry Maguire, con Tom Cruise.
Además, la gente entraba a una sala del complejo de “cine-arte” Angelika, de Nueva York, a ver Anna Karenina, y escuchaban desde la sala de al lado a Divine gritando cosas como: “¡Alguien me mandó por correo sus movimientos intestinales!”.
Hoy, Pink Flamingos está en las bateas de comedia de los videoclubes. Los matrimonios van y se dicen: “Ay, me encantó Hairspray, querido, ¿por qué no alquilamos otra película de John Waters?”. He leído el informe de denuncias de la policía de Florida: “Llegamos hasta la mitad de Pink Flamingos” (esto significa, hasta la escena del ano que canta). ¿Saben qué? Me alegra haberles arruinado su noche familiar. ¿Por qué no apagaron la video? Eso es lo que yo hago cada vez que Forrest Gump empieza a correr. Pero no, llamaron a la policía. ¿A quién tengo que llamar yo en la escena de Testigo en peligro en que levantan el granero? Mi comunidad también tiene principios, ¿saben?”.
Accidentalmente, a fines de los ’80 hice una película familiar llamada Hairspray, que fue calificada apta para todo público. Entonces me dije: “Ya nunca más voy a conseguir trabajo”. Hairspray me trajo una enorme felicidad. Ganó el premio Tony al mejor musical; incluso mis padres me dijeron: “Realmente nos encantó”, y fue la primera vez que no pareció que les crecía la nariz mientras lo decían. Creo que el musical de Broadway me dio toda la dicha que debería haber sentido por la película, pero que no fue posible porque una semana después del estreno murió Divine. Mejor que si se hubiera muerto una semana antes, porque se hubiera perdido de leer todas esas críticas que hablaron tan bien de la película y de su actuación. Todavía no se me ocurre algo gracioso que decir sobre su muerte. Visito su tumba y veo que sus fans aun hoy le dejan todo tipo de cosas: comida, vestidos, delineadores. Incluso alguien escribió con lápiz labial “Satán”. Seguro que fue por error, y lo que quisieron decir fue “satín”.
En Hairspray actuaron muchos personajes memorables, entre ellos Sonny Bono. Muchos me dijeron por aquel entonces: “¿Cómo podés poner a Sonny Bono, que es republicano y se opone al casamiento entre homosexuales?”. Pero yo soy homosexualmente incorrecto: pertenezco a una generación de hombres gay cuyos privilegios eran no tener que casarse ni ir al ejército. Hoy todo es muy confuso: los gays tienen más hijos que los católicos.
Todavía hoy me encanta vivir en Baltimore, porque es una ciudad muy inspiradora. Es una ciudad donde todos se creen normales, pero están muy locos.
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