DVD > THE LAST WALTZ, SCORSESE FILMA A THE BAND
Mucho antes de ser The Band, ya eran memorables: primero como The Hawks acompañando a Ronnie Hawkins y después como la banda de Bob Dylan a mediados de los ‘60 y ‘70. Por eso, cuando Robbie Robertson, Rick Danko, Levon Helm, Garth Hudson y Richard Manuel decidieron cortarse solos, lo único que los pudo detener fue el techo de su propio talento. Después de dos discos insuperables, una noche de noviembre de 1976, se despidieron sobre el escenario. Hubo beatniks, músicos legendarios, invitados excepcionales y hasta escenarios de La Traviatta. Un entonces joven director llamado Martin Scorsese filmó lo que sucedió aquella noche y produjo The Last Waltz, un documental que ahora se edita en Argentina en video y que es considerado el mejor concierto de rock jamás filmado.
“Empezó como un concierto... y acabó siendo una celebración”, anunciaba el poster de la película tiempo después, en 1978.
Y lo primero que se veía ahí, en la gran pantalla, era un cartel que ordenaba, en mayúsculas imposibles de no obedecer, un ¡ESTE FILM DEBE SER TOCADO —o PROYECTADO, o JUGADO o EJECUTADO, esa tan práctica y polivalente actitud del verbo PLAY— A TODO VOLUMEN!
Y corte a cinco tipos —los curtidos multiinstrumentistas Robbie Robertson, Rick Danko, Levon Helm, Garth Hudson y Richard Manuel (un virtual doble de Rep tanto en rasgos como en gestos)— golpeando bolas en una mesa de billar de un estudio de grabación de Malibú que alguna vez fue un burdel y que ahora se llama Shangri-La.
Y corte otra vez a esos mismos cinco tipos sobre el escenario de un remozado Winterland Ballroom de San Francisco —donde debutaran con su propio nombre en 1969— ofreciendo a modo de bis un rabioso “Don’t Do It”, el clásico de Holland, Dossier y Holland, Jr.
Y, después, marcha atrás, al comienzo de esa fiesta inolvidable, de esa noche de Día de Acción de Gracias, 25 de noviembre de 1976, y esos mismos tipos haciendo una canción suya y nada más que suya: “Up On Cripple Creek”.
Y lo primero que uno piensa —y sigue pensando a lo largo de los 112 minutos que dura The Last Waltz, documental de Martin Scorsese dedicado al gran concierto/despedida de uno de los grupos más grandes de la historia del rock— es lo bien que suenan esos cinco tipos, lo increíblemente bien que tocan y cantan, todos juntos entonces, y lo insuperablemente cool que lucen con sus trajes tan ‘70 chic. Lo segundo que uno piensa —lamentándose ante lo inevitable y consumado hace más de tres décadas— es por qué se habrán separado.
Y las razones para decir adiós no quedan del todo claras. Aunque, en los tramos de entrevistas de The Last Waltz, se habla de la necesidad de dejar la carretera luego de tantos años ahí, de fatiga de materiales, se ofrecen elocuentes silencios —apenas atenuados por sonrisas expertas y misteriosas— que hablan de la pérdida de un delicado equilibrio (con Robertson, como se ve en la película, asumiendo sin problemas los primeros planos que le obsequia su inminente compañero de parrandas y noches blancas Marty) y de la acaso inconfesable certeza, luego de intentarlo varias veces, de que ya jamás podrían superar dos primeros discos clásicos e insuperables.
Así fue como aquellos que empezaron siendo The Hawks acompañando a Ronnie Hawkins, mutaron muy brevemente (el tiempo que dura un single) a The Canadian Squires, y más tarde a “la banda de Bob Dylan” en aquel tumultuoso y electrificado y electrizante Judas Tour de 1965-1966 y en el retiro campesino surrealista de The Basement Tapes (y más tarde, 1969, en el Isle of Wight Festival y, 1974, en Planet Waves y la gira doble registrada en Before the Flood) acabaron convirtiéndose en The Band. Pero no —como escribió alguien— un humilde e impersonal “la banda”, sino un confiado por todas las razones justas La Banda. Cuatro canadienses y un nativo de Arkansas que, entre 1967 y 1976, no demoraron en fundamentar —junto a The Grateful Dead y Credence Clearwater Revival, cada una a su manera— el sonido distintivo de donde sale, hoy, todo eso que se conoce como alt-country o americana o lo que sean gente como Counting Crows, Ryan Adams, Wilco, Lambchop y un largo etcétera. Ahí están —como incontestable evidencia— Music from the Big Pink (1968, incluyendo “The Weight”, algo así como su propio “Like a Rolling Stone”) y el todavía mejor The Band (1969). Ambos, en su momento y desde entonces, predicados por Greil Marcus como la Buena Nueva (“Un sonido completamente de ellos pero en el que podías reconocerte”) y que fascinaron a Eric Clapton y a George Harrison e hicieron pensar a The Beatles en un sonido más simple e inmediato e inmemorial. Un look diferente: The Band —nacidos y rodeados por el technicolor de la psicodelia— se mostraban y se fotografiaban en sepia, como salidos de ancestrales daguerrotipos de frontera. Lo que no significa que sus canciones —que conforman buena parte del repertorio escogido para The Last Waltz— sean cosa sencilla o anticuada. Todo lo contrario. Se oyen y se cantan —en el acertado parecer de Robertson, compositor principal y la guitarra más elegante y loca de la que se tenga memoria—- “como películas” más allá de toda época e impulsadas por descargas de teclados magistrales, armonías vocales cruzadas, un bajo sólido y delicado y la sofisticada acción de un baterista genial. De ahí que The Band fuera uno de los grupos favoritos de Martin Scorsese quien —aunque estuviera en medio del tumultuoso rodaje de New York, New York— no quisiera perderse la oportunidad de acudir a la fiesta. Y de filmarla —la idea inicial era hacerla en 16 mm, pero enseguida todo comenzó a crecer y se optó por 35 mm— para que nosotros podamos seguir oyéndola, tocándola, ejecutándola, jugando con ella.
A todo volumen, como corresponde.
Suele afirmarse que The Last Waltz es el mejor concierto jamás filmado y es posible que así sea. A ello contribuyen varios factores. A saber: 1) que esté dirigida por Martin Scorsese, quien ya había hecho sus primeras armas como compaginador de Woodstock y que orquestó todo el asunto, plano a plano, como si se tratase de una campaña militar poniendo detrás de cada cámara a talentos como Michael Chapman (El toro salvaje), Vilmos Zsigmond (Encuentros cercanos del tercer tipo), y László Kovács (Easy Rider, Five Easy Pieces). 2) La producción del legendario Billy Graham. 3) La cantidad y calidad de amigos que —con objetivo parejo pero resultados variados— acudieron a despedir a The Band: Ronnie Hawkins, Dr. John, Bobby Charles, Paul Butterfield, el patriarca Muddy Waters demostrando que todavía era un “Manis Boy”, Eric Clapton, Neil Young, Joni Mitchell, Neil Diamond, un Van Morrison en llamas, Stephen Stills, Ron Wood, Ringo Starr, Emmylou Harris y The Staples para las secuencias grabadas en estudio, la sección de caños de Allen Toussaint, los poetas Michael McClure y Lawrence Ferlinghetti recitando reliquias beatnik en los intermedios, y un Bob Dylan que lucía como un rufián hasídico. 4) La elegante escenografía para el Winterland de Boris Leven —responsable del diseño de musicales como West Side Story y La novicia rebelde— quien pidió prestados decorados de La Traviatta a la San Francisco Opera y que brilla particularmente en la secuencia final, donde The Band ejecuta a solas su delicado “Theme From The Last Waltz”, cruza de aires appalachian con Nino Rota. Y, por supuesto, 5) la calidad de la música interpretada.
Lo que no quita que, también, haya habido lugar para complicaciones. Las cámaras se trababan. Los músicos no respetaban las posiciones convenidas durante los ensayos. Ron Wood, varios miembros de The Band y Bob Dylan se opusieron a la participación de un outsider como Neil Diamond a quien Robertson recientemente le había producido un álbum (Dylan llegó a tener un entredicho con Diamond entre bambalinas: “A ver cómo superas eso... Vas a tener que ser muy bueno”, le dijo Diamond luego de la interpretación de su “Dry Your Eyes”; “Qué tengo que hacer: ¿salir a escena y quedarme dormido?”, retrucó Dylan). Dylan aceptó participar del evento pero —sin saber que la Warner había aceptado financiar la cosa siempre y cuando incluyera a Dylan— se negaba a ser filmado porque entendía que su aparición en la película restaría interés e importancia a Renaldo y Clara, su próximo proyecto fílmico y fue Graham quien lo hizo entrar en razón. Y, en el backstage, se pintó una habitación de blanco y se la decoró con narices extirpadas a máscaras mientras, como sonido de fondo, se oía una cinta con ese inconfundible sonido de gente aspirando y así fue como —¿leyenda urbana?— un colosal moco de cocaína sobre el labio superior de Neil Young fue decorosamente eliminado, cortesía del rotoscoping, mientras cantaba una canción titulada “Helpless”. A Levon Helm no le gustó la película, acusó a Robertson de querer robarse el show, de cantar histriónicamente en vivo en un micrófono desenchufado agregando su voz a posteriori en estudios, y denunció lo poco que se veía a Manuel y a Hudson en pantalla. Y tenía razón. En The Last Waltz parece que The Band fuera el grupo de Robertson cuando —fuera de allí, ése siempre fue uno de sus principales méritos y atractivos— nunca se supo claramente si The Band era el grupo de Danko o de Helm o de Hudson o de Manuel o de Robertson porque, más allá de los créditos, siempre se supo que todas y cada una de las canciones eran armadas a diez manos y cinco gargantas.
La crítica —con la excepción de la de Janet Maslin en The New York Times— fue unánimemente elogiosa en el momento de su estreno. El álbum —primero como triple LP, luego como doble CD y, en el 2002, reeditado como cuádruple box incluyendo ensayos y temas que no aparecen en el film original— alcanzó el número 16 en la lista de Billboard y es tan imprescindible como imprescindibles son las recopilaciones Across the Great Divide (1994) y A Musical History (2005). El DVD relanzado en el 2002 incluye toma extras, jams, comentarios de Scorsese y de los músicos y el documental Revisiting The Last Waltz donde los únicos que recuerdan son Scorsese y Robertson. Y en el 2006, The Last Waltz fue uno de los veinte títulos escogidos para lanzar el formato de alta definición Blu-Ray.
Terminada ese noche, The Band se despidió de los escenarios, se trasladó junto a sus amigos al Miyako Hotel donde siguió la fiesta hasta el amanecer y más allá y alguien que estuvo allí inevitablemente apuntó que “algunas de las mejores cosas no fueron filmadas ni grabadas”. Después, The Band editó el mediocre Islands (1977) y volvió a reunirse en 1993 —sin Robertson, con diferentes y rotativos miembros invitados— para grabar algunos discos agradables pero que no agregan nada a la gloria. Y Manuel se suicidó. Y Danko murió durmiendo.
Mejor recordarlos en el adiós y reencontrarlos en este hola. Aquí está, todavía, algo que Scorsese —quien, luego de Bob Dylan: No Direction Home ultima el montaje de su film-concert con The Rolling Stones— define como “no tanto como una fiesta de despedida sino el fin de una era” y Robertson como “el principio del principio del fin del principio”. La oportunidad de sentir casi lo mismo que esas 2500 personas que allí estuvieron y que pagaron 25 dólares para lo que en principio iba a ser un concierto de The Band —sin amigos, pero incluyendo cena con pavo— y que acabó siendo lo que fue y sigue siendo.
Y para comprobarlo —THIS FILM SHOULD BE PLAYED LOUD!— basta con oír y ver lo que hacen estos cinco tipos con su “The Night They Drove Old Dixie Down”.
Cómo la cantan, cómo la tocan, cómo la besan y cómo la abrazan.
Como si fuera y como es, sí, la última vez.
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