Domingo, 7 de octubre de 2007 | Hoy
HITOS > LA IMAGEN DEL CHE GUEVARA QUE CONQUISTó AL MUNDO
Siete años antes de morir, el Che Guevara fue fotografiado sin saberlo en el Malecón de La Habana por un joven fotógrafo cubano llamado Alberto Korda. Poco tiempo después, el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli amplía y cuelga en su librería de Milán la foto tomada del negativo que Korda le regala del Che. Desde entonces, ese icono pop descubierto por la izquierda italiana ha recorrido el mundo bajo las formas más inesperadas: del poster y la remera al bíceps tatuado de Maradona, el llavero de feria y Los Simpson. A cuarenta años de la muerte del Che, Rodrigo Fresán indaga en el secreto de esa imagen, y en el de su reverso: la del Che muerto rodeado de sus asesinos.
Por Rodrigo Fresán
No es un big bang (el big bang llegará más tarde, siete años después) sino un big click.
El instante mágico y preciso.
El dedo en el disparador y no en el gatillo y el milagro que, dicen, roba un poco del alma. Aunque aquí –me temo– el sentido se invierte y es esa foto la que le roba un poco de alma a todo aquel que la mira, la usa, la viste, la pervierte, la cambia sin nunca modificarla del todo.
Una foto que es el alma; que permanece sólida como tal, pero que, por el camino, te roba el cuerpo y, con el cuerpo, la vida. Muchos venderían su alma al diablo para conseguir una foto así. Una foto que despide más religiosidad que cualquier estampita religiosa con halo y corazón sangrante y ojos volteados hacia el cielo.
Porque, a no dudarlo, compañeros: en su revolucionario y revolucionante génesis –en su conciencia de saberse definitiva e insuperable, ya en el mismo segundo en el que el negativo comprende todo lo positivo que llegará a ser– está la clave de todo el asunto.
Preparen, apunten, posen.
Y fuego.
Y a mí no me engaña: ese hombre –como el top-model Derek Zoolander preparando calculada y pacientemente su Blue Steel que sacudirá el mundo de la moda– tiene que haber practicado mucho ese rostro y esos rasgos frente al espejo, sabiendo que lo que allí ofrece es, en realidad, una cara-de-espejo. Un lugar donde, sí, reflejarse. Un retrato de Dorian Gray en reversa: mientras la carne y las ideas y las ideologías que toman su nombre en vano y profanan su memorioso espíritu se pudren, esa pose permanece, intocable e intacta, como si la piel estuviese bañada en bruñido bronce o en acero inoxidable o en oro puro. Esa estatuaria actitud destinada a sobrevivir hasta más allá de la carne y más allá de los huesos. Pocas veces un hombre se pareció tanto a su propio monumento y pocas veces un líder político –sin necesidad de decir nada– tuvo tanta cara de slogan. La chispa de una vida con voluntad de incendio. Sí: ahí está la foto de alguien que, sin abrir la boca –suspendido en el tiempo y el espacio, condenado a romper cadenas perpetuas por toda la eternidad–, parece decir “Hasta la victoria siempre” sin detenerse a pensar que se trata de una frase engañosa. Porque lo que en realidad anuncia es una vencida expresión de deseo irrealizable, donde la palabra operativa no es victoria ni siempre, sino ese ambiguo y elástico y atemporal hasta.
Es la foto que conecta con otra foto en un futuro más o menos próximo (una foto a la que me referiré más adelante) y es la foto de alguien que acaso ya sospecha un impronunciable pero ensordecedor “Hasta la derrota pronto”.
La foto de Alberto Korda (alias de Alberto Díaz Gutiérrez, 1928-2001) fue alumbrada una mañana del 5 de marzo de 1960. La suerte o el destino de estar a la hora precisa en el lugar correcto y, sí, es una de esas imágenes que dicen más que mil palabras y tal vez por eso Jon Lee Anderson apenas le dedique un breve párrafo al satori en su exhaustivo Che Guevara: una vida revolucionaria (Anagrama). Allí se lee, se mira, se dispara:
“Al día siguiente, con los brazos entrelazados en confraternidad marcial, Fidel y el Che encabezaron el cortejo fúnebre (de las casi cien víctimas por una explosión nunca del todo explicada en el carguero francés ‘La Coubre’, atracado en un muelle del puerto de La Habana) que recorrió el Malecón. Más tarde, mientras Fidel arengaba a la multitud desde un balcón, flanqueado por los demás dirigentes de la revolución, un joven fotógrafo cubano llamado Alberto Korda encontró un buen puesto desde donde podía retratarlos. Su lente se detuvo en el Che y, al enfocarlo, Korda quedó atónito al ver su expresión implacable. Oprimió el disparador y la fotografía no tardó en recorrer el mundo, convirtiéndose con el tiempo en el célebre retrato del prócer que adornaría tantas residencias universitarias. El Che aparece como el icono revolucionario sin par, con una mirada desafiante que escruta el futuro, su rostro es la encarnación viril de la indignación ante la injusticia social”, interpreta Anderson marcha atrás mientras Fidel habla y habla y habla, y el Che, solemne, calla. Pero qué pasa si en ese momento el Che estaba pensando en lo que iba a almorzar más tarde, o si se preguntaba dónde habría dejado las llaves de su casa que no encontraba por ninguna parte, o si en realidad estaba recordando un sueño de la noche anterior: una pesadilla donde este extranjero corría por una selva extranjera, traicionado y perseguido por aquellos a los que había acudido a liberar, a revolucionar, y después disparos, disparos de rifles y no de cámaras, y su propio cuerpo muerto y acostado, rodeado de extraños, posando para una última foto, con los ojos bien abiertos y el corazón tan cerrado.
En cambio, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante dedicará páginas enteras denunciando algo parecido a una conspiración gráfica –recortando al Che de lo que en realidad es una foto de grupo tomada en el cementerio Colón; por ahí andan también Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, quien explica al Che como “no sólo un intelectual sino el ser humano más completo de nuestra época”– que involucrará al ambicioso Korda (más aficionado a los desnudos artísticos y a las fotos de moda y, según Cabrera Infante, autor por lo menos incierto de la imagen) y a los astutos editores italianos Giangiacomo Feltrinelli y Valerio Riva, quienes la posterizaron para la, sí, posteridad en 1967 o en 1968.
Korda lamentó hasta su muerte –según lo que se lee en Senior Service (Tusquets), biografía de Feltrinelli firmada por su hijo Carlo– el no haber pedido derechos de autor por esa foto.
Y concluye Cabrera Infante: “Una palabra o dos, como dice Otelo, antes de irme. Es, como siempre, una pregunta de despedida. ¿Alguien ha reparado en que la imagen de El Guerrillero Heroico muestra la cara no de un ‘visionario revolucionario’ sino de un perdedor nato?”.
Está claro que Cabrera Infante exagera un poco.
Porque, para imagen de la derrota, ahí está la otra foto.
La foto que no nos ocupa, pero que se me hace imposible no mencionar aquí. Una foto imposible de manipular porque impone un respeto casi sacro y cuya casi exclusiva alternativa gráfica es la antigua, pero por siempre novedosa, perspectiva del Cristo muerto del renacentista Andrea Mantegna.
La foto que es el yang para el yin de la foto anterior.
La polaridad negativa después de la descarga positiva.
La derrota absoluta después de la victoria perfecta.
La estudiada composición y luz de los cuadros clásicos, al mismo tiempo, evoca esos daguerrotipos sepia del Far West que salían en la primera plana de periódicos amarillos. Así, La lección de anatomía fundiéndose con el Wanted Dead or Very Dead: ahí está el Che, Bolivia 1967, horizontal, muerto y sonriendo con los ojos ciegos, rodeado por sus asesinos. El sueño terminó y nada de eso de “Dondequiera que la muerte nos sorprenda, bienvenida sea”. No, no, no: no es la foto de un muerto feliz, pero sí la foto de un muerto inmortal, y ya entonces las monjas que se encargaron de lavar el cadáver se percataron de su parecido con el Mesías y –cuenta Anderson– cortaron mechones de su pelo para conservarlos como talismanes dentro de relicarios. Con los años (aunque para mí el Che siempre ha estado más cerca de un mix de Capitán Ahab y Moby Dick que del Jesús de los Evangelios), sus similitudes se harían todavía más fuertes: ambos –ha quedado más que demostrado– sirven para vender todas las cosas de este mundo –tanto en el campus como en el cottage– y de todo lo que pueda llegar a comprarse en el Más Allá y que, seguro, incluye posters y pins y boinas estrelladas del Che Guevara.
Una y otra foto despertaron en su momento, y siguen despertando hoy, el reflejo obvio y fácil de relacionar a este mártir con el mártir de mártires. Tal vez tenga que ver con el irreductible sedimento místico que, supongo, debe de existir en todo hombre dispuesto a morir y a ser inmortalizado por sus ideales. Alcanza con ver esas dos fotos para sentirlo y sentirse cerca más allá de matices ideológicos o simpatías y antipatías políticas. Y es que su historia es demasiado perfecta y no admite intrusos, y ni siquiera vale la Variante Elvis de que el Che está vivo en alguna parte o el recurso sci-fi de imaginarlo perdido en un continuum de junglas eternas como un Kurtz protagonizando Genesis Now!
No un fantasma sino la foto de un fantasma es la que recorre el mundo.
Un fantasma de “entrañable transparencia”.
Un sueño despierto para muchos y un delirio en trance para tantos otros.
Y en alguna parte leí que un psicólogo de Dallas aseguraba que, desde 1963, diez mil personas soñaban, cada noche, con el asesinato de John Fitzgerald Kennedy.
Si el sueño de la razón produce monstruos, entonces me pregunto qué producirá el sueño de lo irracional, y me pregunto también –habiendo vivido y viajado por tantas partes y muerto en un sitio perdido del mapa– cuántos serán los sueños diarios que tienen al Che Guevara como protagonista.
¿Y cuántas personas soñarán no con el Che sino con esta foto del Che? El misterio de ese megapoderoso artefacto pop que es la foto del Che de Korda no es un gran misterio. La foto de Korda del Che está en todas partes porque es la foto que todos querrían sentir como propia, como autorretrato. Y memo para The Che Shop: comercializar una cámara fotográfica Polaroid que, se enfoque a quien se enfoque, hombre o mujer, niños o ancianos, perros o gatos, siempre saque una única instantánea: el rostro de ese hombre con cara de larga historia imponiéndose a los rostros con caras de días breves.
Y así, enseguida, por encima de su futuro garantizado, la sospecha de que esa foto siempre estuvo ahí, incluso antes del nacimiento de Ernesto Guevara de la Serna. Y que en cualquier momento se la descubrirá –inexplicable, pero al mismo tiempo lógica– pintada en la pared de alguna cueva prehistórica o en el lecho de alguna tumba inca, del mismo modo en que, cuando ninguno de nosotros estemos aquí, cuando ya no quede nada de todo esto, florecerá constantemente entre las ruinas para intriga de los que vendrán de afuera intentando explicar quiénes fuimos y cómo fue que desaparecimos.
Una y otra vez, bajo cualquier piedra, la foto y sus derivados. La constante aparición de un aparecido.
Contemplar entonces todas estas mutaciones a partir de una foto –cuarenta años después del big bang del final y cuarenta y siete años después del big click del principio– como si se tratara de objetos y de vistas oníricas elaboradas con la materia líquida de lo que parece real pero no lo es del todo, aunque los sueños tengan materia y sustancia. La materia y la sustancia de ciertas quimeras.
Y así, en alguna parte, mientras tanto y hasta entonces –diga lo que diga Fidel Castro, quien nunca gozó ni gozará de una inoxidable foto así, quien ha cometido el error de durar demasiado, por lo que su cadáver no será apuesto–, este modelo de hombre que ahora pertenece al pasado nos confía aquello que leí en un graffiti, sobre una pared de Rosario, Argentina, en el sitio exacto donde todo comenzó, y que me hizo sonreír: “Yo, en mi habitación, tengo un poster de todos ustedes. Firmado: El Che”.
De ser esto verdad, pobre hombre.
Este fragmento pertenece al texto para el catálogo de la exposición Che! Revolución y mercado –comisariada por Trisha Ziff–, que se inaugurará el próximo 24 de octubre en el Palacio de la Virreina, Barcelona, y permanecerá abierta al público hasta el 20 de enero de 2008.
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