Dom 19.08.2007
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FOTOGRAFíA > UNA RETROSPECTIVA DE ROBERT FRANK EN BUENOS AIRES

Iluminaciones y fulgores

Pionero en el arte de iluminar esos puntos ciegos a la vista de todos que Estados Unidos se niega a ver de sí mismo; autor de un libro de fotografías que puede leerse como la tan perseguida Gran Novela Americana; mito viviente en permanente fuga de su propia fama; reclusivo, auténtico y sobreviviente de una estirpe de artistas en peligro de extinción, Robert Frank rara vez se deja ver. Ahora, como si la retrospectiva que se inaugura en el Museo Fernández Blanco fuera poco, las 73 fotos llegan con la promesa de su visita.

› Por María Gainza

“Robert Frank, el genial fotógrafo de Norteamérica, ha asomado los ojos luego de largos años de reclusión.” No, ése es un comienzo flojo, endiabladamente malo, para esta nota. Empecemos de nuevo: “Robert Frank, la leyenda viva, el poeta visual de la generación beat, ha vuelto”. Dios, tampoco esta introducción parece ser de gran utilidad. Habría que esmerarse más, después de todo, él es Robert Frank y si hay algo de lo que Robert Frank abomina es de la cháchara vacía, los titulares de prensa superficiales y las trampas de la celebridad. Seguramente, si llegara a leer este palabrerío insustancial sobre su persona, sepultaría su cámara de fotos en la baulera –detrás de las cajas de cerveza, la heladera que pierde y las alfombras apolilladas– para no volver a poner un dedo sobre la maldita máquina.

Entonces, ¿qué decir sobre él cuando todo intento por presentarlo no hace más que sofocar su inmensa sensibilidad bajo un puñado de comentarios hiperbólicos? Podríamos, quizás, acercarnos a su figura elusiva por un costado menos rimbombante. E intentar mirar sus obras no tanto como las imágenes producto de la cámara pionera y experimental de un fotógrafo mítico de los años 50, sino como las imágenes de un artista. Así de simple.

Comprenderíamos entonces que el mayor logro de Robert Frank fue el haber enfocado, o más bien desenfocado, una región de Norteamérica a la que nadie prestaba atención y al hacerlo, sin querer queriendo, crearla por primera vez. Un poco de la misma manera en que Flannery O’Connor creó su propio Sur, O’Henry su Nueva York o Willa Cather su Oeste. Porque en definitiva, lo que estos hombres y mujeres capturaron fue no sólo una cápsula comprimida del espacio-tiempo norteamericano sino también una región psicológica, que aún hoy se imprime sobre la hoja en blanco con la potencia de un meteorito que cae sobre la arena húmeda.

1. words, Mabou 1977. 312 x 468

I

Una buena fotografía es algo visto con el rabillo del ojo, al pasar. Una muy buena fotografía es un secreto sobre un secreto: cuanto más te dice, menos sabés. Y una fotografía brillante es siempre un pequeño terremoto. Las fotografías de Robert Frank son estas tres cosas a la vez. Cargadas con su poder de extrañamiento y confidencia, irrumpen a través del lente de la cámara con una presencia tan intensa que cualquier actitud que uno haya tomado de antemano se desintegra. Son imágenes que comienzan a afectarte antes de que tomes conciencia de que te están afectando. Su significado se te aparece con la perezosa calma con que se aparece un shock, en ese estado mental que ocupa, por ejemplo, el momento –aquel preludio de la eternidad– entre que uno se resbala sobre una vereda mojada y el instante en que el trasero pega contra el piso.

En el pasado Robert Frank fue una suerte de J.D. Salinger del mundo del arte: evitó el público, se negó a dar entrevistas y dividió su tiempo entre un loft en la calle Bleeker Street de Manhattan y su chocita de pescador en Nova Scotia. Cuanto más crecía su fama, más escondía su cabeza. Pero aun cuando las metáforas del viaje aparecieran una y otra vez en su trabajo, la verdad es que Frank nunca se había ido del todo. Y ahora, la pequeña pero deliciosa retrospectiva organizada por el Museo Fernández Blanco lo revela en todo su esplendor, mostrando lo que hizo antes, lo que hizo durante y lo que hizo después de publicar esa soberbia Biblia sobre la Gran Nada norteamericana que fue The Americans.

2. Santa Fe, New Mexico, 1955 / impresa en los ‘80. 182 x 273

II

En un típico gesto de juventud, guiado quizás por un primer impulso por entender el mundo, Frank sintió la necesidad de tomar sus primeras fotos durante la adolescencia. Pero el joven Frank capturó aquellas tempranas imágenes en Zurich, su ciudad natal, donde había nacido en 1924. Es fácil adivinar por qué a su ojo inquieto Suiza pronto le quedó del tamaño de un pañuelo y, en 1947, huyó a los Estados Unidos. Al llegar, inocente y provinciano, se paró en medio de Times Square y sintió que había llegado al centro del universo. Pronto comenzó a trabajar en Harper’s Bazaar junto a fotógrafos de la talla de Bill Brandt y Cartier-Bresson pero las ínfulas de la fotografía comercial terminaron por asquearlo. Como viaje de purificación voló a Perú y a Bolivia. No estaba preparado para lo que vio, o sí. El hecho es que sintió que volvía atrás hasta el primer casillero y, desarmado frente a la templanza de aquellos habitantes del Altiplano, no le quedó más que repensar su estilo y desarrollar esa manera de mirar distante y antisentimental que sería la marca registrada de su trabajo posterior.

Había algo en Frank que nadie terminaba por comprender y era la clase de amigos que le gustaba frecuentar (“¿Por qué salís con ellos, no te das cuenta que no tienen clase?”, le espetaba su mentor Walker Evans). Eran una banda de reos, iluminados y caóticos, que vistos de lejos no parecían más que una segunda generación perdida. De cerca, eran los Beats: Kerouac, Ginsberg, Orlovsky. Los pintores podían esnobear la fotografía de Frank pero los escritores no la pasaron por alto: parecían sintonizar la misma longitud de onda en el cielo norteamericano. Kerouac fue el primero en reconocer en el fotógrafo un chispazo de genialidad al toparse con él en una fiesta en Nueva York. Sentados en la vereda, Frank le mostró un manojo de fotografías. El escritor, diría más tarde, vio en el joven un rumor de su propia visión. El asunto es que, sin saberlo, Frank había salido en un viaje muy similar al de Kerouac a través de los Estados Unidos (un poco más sosegado, por cierto). 500 rollos y 48 Estados después, volvió con un retrato deprimente de lo que las vastas rutas norteamericanas tenían para ofrecer. El material editado formó The Americans, publicado en 1959: no tanto un libro de fotografías como un libro hecho de fotografías cuya suma total cuenta la historia, despliega la trama y expone el código genético de un país en apenas unas 170 páginas. La Gran Novela Norteamericana estaba finalmente ahí, no en un libro con letritas sino en uno de imágenes. The Americans punzó donde más dolía.

Nadie, y mucho menos la cómoda clase media, estaba preparada para la violenta observación que Frank les enrostró. Nadie quería ver cómo la alienación, el tedio y el hastío se habían propagado por una Norteamérica de posguerra con sus aires de triunfalismo y su espíritu puritano. Tampoco estaban preparados para el grano reventado y los encuadres desprolijos de esas fotografías en blanco y negro. Es difícil de entender lo novedoso que resultaron aquellas imágenes entonces, pero lo cierto es que se volvieron imágenes totémicas: un político sobre el estrado frunce sus labios y tira un beso al aire, un hombre negro sostiene su mandíbula en alto en un funeral en el Mississippi, banderas raídas flamean en desfiles patrios y cowboys en bares polvorientos y mal iluminados fuman su último cigarrillo. Una historia que se narra de a flashazos, con pedazos de barras de restaurantes malolientes, rocolas iluminadas como aliens y estoicas enfermeras negras sosteniendo bebés ajenos entre sus brazos. Para los ojos modernos también resulta insólito imaginar cómo los críticos tardaron casi diez años en reconocer a Frank como un clásico.

En el prólogo a The Americans, Kerouac escribió que esas imágenes habían “extraído un poema, triste y tierno sobre América”, una tristeza que se encuentra por sobre todo en las miradas desorientadas de las mozas, en los pasajeros abatidos y en las ricas petroleras tejanas asfixiadas por sus joyas. Toda noción romántica sobre el espíritu del pionero ha sido destrozada. La Norteamérica de Frank es un paisaje sin esperanza ni promesas. Un país fácil de descartar por su vulgaridad pero, al mismo tiempo, imposible de descifrar por completo.

Y aun así, algo épico persiste en el libro, un poco como en los personajes que habitan El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers. Un aislamiento espiritual, aquella confrontación entre la grandeza de la vida humana y lo poco que vale. Una mosca sobre la pared, Frank fotografió lo que ningún norteamericano estaba dispuesto a ver. Una esquina invisible del mundo de repente se hizo visible. Y cuando uno ve algo con esa claridad, lo ve de una manera que eso que tiene frente a sus ojos se vuelve sagrado.

3. Prèmiere de cine, Hollywood, 1955-56 / impresa ca.1980. 354 x 278

III

Robert Frank, o más bien su público, tiene un problema clave que tiene que ver con la manera rotunda en que The Americans se instaló en el inconsciente colectivo al punto que resulta casi imposible apreciar su obra posterior. Pero lo cierto es que luego del éxito, Frank no sólo se alejó de la fotografía sino que comenzó a abrazar otro tipo de búsqueda, una más intensa, esta vez mediante películas. Su registro del tour de los Rolling Stones, Cocksucker Blues de 1972, logró notoriedad cuando los propios músicos prohibieron su exhibición al ver lo glamorosamente reventados que lucían frente a las cámaras. Más tarde, Frank diría sobre sus documentales: “Creo nunca he sido bueno haciendo películas. Nunca he logrado hacerlo bien Y hay algo alucinante en eso. Hay algo bueno en ser un fracaso, te obliga a seguir probando”.

Entonces volvió a colgarse la cámara de fotos al cuello. La vida privada de Frank –signada por la tragedia: su hija murió en un accidente de avión a los veinte años y su hijo atravesó una larga enfermedad mental– comenzó a poblar cada vez más su trabajo posterior. Una sensación de profundo desamparo invadió sus extrañas pero bellísimas Polaroids. Su viaje, ahora, se volvió interior e inevitablemente más espinoso. Escritas, rasguñadas, recortadas, montadas en tiras horizontales o verticales, Frank parece encontrar acá los medios para decir lo que necesita decir, su formato más cómodo pero también el más desesperado, aquel donde de una manera sencilla pero reveladora logra conjugar el tiempo del cine con el instante de la fotografía. Sea cual sea la imagen de Frank todas ellas parecen manejar el arte de la anticipación: no trabajan con la memoria sino que muestran cómo ella se forma. El resultado es por momentos desgarrador, perturba mirar, como si alguien iluminara dentro de un cerebro lesionado. Muchas de las imágenes de esta época hacen referencia a la mortalidad, la vejez y la pérdida. “La vida no es linda todo el tiempo. Puede serlo por un rato pero después uno se acuesta, mira al techo y la tristeza se nos cae encima. Las cosas se mueven, el tiempo pasa, la gente se va y muchas veces no vuelve”.

4. San Francisco, 1955 480 X 320

Es verdad, Frank, muchos ya se han ido y otros tantos se irán. Pero con la mayoría de los escritores beat en el cielo con diamantes, vos seguís acá, y te guste o no, todo indica que probablemente ya te hayas vuelto inmortal.

Robert Frank
words

Museo Fernández Blanco (Suipacha 1422)
del 23 de agosto al 21 de octubre
Martes a domingo de 14 a 19 hs.

Todas las fotos de Robert Frank expuestas pertenecen a las colecciones de Fotomuseum Winterhur y Fotostiftung Schweiz.

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