Domingo, 14 de octubre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Desde la sanción de la Ley Sáenz Peña, en 1912, la democracia argentina ha tenido un actor de creciente participación en su ejercicio: el afiche de campaña. De aquellos carteles para leer con detenimiento que incluían las plataformas partidarias, a las actuales gigantografías con leyendas que podrían aplicarse a cualquier otro candidato, pasando por la época de oro del slogan ingenioso o injurioso, el libro Quiera el pueblo votar (Editorial del Nuevo Extremo) recopila, en un trabajo de investigación notable, un siglo de imágenes de campañas políticas, puntuadas por sus oscuros interregnos militares.
Por Hugo Salas
Fotografías, diarios, boletas electorales, extraños souvenirs (desde los prendedores de los años ’30 hasta un ignoto muñequito plástico de De la Rúa), afiches, nombres, slogans, consignas; materiales con que se construye uno de los niveles fundamentales de la vida política en democracia: el proselitismo. Quiera el pueblo votar. Imágenes de un siglo de campañas políticas, de Editorial del Nuevo Extremo, desnuda su intención en el título: compendiar de un modo obsesivo, apasionado, incansable, distintas efigies que condensan e irradian lo acontecido en nuestro país desde la promulgación de la Ley Sáenz Peña (1912) en adelante.
El libro, de una calidad de reproducción desusada para este tipo de publicaciones, es resultado de un arduo trabajo en equipo. Durante dos años, Marcela López –licenciada en Comunicación social especializada en la relación entre imagen e historia– y Gabriela Kogan –diseñadora que supo intervenir activamente en comunicación política– idearon, imaginaron, pergeñaron y organizaron estas 352 páginas abiertas a la mirada y al asombro. “El puntapié inicial –recuerda Marcela López– lo dio Miguel Lambré, nuestro editor, al advertir la falta de pasión que caracterizaba las campañas legislativas de 2005, casi como un reflejo de la gran decepción de la ciudadanía con la clase política. Nos pareció interesante reconstruir ‘cómo era antes’, ir a buscar directamente esas huellas que nos hacían pensar que en otro tiempo todo era distinto a este presente, percibido como un momento de excepción.”
El problema, desde luego, fue no sólo hacerse del material sino también organizarlo, como recuerda su diseñadora: “Fue bastante complejo encontrar una forma. Como íbamos reuniendo el material de a poco, a duras penas a veces, el libro se iba construyendo paso a paso. En algún momento evaluamos una organización temática (armar un capítulo de calle, otro de boletas, otro de afiches y así sucesivamente), por ejemplo, pero como no apuntábamos únicamente a un público de especialistas, nos pareció más claro respetar un bastidor cronológico, dentro del cual fuéramos imprimiendo distintos ritmos. Así, en cada sección hay fotos de calle, afiches, boletas, que para nosotros funcionaron a modo de ‘subcapítulos’ obligados”.
“Otra cuestión a decidir fue el corte –intercede Marcela López–, hasta dónde llegar, pero eso también lo dictó el material. A medida que avanzábamos, resultó claro que había muchos escenarios que tenían que ver con el espacio público, con la participación en la calle, y eso en alguna medida dictó el cierre en 2001, como instante de quiebre de ese sistema en que el político se acercaba a la gente para seducirla. Después de eso sólo se incluye un breve epílogo acerca de la transición 2001-2003, pero a través de un recorrido por tapas de diarios.”
La sucesión tiene, sin embargo, otros cortes, cortes profundos en que la sucesión de imágenes se interrumpe para dar lugar a una doble página en negro, en la que sólo cabe un breve texto: la duración de un determinado período militar y el nombre de sus caras visibles. “De algún modo –reflexiona Gabriela Kogan–, esos cortes van más allá del obvio quiebre institucional, en tanto ese ‘agujero negro’ que generan en el espacio del libro también lo han generado a nivel documental a lo largo de la historia. Por otra parte, en términos gráficos, el negro produce un descanso, un punto de inflexión. Yo he trabajado mucho con gente que organiza museos, y en los museos donde se tratan temas fuertes, el Museo del Holocausto en Washington, por ejemplo, siempre se procura establecer momentos de descanso entre un tema y otro, porque no hay persona que pueda procesar tantos saltos.” Su socia en el emprendimiento es categórica: “Las imágenes pueden ser más o menos alegres, violentas o intensas, pero son imágenes. El negro es incontestable, es la nada. Por otra parte, el libro trabaja sobre todo el tema del proselitismo, de las campañas, no de la comunicación de gobierno, que es el único tipo de piezas que produjeron los militares. Sólo incluimos comunicación gubernamental de la etapa peronista, pero porque era realmente muy rica para pensar los procesos electorales inmediatos”.
Más allá de su ordenamiento, Quiera el pueblo votar invita al ejercicio del capricho, a establecer distintas series sin seguir el orden establecido, como si fueran “figuritas” de álbumes improbables: la historia del radicalismo, del peronismo, de la izquierda argentina, de los slogans “gancheros” (de “Don Hipólito, un corte rasante” a “Mejor Bordón”, pasando por “Los caretas a la mierda, votemos a la izquierda”) e incluso de las ideas publicitarias desafortunadas. Un afiche del ’92, por ejemplo, aplica insensiblemente la consigna “La fuerza que falta” a la efigie adusta, serena y profundamente nostálgica, triste casi, de Jesús Rodríguez (de quien podrán ponderarse cualidades varias, de acuerdo, pero... ¡la fuerza!).
En eso tiene algo de libro de mesita ratona (o libro de coffee table, como hace tiempo denominan los anglosajones a estos suntuosos libros de reproducciones, sean de pinturas, fotografías o dibujos), pero al mismo tiempo, por la potencia histórica de sus imágenes, vulnera el principio mismo de los volúmenes de marras. “Es un poco el desafío que tomamos con la editorial –reconoce Gabriela Kogan–, producir libros que se ‘disfracen’ de coffee tables. De hecho, el formato es el de un coffee table, porque es un libro amigable, que despierta el interés, etc., pero la gran diferencia es que este libro no tiene esa absoluta falta de compromiso con el tema que reduce todo a la decoración, a lo bonito y a lo pintoresco. No es como esos libros de Buenos Aires, por ejemplo, de fotógrafos con cierto renombre que no te cuentan la ciudad, que sólo reproducen una imagen de postal. Ahora bien, nosotros aprovechamos ese formato para preservar toda una serie de imágenes que de otro modo se perderían.”
Marcela López asiente: “De hecho, sobre este tema hay una cantidad enorme de bibliografía, de todo nivel y profundidad, pero como descubrimos a lo largo del trabajo, no es igualmente fácil hacerse de documentación gráfica. Y es lamentable, porque las fotos te ofrecen muchos niveles de lectura, te permiten ver muchas cosas más allá de los intereses coyunturales, ya sea la moda, la época (por mencionar los más banales) o las intrigas y manejos de los actores políticos de su momento. En particular, cuando hablamos de fotografía, donde no existen las imágenes inocentes, y todas hablan de un punto de vista, un determinado sector social representado (y otro no), un actor social específico... un recorte determinado del universo social”.
En verdad, el trabajo de investigación llevó a las dos autoras a encontrar un fuerte vacío en lo que hace a la preservación y el mantenimiento de las fuentes. Amén de no haber un espacio oficial o museístico que sistematice y proteja el material, ni siquiera los partidos políticos tradicionales cuentan con archivos abiertos al público, que exhiban el material. Gabriela Kogan apunta: “En un momento llamé a la Junta Electoral y al Ministerio de Justicia, y les preguntaba directamente dónde está el archivo oficial de boletas electorales. ‘¿Lo qué?’, era la respuesta. No hay, y a mí me parece gravísimo. Lo peor de todo es que deben estar por ahí, debe haber un punto ciego, pero como no está sistematizado, como no tiene lugar en el sentido más amplio de la palabra, ni siquiera deben saber que lo tienen”.
Así, a una primera inmersión en el Departamento de Documentos Fotográficos del Archivo General de la Nación (ese gran lugar donde la desidia cree que está “todo”, desentendiéndose el resto de las agencias gubernamentales de las tareas de preservación y aumento del patrimonio) y en la Hemeroteca del Congreso, siguió un paciente recorrido por espacios partidarios y afines: la Biblioteca, el Archivo Histórico y Centro de Documentación de la UCR, el Instituto Nacional Juan Domingo Perón y el Cedini, Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina. También debió buscarse en el archivo de distintas agencias publicitarias y en las infalibles colecciones particulares. Aun así, resultó imposible ubicar algunas imágenes paradigmáticas, vacío que las autoras decidieron recomponer recurriendo a material videográfico (las legendarias entregas de La república perdida), directamente fotografiado de la pantalla de televisión.
A diferencia de las imágenes y los afiches que eran desafortunados en su momento, hay otros a los que el paso del tiempo, y el accionar de sus referentes, ha vuelto involuntariamente irónicos, sorpresivos, nostálgicos o incluso trágicos. Dejan al descubierto, también, el caótico reordenamiento del mapa político después de 2001, acomodamiento que en su mayoría debió más a las negociaciones de poder que a las convicciones ideológicas.
“Algo que a mí me da pena del libro –confiesa su diseñadora–, es que te permite ver el nacimiento, el punto más alto y el ocaso de los terceros partidos políticos, que aparecen siempre como una luz de esperanza. El ejemplo puntual sería este afiche del Frepaso en que aparecen La Porta, Fernández Meijide e Ibarra. Yo me acuerdo del momento en que salió... esa cuestión física, incluso. Porque en todos los demás afiches puede verse el candidato adusto, mientras que esta foto se nota, y se notaba en aquel momento, que no fue posada, fue algo que salió durante la sesión, entre las fotos de campaña, y finalmente se utilizó porque expresaba la alegría del momento, las ganas...” “Sí –afirma Marcela López–, sobre todo comunicar que era posible otra forma de hacer política, ésa era la idea. Hoy resulta tragicómico.”
Cambia, todo cambia, en efecto, como cambian también los modos de hacer proselitismo en los últimos años. “La primera gran diferencia –señala Marcela López– es que la campaña ya no pasa por la calle sino que está en los grandes medios de comunicación.” Gabriela Kogan asiente: “Quizá por eso no hay tanto papel, hoy el papel no vale nada, mucho menos la pintada. Y otra cuestión es el texto. Hay una foto, en el libro, que es muy curiosa, porque muestra a un grupo de personas de pie, leyendo un cartel. Y cuando ves las piezas de aquella época, advertís que siempre traían, de alguna manera, parte de la plataforma o las banderas del grupo al que representaban. El afiche de hoy no está pensado para que la gente lea: la tipografía es enorme, no hay texto, ni siquiera hay referencia partidaria. Sólo un slogan que podría ser de cualquier otro candidato. De hecho, es casi como si el propio afiche no importara, como si sólo importara que esté como golpe de efecto; una foto mala, recortada con photoshop a las apuradas, como si a las ocho de la noche a alguien se le hubiese ocurrido que al otro día eso tiene que estar ahí, en la calle”.
Una curiosa coincidencia parece darles la razón: la que puede construirse entre los afiches de Menem 1989, la Alianza 1999 y Duhalde 1999. En ninguno de los tres aparece, a diferencia de lo que ocurría antaño, una identificación partidaria, ni siquiera ideológica. Lo único que tienen como símbolo lo comparten las tres: la banderita argentina incorporada a la tipografía del nombre. El vaciamiento de toda identidad, como tantas otras cosas, también parece haber sido invención del riojano.
“Ocurre –retoma Marcela López– que hoy la campaña pasa por la televisión, las radios y los diarios, donde tienen un protagonismo muy fuerte las consultoras. De hecho, ya ni los actos importan en sí mismos, es como si por más gente que llevaran el acto no fuera otra cosa que una gran puesta en escena para los medios, donde sólo existe una única herramienta de validación política: la encuesta, que tiene una incidencia inexplicable en la opinión pública. Es como un mecanismo de retroalimentación constante, donde los electores reaccionan a favor o en contra de la encuesta, pero nunca en función de los planteos de los candidatos, porque esos planteos prácticamente no existen.”
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