Desde 2004 la artista plástica Catalina León trabaja dándole forma a un proyecto de investigación cuya finalidad es la de tener un cementerio propio. Pensado sobre todo para aquellas personas que no adhieren a un culto particular y no se sientan representadas por las “ofertas del momento”, la idea es que los individuos puedan plasmar su idea de tumba o recordatorio. Lejos de la pretensión estética de decorar la muerte para seguir negándola, la ganadora del premio Petrobras en la última edición de Arteba, busca generar un espacio de diálogo y reflexión. De sinceramiento e intimidad. Su interés por la temática la llevó a desempeñarse como voluntaria en el cuidado de enfermos terminales en el Hospice San Camilo sumándole una perspectiva de vida al hecho de tener un cementerio. También en los últimos tres años viajó a México para interiorizarse en la festividad del Día de Todos los Muertos, participó del Congreso de Cementerios Patrimoniales y Arte Fúnebre Iberoamericano dirigido por la arquitecta Catalina Velásquez Parra y actualmente continúa investigando y, como parte de ello, estudia en la Fundación Vocación Humana a cargo del Doctor en Filosofía Bernardo Nante. Entrevistada por Radar, León explica su proyecto y reflexiona sobre el tema.
› Por Catalina Leon
“Vamos a morir. Y el pensarlo o no, no va adelantar o demorar nuestra muerte. A veces tenemos la ilusión supersticiosa de que no hablando de la muerte logramos mantenerla lejos y no sólo es muy poco probable que así sea, si no que además eso termina trasformándose en una fantasía en nuestra vida diaria.
Un día nuestro cuerpo que hoy respira y abraza va a dejar de hacerlo. Y posiblemente antes de que esto suceda pasemos por la experiencia de la muerte de un ser querido. Pensar la muerte sin duda puede llenarnos de temor y angustia. También es probable que lo que sintamos dependa de nuestro sistema de creencias. Pero no es un pensar sofocante al que me estoy refiriendo, o el que trato de evocar cuando hablo de la muerte, o cuando pienso en mi propia muerte. Es más bien una suerte de aceptación humilde. De un pensar que, más allá de la tristeza, puede abrirnos las puertas hacia un sentido más profundo acerca de nuestra vida y de cómo la estamos viviendo.
Y luego, enterramos a nuestros muertos. Tenemos esa necesidad y eso es algo que nos constituye. Necesitamos rituales que nos ordenen, que nos permitan asimilar lo que no comprendemos y que, sin explicarnos ni quitarle el velo a lo misterioso, nos den una sensación de re-unión con algo trascendente. Podremos creer que es una necesidad de hombres primitivos, y entonces conformarnos con ritos acartonados, preestablecidos que a veces rozan el tedioso trámite burocrático. Pero una vez muertos, las personas que nos quieren y nos lloran van a enterrarnos o cremarnos no sólo por una cuestión sanitaria, sino también por una innegable necesidad espiritual. Y tal vez sea una contribución ínfima, pero contribución al fin, el hecho de que se reestablezca una relación entre quienes fuimos y cómo somos despedidos. Sé que esto de ninguna manera va a aminorar el dolor que sentimos. Pero tal vez nos brinde la posibilidad de asimilar y resignificar la pérdida.
En la actualidad los cementerios y funerarias oscilan entre una cancha de golf o una entrada de edificio semiabandonado. En otros casos, un poco más lujosos, se acerca bastante a la estética de una casa de venta de muebles. Supongo que en parte esta similitud sugiere que el dolor ajeno es también un gran negocio. Hecho que resulta bastante poco feliz. Desde ya que es correcto que sea redituable y digno de ser reconocido como cualquier trabajo.
Entonces yo imagino mi cementerio como un alto en la vorágine del mundo contemporáneo. Un espacio para recuperar otra concepción del tiempo. Un parque poblado de árboles y tumbas tan diversas y únicas como personas vaya a haber ahí enterradas. Y no puedo saber cómo serán estos recordatorios, ni los rituales que los acompañarán, porque la idea es que cada cual cree el propio con absoluta libertad. La idea es que también haya una pira crematoria y no un horno. Una carpintería, una huerta y una casa central que además de ocuparse de todo lo que implica un funeral, funcione de algún modo como centro de reuniones, un lugar de diálogo, contención e intercambio de ideas que no sólo tengan que ver con las muerte si no también con otras áreas de la vida, ya que la base del proyecto es ésa: la integración de la muerte como una parte fundamental de la vida. Sé que es un proyecto osado y probablemente me demore varios años concretarlo. Muchas veces mientras lo esbozo temo que se mal interprete y caiga en una forma vacía o como un detalle meramente decorativo. Pero a su vez mantengo el entusiasmo de pensar que tal vez generando un símbolo propio y elaborando nuestra propia muerte, con toda la profundidad y el compromiso que ello implica, podamos comenzar a tener una vida más consciente, más verdadera”.
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