DEBATES > LA LEY DE CUIDADOS PALIATIVOS Y EL DEBATE SOBRE EL BUEN MORIR
Temas como la eutanasia, el suicidio asistido y la obstinación terapéutica durante la agonía se han empecinado en devolver la muerte –un tema tabú y obstinadamente oculto en nuestra sociedad– al centro del debate. Tanto, que se ha convertido en tema central del pensamiento, la legislación y el arte. Ahora, dos noticias en apariencia disímiles dan prueba de la necesidad de pensar sobre la muerte. Por un lado, la aprobación de un proyecto de ley para que existan redes de cuidados paliativos en todos los hospitales municipales de la ciudad. Por el otro, la publicación, por primera vez en castellano, de Piensa la muerte, el último libro de Tomás Moro, que plantea la necesidad de asumir la propia finitud para vivir mejor. Ambos, sirven como partida para una recorrida por las diferentes caras de la muerte que enfrentamos hoy.
› Por Soledad Barruti y Violeta Gorodischer
Entre el 1 y 2 de noviembre será Día de Muertos, fechas que enmarcan una serie de celebraciones que fueron amuchándose por corrimientos funcionales a la historia con sus conquistas y evangelizaciones, pero que perduraron con cincelados particulares. Día de los Difuntos, Día de los Muertos, Día de Angelsomos, Día de todos los Santos, Día de San la Muerte... Si hace menos de 40 años era en nuestras ciudades visita obligada al cementerio, hoy es tal vez liturgia silenciosa y particular de algún que otro creyente. “Entre el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX la celebración del día de los muertos, incorporada del catolicismo, era siempre concurrida. En la ciudad, por ejemplo, prohibían la circulación de transportes por las inmediaciones del cementerio de Chacarita para facilitar el desplazamiento de la gente y en el cementerio de Recoleta muchos visitantes iban a las bóvedas y se quedaban varias horas rezando y adorando las sepulturas de ese camposanto”, cuentan Cristina y Mercedes Falcón, directoras de la revista Adiós (www.revistaadios.com, proyecto digital para publicar ensayos sobre temas relacionados con la muerte), presidenta y vicepresidenta de la Red Argentina de Valoración y Gestión Patrimonial de Cementerios. “Es que –aparte del distanciamiento propio de la época producido, entre otros factores, a raíz de la tendencia a volver pública la sexualidad que comenzó a privatizar los acontecimientos relacionados con la muerte– en nuestro país hubo un quiebre muy marcado luego de la dictadura. En esa época la sociedad se sumió en un estado de miedo y dolor produciendo una ruptura en la vida comunitaria. Así, si bien en los cementerios aumentan las visitas en esos días, hay quienes no recuerdan el día de muertos y ya no se puede hablar de un movimiento comunitario sino de prácticas individuales”.
Las celebraciones en nuestra sociedad para conmemorar esas fechas, entonces, estarán a la sombra de la mirada urbana (donde a lo sumo habrá quien disfrute de la importación mexicana al ritmo de una bachata, un concurso de calaveritas o una pispeada al altar dedicado a Berni y Rivera que montó la Embajada de México en el Museo Fernández Blanco) mientras en Corrientes, por ejemplo, estará el día del Angelsomos, cuando los niños muertos volverán a visitar a sus padres obligando a los niños vivos a celebrarlos caminando por las calles campanita y ramito de flores en mano. O en esa misma provincia y en Chaco, Misiones y Formosa, los devotos se unirán con ánimo de baile y comilona a rendirle culto a San la Muerte, esqueleto guaraní también conocido como el Señor de la Buena Muerte que, sin hacer diferencias sociales y guadaña en mano, es solícito hacia todos aquellos que piden su ayuda en cuestiones de amor, dinero y búsqueda de cosas perdidas. Un poco de religión y receptividad popular conviviendo con algún que otro show pintoresco, hará evidente lo que quedó de esos masivos ritos cargados de espiritualidad que recuerdan que hubo un tiempo en que se vivía una conexión familiar con la idea de finitud. “La sensibilidad respecto de los cementerios y los muertos se ha embotado, principalmente en los medios intelectuales, que constituyen hoy una suerte de clase poderosa. Aunque en retirada, la religión de los muertos aún permanece, por sobre todo en los medios populares y en las clases medias no demasiado intelectualizadas. Aún se gasta dinero en panteones y monumentos funerarios. Las visitas siguen siendo frecuentes, y las tumbas continúan cubiertas de flores. El culto a los muertos no conserva hoy el carácter paroxístico del siglo XIX y comienzos del XX hasta después de la guerra de 1914. Se estabilizó, se enfrió, se aquietó”, dispara el historiador francés Philipe Ariès en Morir en Occidente (Ed. Adriana Hidalgo), quizá la recopilación más completa de la historia de nuestras sociedades con respecto a la muerte. ¿Podría establecerse una relación entre estas palabras y el alejamiento gradual de la propia idea de muerte que fue creciendo en nosotros en el último siglo? ¿Tendrá que ver con la fuerza de una negación que paradójicamente corre a la par de guerras y de atentados, de genocidios silenciosos, de accidentes y asesinatos violentos, de enfermedades que siguen diezmando, incurables?
No parece ser la muerte como tema posible de reflexión sino un encantamiento necrófilo lo que ocupa espacio continuo en los medios. De la mano de la tecnología y los nuevos sistemas de comunicación, por ejemplo, fueron apareciendo en los últimos años nuevos ritos funerarios que –al igual que en el resto del mundo– circularon a nivel local por cuanto medio gráfico quisiera levantarlos. La empresa norteamericana Celestis (www.celestis.com, que ya tiene representantes en México y Argentina: Benito Flores y Xavier Mitjans, respectivamente) se hizo conocida por ofrecer la posibilidad de enviar cenizas en un cohete hasta la órbita de la Tierra, la Luna o el espacio profundo. También está Eternal Reefs (www.eternalreefs.com), donde funden las cenizas con cemento para enterrarlas en arrecifes de coral bajo el mar, o los que fabrican diamantes con cenizas de muertos que luego se llevan en anillos, aros y colgantes (Algordanza, www.algordanza.com, o Life Gems, www.lifegems.com, son algunas firmas representantes). El Museo Memorial Art de Estados Unidos, por su parte, ofrece la posibilidad de hacer cuadros pintados con cenizas de los seres queridos, y esto es tan sólo un recorte de la amplia gama de nuevas ofertas en el floreciente mercado de la muerte. Redefinida como objeto de consumo, su sello distintivo parece ser la extravagancia. O más bien, la negación del cuerpo. ¿Se honra acaso a los muertos negándoles el status de muertos? Devenir en, para olvidar el estadio previo. Sin ir más lejos, hasta finales de octubre permanece abierta en el Shopping Abasto la muestra Bodies auspiciada por la Fundación Favaloro. Calificada de “polémica” por exhibir cuerpos de cadáveres humanos, la cantidad de público a nivel local superó las expectativas. ¿Arte? ¿Morbo? ¿Curiosidad? Uno de los voceros de la Fundación, Eduardo Raimondi, sostuvo el día de la inauguración: “Esta exposición tiende un diálogo sobre la muerte. Es oportuna para desacralizarla. Y a su vez muestra lo bello que el cuerpo humano es por dentro.” Ocurre que los cuerpos “donados” por las personas fallecidas fueron conservados mediante un método denominado “preservación con polímero” y adquiriendo un aspecto de maniquí que sin dudas justifica el que hayan sido rebautizados como “especímenes” sin rastros de haber tenido identidad previa, remiten más a una clase de anatomía que a una aproximación real a la idea de finitud. Entonces, si por un lado la muerte empieza a incorporarse a lo cotidiano para dejar de ser un tabú, por el otro el cuestionamiento se cae de maduro: ¿de qué tipo de aproximación estamos hablando? Bien podría pensarse que todo esto no es más que una misma negación funcionando bajo otros reveses. ¿O acaso se trate de límites que la sociedad pone para hacer de la muerte algo tolerable? Tal vez sea significativo el éxito de una serie como Six Feet Under, donde la trama se centra en una familia dueña de una funeraria y la dinámica narrativa ordena que en cada episodio alguien debe morir. Animándose a abordar este tema en Los Angeles, “la capital mundial de la negación de la muerte”, el director y productor Alan Ball se enfrentó a todos aquellos que desconfiaban del margen de tolerancia de los espectadores. Y no se equivocó: la buena respuesta del público durante las cinco temporadas, parece trascender el morbo previsible para devenir interés en el tema. En Argentina, mientras tanto, las parcelas en Jardín de Paz o Parque Memorial ya se venden por Internet en Mercado Libre (“ubicación central en sector T, capacidad en tres niveles, sin uso, sin deudas, disponibilidad inmediata, excelente acceso desde entrada y capilla, todo a perpetuidad”) y hasta en el mismo Cementerio de la Recoleta surgió un pequeño mercado paralelo donde se subalquilan nichos que hace tiempo dejaron de ser mantenidos para pertenecer y mantener las apariencias, incluso, durante la muerte.
Pero hay otras cosas tal vez más reales que se le ocurren a la gente en el vastísimo universo del best selling. Tal es el caso del budista norteamericano Stephen Levin, que desarrolló programas basados en diferentes meditaciones para lograr una resignificación y consiguiente aceptación de la muerte. Primero difundido como terapia alternativa para personas murientes, Levin siguió avanzando o profundizando en el tema hasta plantear un ejercicio bastante revolucionario. A year to live (traducido al español como Un año para vivir) se llama el libro en el que pone al alcance de sus lectores las herramientas necesarias para vivir un año como si se estuvieran muriendo y, de ese modo, resolver la negación sobre el tema. Saldar cuentas pendientes, volver a lo esencial y acercarnos a nosotros mismos con nuestras propias verdades, son algunos de los resultados que aseguran llegar a obtener quienes lo practicaron. Con seguidores en todo el mundo, sus difusores en Argentina suelen reunirse y organizan cursos para acompañar a los interesados en ese proceso. Algo parecido, aunque arraigado en una reflexión sin límites temporales, se planteó Tomás Moro allá por 1557 en su libro Piensa la muerte (Ediciones La Cristiandad), traducido este año por primera vez al español y de reciente aparición en las librerías porteñas. Una obra ambiciosa e inconclusa a la que Moro dedicó sus últimos años de vida. Se trata del arte de vivir a través de la reflexión diaria de la propia muerte como único camino para no caer en las trampas de los siete pecados capitales. Porque así como el dolor espiritual de los tiempos que corren es angustia indefinible, en la sociedad medieval y cortesana a la que Moro pertenecía estaba bien materializada en la posible desgracia de perder el Cielo. Piensa la muerte parte de una introducción en donde plantea que las palabras del libro “dan una medicina segura (si no nos olvidamos de tomarla) por la que nos mantendremos libres de enfermedad, no de la del cuerpo, pues ni la mejor salud puede mantenernos libres de la muerte (...) sino de las del alma que, preservada aquí de la enfermedad del pecado, vivirá eternamente la alegría y será preservada de la vida mortal del dolor eterno”. Una medicina que “sirve para todos (...) y es segura sin duda alguna”. En particular sintonía con Levin, la similitud en las perspectivas resulta notable: ¿el filósofo de ayer conviviendo con el best seller de hoy? Como destaca en la introducción el historiador Alvaro Silva, traductor de Moro, el texto podría ubicarse en las librerías “tanto en la sección de pensamiento moral clásico como en la de los populares self-help books que desean hacer más plena la existencia”. Entrevistado por Radar, recalca esa idea: “Es que en la modernidad tendemos a poner un velo sobre la muerte, como si no existiera. Pero saber que el día se acaba a tal hora siempre es ayuda para aprovechar mejor la luz. Entonces, es cierto que imaginar la propia muerte puede llevar a cambios de conducta de gran consecuencia para uno mismo y para los demás. Además, la filosofía moderna parece tener miedo a la muerte porque nos asalta con preguntas que la ciencia no responde de ninguna manera y que se refieren al mismo sentido de la vida, o a la posibilidad de la trascendencia. La muerte encierra un misterio y acaso encierra la clave de la vida”.
Si, como dice Silva, estamos en un siglo donde “creencias religiosas como el juicio final de Dios han dejado de tener fuerza vital y no asustan a nadie”, la cercanía con la muerte, el verle la cara todos los días, acaso resulte un camino directo para enfrentarla. Eso, o algo parecido, sugieren quienes trabajan en el área de Cuidados Paliativos de algunos de los hospitales de Buenos Aires: equipos de profesionales formados bajo diversas técnicas que se ocupan de atender “enfermedades limitantes o amenazantes para la vida”. Bajo la premisa de aliviar el dolor (físico, mental o espiritual), los llamados CP resignifican la idea misma de muerte acompañando a la gente en ese proceso. Así, se afirma la vida y el morir se concibe como un tránsito natural, sin intentar acelerarlo ni posponerlo. A poco de celebrado el Día Internacional de los Cuidados Paliativos (el pasado 8 de octubre), la Defensoría del Pueblo acaba de aprobar un proyecto de ley que marcará un antes y un después en el terreno de la medicina local: la creación de redes de cuidados paliativos en todos los hospitales municipales de Buenos Aires. Movimiento que nació en los ‘60 por iniciativa de particulares a través de los Hospice (hogares que en un principio eran de órdenes religiosas pero que fueron secularizándose) las bases de los cuidados paliativos fueron luego captadas por médicos que a la sombra de la “gran institución hospitalaria” se empeñaban en priorizar la relación humana a la tecnológica frente a los pacientes que estaban por morir.
Llegados a Argentina en 1985 con el inicio de la Fundación Prager Bild, los CP lograron extenderse de a poco y actualmente tienen equipos en los hospitales como el Garrahan, Tornú, Udaondo, Clínicas, Instituto Roffo, LALCEC, Marie Curie, Durand, Gutiérrez, Posadas, Argerich, Churruca, Pirovano, Piñeiro, Alvarez, Elizalde, Fernández, Penna, Ramos Mejía y Santojani, entre otros. Pero es recién ahora, con la aprobación del proyecto de ley (próximo a presentarse a la Legislatura), cuando por primera vez se les da el aval institucional necesario para que existan en el sistema de salud, para que haya un espacio en la estructura hospitalaria de reconocimiento y terminen de extenderse cobrando relevancia para el común de la sociedad. ¿No podría pensarse que el mismo lugar en el que empezó a negarse la muerte está cobijando un camino lento pero seguro hacia una nueva forma de aceptación?
Cuentan que cuando Susan Sontag, enferma de cáncer por tercera vez luego de que fallara el trasplante de médula ósea se enteró de su suerte, empezó a gritar desesperada: “Pero entonces significa que moriré!”. La dama que hizo frente implacable a todos los fantasmas que connotaba el cáncer, flaqueó ante la proximidad de la muerte. Porque el paradigma de nuestros días ordena eso, estremecerse ante la sola idea de la propia finitud. Desde el seno mismo de la medicina contemporánea, la muerte empezó a leerse como sinónimo de fracaso: a partir del siglo XIX el médico fue cambiando su rol de acompañante del moribundo para pasar a ser acompañante de la familia del muriente. Negándole información con el objeto de preservarlo, sacándolo de su casa para intentar una cura en los hospitales. Así las personas fueron entregándose a ese nuevo poder científico cuya premisa era sumar más días a la vida olvidando en muchos casos la calidad que se le daba a los días que quedaban por vivir. Y el cuerpo enfermo fue volviéndose el campo de batalla de una guerra donde la muerte era la derrota y cada hora ganada, un triunfo. “El paradigma del siglo XX sigue siendo ése”, plantea el doctor Hernán García, médico pediatra del área de cuidados paliativos del hospital Garrahan. “Si descubrimos el genoma humano y alguien puede mantenerse respirando durante tanto tiempo, a la muerte hay que escamotearla. Eso aporta a que en el imaginario colectivo esté esa idea de ¿cómo hoy no se puede curar el cáncer o el sida? ¿Cómo un chico se puede morir? Pero cuando uno se acerca más se da cuenta de que hay pocas cosas de las que uno se puede curar”.
Ahora bien; cuando la muerte es vista como un proceso normal, todo cambia. La despedida deviene camino transitable. La escucha aparece como opción posible. Quienes van a morir y sus familiares se animan a hablar, a nombrar, a hacer todas las preguntas que necesiten. “Tal vez no todos experimenten lo mismo, pero hay que cuidar ese momento, tanto para el que se va como para los que se quedan, porque eso persiste en la memoria los que se quedan. Y no se le da la importancia ni los recursos que deberían darse. Por ahí se gastan un montón de recursos en prolongar innecesariamente una vida, darle más días pero sin calidad. Eso es la obstinación terapéutica”, explica Eulalia Lascar, jefa del servicio de cuidados paliativos del hospital Gutiérrez que empezó a trabajar aquí en el año ‘90 por pedido de la oncóloga Blanca Diez, quien no quería que los chicos enfermos de cáncer sintieran dolor. Pero la demanda fue aumentando cada vez más, con pacientes de todo tipo, y eso derivó en la gestación de un proyecto de cuidados paliativos en general (no sólo en oncología) allá por el año ‘96. “Así fue como hicimos esto, un pediatra me prestó una salita porque no teníamos ni siquiera un lugar para atender, la mayoría de las cosas las fuimos haciendo con donaciones de familiares de pacientes, que habían quedado muy agradecidos”, explica Eulalia. En el plazo de diez años, algo parece haber cambiado desde esa situación inicial a la próxima instalación de redes en todos los hospitales municipales. Aunque aún faltan muchas cosas, la idea de los CP fue haciendo mella, de a poquito, a conciencia. Knock out a la corriente de la medicina todopoderosa para la cual la muerte de un paciente es casi inadmisible, aquí la muerte se acepta, con todo lo que conlleva. Incorporando el sufrimiento y la pérdida. Pero también con la posibilidad de entenderla, transitarla sin dolor físico, asumiendo que tarde o temprano a todos nos va a llegar el momento. “Yo le perdí el miedo, o casi todo el miedo. Tengo más familiaridad con el tema, no me asusta. Todos los que trabajamos en paliativos, todas las personas en verdad, tienen que pensar que también va a ser lo propio: terminales somos todos, antes o después. Cuesta, pero hay un momento en que uno tiene que asumirlo”, asegura Lascar. El nacimiento y la muerte concebidos como extremos, con igual grado de importancia: revolución silenciosa dentro del campo de la medicina, acaso germen de un nuevo tipo de mirada. Otro alivio que brindan estos médicos en medio del vacío de discurso o –lo que parece aún peor– del discurso vacío. Intentar una reconciliación esencial con la vida a partir de una reconciliación espiritual con la muerte, extirpando de cuajo la negación radical, podría finalmente generar un cambio. En boca del mismísimo Moro: “de la misma manera que en medicina es especialmente necesario conocer dónde y en qué lugar del cuerpo está la fuente del dolor (...) así también ocurre con las heridas del alma: si descubrimos la raíz y la arrancamos podemos estar muy seguros de que las ramas desaparecerán”.
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