Domingo, 16 de septiembre de 2007 | Hoy
CINE > MICHAEL MOORE ESTRENA SU TRABAJO SOBRE EL SISTEMA DE SALUD EN EE.UU.
Las objeciones que se pueden hacer a los documentales de Michael Moore ya se conocen: el director, aunque tan simpático y entusiasta, suele ser bastante poco riguroso y simplista. Sicko, su nueva película, que se estrena el jueves, adolece de esos rasgos, pero sin embargo se trata de una denuncia efectiva y certera, del todo relevante, y quizá también sea el mejor y más potente film de su autor.
Por Mariano Kairuz
Michael Moore empieza su última película (la penúltima, mejor dicho, ya que acaba de estrenar otra en el Festival de Toronto) hablando de lo que no es pero podría perfectamente haber sido. De las miserias a las que se ven sometidos los más desafortunados de los casi 50 millones de norteamericanos que no tienen seguro médico. Por ejemplo, el caso de un hombre que trabaja con madera y sierras eléctricas y al que le explicaron que coserse las puntas de los dos dedos que se rebanó accidentalmente le costaría 12 mil dólares (el anular) o 60 mil dólares (el mayor). El hombre debió desechar el dedo más caro, literalmente.
Pero eso no es, dice Moore, el centro de su película. Sicko no trata sobre aquellos que están desprotegidos sino sobre los otros 250 millones de norteamericanos que sí tienen seguro médico y que sin embargo se encuentran enormemente desamparados cuando se enferman. Después de sus dos películas de mayor repercusión y polémica, Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11, Moore consigue con Sicko otro testimonio imperfecto, pero firme y funcional sobre las trampas de un sistema de salud, en Estados Unidos, que está puesto por completo en manos del mercado.
De entrada, Moore recurre a la narración de casos individuales que atestiguan cómo funciona el sistema. Los casos elegidos intentan ejemplificar los mecanismos que aplica la industria de la salud para proteger ante todo su propio rédito; el recurso a todo tipo de pretextos para hacerse cargo del menor número de tratamientos de sus pacientes, desde la provisión de medicamentos, hasta cirugías u otros procedimientos en muchos casos muy costosos. Algunos de sus relatos son fatales: enfermos de cáncer a los que no se les dio una oportunidad, bajo la oscura excusa de que los remedios y las intervenciones recomendadas eran “experimentales” (“argumento” de alcances ilimitados, si se considera que, después de todo, todavía no se encontró la cura para el cáncer). O una argucia recurrente de las prepagas: las enfermedades “preexistentes”, que el socio, presuntamente de mala fe, no habría consignado a la hora de inscribirse en la obra social. O la lista interminable de “excepciones” por las que una persona puede no calificar a la hora de asociarse. Entre los testimonios recogidos por Moore, los más asombrosos son los de varios “arrepentidos”, ex empleados de los seguros médicos que cuentan con pesado cargo de conciencia lo que vieron desde adentro, como si ellos mismos fueran ex colaboracionistas de una industria criminal. El más impactante es el del increíble Lee, ex hombre duro de las obras sociales, experto legal dedicado a escudriñar las historias clínicas de los pacientes en busca de algo, lo que sea, que eximiera a la empresa de brindarles las coberturas correspondientes. “Así es el sistema”, explica Lee. “No es que cada tanto aparece una grieta y el paciente cae en ella sino que alguien ha fabricado esa grieta y se arroja al paciente en ella.”
El siguiente paso de Moore consiste en rastrear el origen de la entrega definitiva de la red de salud norteamericana a la oferta-demanda hasta los tiempos de Nixon presidente y décadas de propaganda para hacer de la “medicina socializada” otro de los fantasmas del gran pánico rojo. De ahí a George W. Bush y sus lobbistas, con una escala en el enérgico pero frustrado intento de Hillary Clinton, en sus primeros días como Primera Dama, por erigir un sistema de salud universal y gratuito. Pero si por un momento esto parece tratarse de un capítulo proselitista a favor de la futura candidata presidencial, al rato se ve violentamente truncado cuando Moore cuenta que la dama progre también terminó siendo comprada: ningún estadounidense con poder sale indemne de acá. Y de ahí a la atención médica en Canadá –paraíso personal de Moore, como ya quiso probar en Columbine– y en Europa, en especial en Inglaterra y en Francia, donde se muestra abrumado por las enormes ventajas asistenciales que puede obtener “cualquiera” con sólo estar –o pasar circunstancialmente– por sus territorios.
Para el tercer y último acto, Moore se reserva su golpe más certero: el viaje a Cuba. Bajo la premisa de que la base norteamericana en Guantánamo es el único espacio territorial estadounidense donde está garantizado el servicio de salud universal gratuito, Moore se sube a un barco con varios ex rescatistas del 9/11 afectados (con problemas nerviosos o respiratorios) por las tareas solidarias cumplidas en el Ground Zero, y que luego fueron desatendidos por el gobierno. Como en Guantánamo no obtiene respuesta, Moore enfila con sus enfermos hacia La Habana, donde no dejan de sorprenderse ni conmoverse por todas las atenciones que obtienen gratis o por unos pocos centavos de dólar. El viajecito –que viola el embargo norteamericano sobre la isla, y la prohibición de visitarla sin autorización oficial expresa del gobierno estadounidense– le costó a Moore ser investigado por el Departamento de Estado de su país; persecución que utilizó en su favor como argumento promocional, anunciando incluso que había enviado furtivamente un negativo de su película a Canadá por si acaso el gobierno llegaba a tener la mala idea de confiscársela.
Como sus películas anteriores, Sicko es manipuladora (apela a la extorsión emocional; abusa de la ironía), poco rigurosa (pretende ilustrar la gran vida que se da un matrimonio galo “promedio” para probar que un sistema de salud universal completo no implica asfixiar a la población con impuestos altísimos), y por momentos sensacionalista y demagógica. Pero nada de esto le impide transmitir con efectividad un argumento incontestable: que los sistemas de salud de otros países son infinitamente mejores y más humanitarios que el de EE.UU. y que por lo tanto no hay razón para que la nación más rica del mundo no mejore el suyo. Lo cual convierte a Sicko en la denuncia más contundente y válida de las que ha hecho hasta ahora.
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