Amo lo extraño
David Lynch vuelve con una película que ni sus fans más esperanzados se atrevieron a soñar. Más lyncheano que nunca, el Rey de lo Extraño parece haber conjurado la inquietante sexualidad de Blue Velvet, la extrañeza de Twin Peaks y la tenebrosa oscuridad de Carretera perdida para sumergirse en una trama hollywoodense, hitchockiana, detectivesca, lésbica, amnésica... y mucho más.
Por Stephen Dalton, de Uncut
Justo cuando creíamos que el Rey de lo Extraño nos había ofrecido su última muestra de magia antes de desaparecer en su propia bolsa de trucos, estrenó dos grandes películas seguidas. La primera fue Una historia sencilla (1999). Emocional y verídica, era una gema en clave menor, de eso no hay dudas, pero estaba también muy alejada de la intensidad à la Francis Bacon que atraviesa el trabajo más clásico de David Lynch. Por eso, Mulholland Drive es su verdadero retorno.
Bautizada con el mismo nombre que el legendario camino que surca las colinas de Hollywood, en parte sátira sobre el negocio del cine, en parte pesadilla de horror psíquico y en parte trama detectivesca, lésbica y amnésica, Mulholland Drive fue rescatada del naufragio de un programa de televisión cancelado por los mismos ejecutivos de la Disney que lo habían encargado, sin saber que al verlo se atragantarían con sus cafés descafeinados. Mucho más cercano al Lynch clásico de lo que cualquiera de nosotros hubiese siquiera deseado en la última década, la película hace gala de un contraste entre el sexo explícito y la inocencia virginal similar al de Blue Velvet, un tono sardónico parecido al de Twin Peaks y un sentido del humor enfermizo como el de Corazón salvaje. Y, de paso, le rinde homenaje a lo mejor del Hollywood noir, de Sunset Boulevard a L.A. al desnudo.
Mulholland Drive ha recaudado respetablemente en Estados Unidos y se ha ganado algunas de las mejores críticas que Lynch ha recibido en años. La Rolling Stone clamó que “para arrojo visionario, erotismo desfalleciente y colores que resaltan como el lápiz labial de una puta, no hay nada como esta película”. El Village Voice la consideró “la más poderosa película de Lynch desde Blue Velvet” y “la pieza de época sobre Los Angeles mejor tallada desde Chinatown, con la única diferencia que la época retratada es la nuestra”. Sin embargo, desde un punto de vista lógico, Mulholland Drive no tiene el menor sentido.
Como la mayoría de las películas de Lynch, es puro collage surrealista, concebida como una serie de ensoñaciones abstractas. Pero a diferencia de muchas de sus antecesoras, ésta mantiene su unidad con una suerte de atrapante lógica onírica que de algún modo desafía cualquier explicación consciente pero satisface al inconsciente. Que es, después de todo, el lugar donde nació.
“Lo primero fueron las palabras: Mulholland Drive”, explica Lynch. “Después me imaginé el cartel vial tal cual está al comienzo de la película. Me lo imaginé de noche; y después, luces de auto avanzando hacia él. Eso me hizo soñar. Y recién entonces me di cuenta de que la ruta aparece en tantas de mis películas, y que La Strada es una de mis películas favoritas. Una ruta, estuve pensando, es como una película avanzando hacia lo desconocido, y eso es lo atrapante para mí. Eso es el cine: las luces se apagan, las cortinas se abren, y ahí vamos, sin saber hacia dónde. Es una sensación hermosa.”
Lynch dice todo de un modo cómico, lento pero firme, como un jefe de boy scouts que explica pacientemente los pasos básicos para hacer un nudo. Nos encontramos en un salón forrado en plush con vista a Cannes, donde el director de 56 años es adorado como una deidad menor. De hecho, el estudio detrás de Mulholland Drive, tal como sucedió con Una historia sencilla, es francés. Pero así y todo, Lynch continúa filmando películas profundamente norteamericanas: como Carretera perdida, su sobrecocinado estreno de 1997, Mulholland Drive es, en parte, un homenaje a los mitos y los ambientes de Los Angeles.
“Me gusta sentir Los Angeles”, dice Lynch. “A veces, uno intuye la época de oro de Hollywood, o imagina cómo debe haber sido, sólo con un olor o un color en el aire. Amo Sunset Boulevard y todo lo que haya hecho Billy Wilder, como creo que lo aman casi todos los directores de cine. Me hace soñar. Sé que es sólo una parte de la historia, y que por aquellos años Holly- wood también era otra cosa, pero igual amo ese mundo.” Lynch lleva treinta años viviendo en Los Angeles, después de asistir a una escuela de arte en un triste suburbio de Filadelfia –período que inspiró el imaginario distópico de su debut, Eraserhead.
“Llegué a Los Angeles en 1970, directo desde Filadelfia, y no podía creer lo brillante que era esta ciudad”, recuerda. “Llegué en plena noche, a eso de la una de la mañana, y nunca vi tanta luz junta. Todavía hoy Los Angeles me da felicidad, y una sensación de profunda libertad creativa. Puede que haya cosas terribles en Los Angeles, pero yo me siento bien ahí por la luz. Lo fundamental para mí es la luz.”
Sin embargo, casi toda Mulholland Drive transcurre de noche, en rincones húmedos, rancios y podridos de la psique humana. En napas subterráneas a las que la luz del día nunca llega. En las catacumbas secretas del alma.
“Bueno –asiente Lynch–, a veces también oscurece.”
Mulholland Drive comenzó como un proyecto televisivo, un medio con el que Lynch mantiene una larga pero tormentosa relación. En 1992, su macabra telenovela Twin Peaks arrancó con 20 millones de tele-espectadores sólo en Estados Unidos, para terminar disolviéndose en sus propios vericuetos y, dos años después, en el impenetrable desprendimiento cinematográfico Fire Walk With Me. En 1992, y apenas al tercer capítulo, ABC sacó del aire On the Air, una sitcom retro que Lynch nunca terminó. Y al año siguiente, hasta los fans más acérrimos cambiaron de canal cuando se estrenó por cable el tríptico Hotel Room.
Así y todo, Lynch regresa a la pantalla chica. En 1998, le envió a ABC un bosquejo de su largamente gestada Mulholland Drive. Le encargaron un piloto de dos horas, con la posibilidad de expandirlo al formato serie. Pero la cadena de la Disney entró en pánico con los primeros 125 minutos.
Aparte de objetar los primeros planos de soretes de perro y animales cubiertos de hongos husmeando en la basura, ABC exigió extirpar 40 minutos sólo para respetar los tiempos televisivos. A regañadientes, Lynch reeditó el material, pero el resultado tenía todavía menos sentido. ABC empezó a barajar la idea de emitir la versión reeditada como una miniserie en dos partes, provocando la abierta hostilidad del director. Entrevistado por el New Yorker, Lynch se refirió a la versión reeditada como un “lamentable y triste accidente de tránsito”. Y agregó: “Espero que nadie lo vea. Creo que si hay extraterrestres en la Tierra, trabajan en televisión”.
Atrapados en esa impasse, en mayo de 1999 los exasperados ejecutivos de ABC dieron por perdidos los 7 millones de inversión y dieron de baja el proyecto, mientras Lynch enfilaba hacia Cannes con su triunfal Una historia sencilla.
“Nunca me llamaron, nunca me volvieron a dirigir la palabra”, protesta Lynch, con la inocencia de un boy scout engañado. “Ni siquiera me mandaron una postal con la foto de ellos moviendo la manito en señal de despedida. Nada. No tengo la menor idea de lo que pasó por sus cabezas.”
Pero, considerando su experiencia con la televisión y los riesgosos elementos de Mulholland Drive, ¿no era inevitable que hubiera malos entendidos?
“La televisión es una gran puesta para un gran malentendido”, admite. “Pero soy un adicto a poder continuar una historia, y eso es lo que me atrae como una polilla a la luz. Lo único que me interesa es poder continuar una historia. La televisión tiene mala imagen, mal sonido y la interrupción permanente de los comerciales; incluso creo que la programación les interesa menos que la publicidad. Eso lo sé desde Twin Peaks, pero soy un adicto a poder continuar una historia, y no puedo hacer nada al respecto.”
Dada la errática reputación de Lynch con el rating, quizás ABC haya tomado una decisión comercialmente correcta al desechar Mulholland Drive. Pero tras nueve meses, el proyecto fue resucitado por Alain Sarde y Pierre Edelman, los productores franceses de Una historia sencilla. Con el apoyo de Canal Plus, se consiguieron otros 7 millones de dólares adicionales, se reconstruyeron los sets, se recontrató a los actores y se filmaron nuevas escenas.
“Pensé que el proyecto estaba muerto, y me partía el corazón, porque veía un montón de ideas que amaba atrapadas en ese cuerpo inerte”, explica Lynch. “Pero al acercarme, lo sentí respirar, y atrás mío llegaron Alain y Pierre, y financiaron su transformación en película.”
Tras el pánico inicial, Lynch volvió a trabajar sobre buena parte de la historia. “Aparecieron muchísimas cosas nuevas, y de repente tuve la sensación de que recién entonces el proyecto empezaba a tomar la forma que estaba predestinado a tener”, dice. “Los surrealistas solían arrojar cosas al aire y dejar que el azar los llevara en una nueva dirección. En la vida, más de una vez, las cosas suceden así. Creo que la película siempre quiso ser como es ahora, pero debió engañarme para traerme hasta acá.”
Ah. Entonces, ¿la película tiene mente propia?
“Digamos que sí –asiente–. Es como una radio: una radio no debería ser responsable por la música que emite, sea buena o mala.”
Lynch adora estos semiacertijos, pero niega que exista una clave para decodificar y comprender las capas, los misterios y los cabos sueltos de Mulholland Drive. ¿No hay chistes privados? ¿Ni mensajes ocultos?
“No, no, no”, exclama, animado por primera vez en toda la conversación. “Eso sería algo horrible: decir que le estoy haciendo una broma a la gente. Yo me enamoro de ciertas ideas, y trato de traducirlas a medida que me llegan. Y creo que si yo me enamoro de ellas, y del modo en que calzan unas con otras, entonces otros sentirán lo mismo. Por eso es algo horrible pensar en manipular a una audiencia o hacerles una broma.”
En agosto del 2000, como un eco bizarro de la saga Mulholland, Lynch envió un proyecto al concurso Cowparade de Nueva York, sólo para que se lo rechazaran. Artistas y alumnos debían enviar un modelo de vaca para un proyecto de escultura pública. El modelo de Lynch era una vaca decapitada, con tenedores y cuchillos clavados en el lomo y empapada en líquido color sangre. “No entiendo por qué pretende shockearnos con esto”, declaró un miembro del jurado. “El señor Lynch debería dedicarse a su trabajo diurno: hacer películas.”
Pero resulta que shockear es su trabajo diurno. Este oscuro boy scout de Montana ha pasado los últimos veinte años husmeando en el incesto, el abuso de menores, el daño cerebral, la decapitación y la violencia más salvaje sin alejarse del cine mainstream.
“A veces se me ocurren cosas que hasta a mí me shockean”, explica. “Entonces trato de traducirlas y trasladarlas a la pantalla. Pero shockear al público sería la razón más superficial de por qué hago películas. Lo que shockea debe venir de los personajes y las situaciones, sino todo es como un mal chiste.”
Lynch ya está juntando ideas para su próxima película. Mientras, actualiza su página en Internet, diseña muebles y pinta. Ha sido un artista profundamente visual desde su adolescencia, con Edward Hopper y Francis Bacon como los dos polos de referencia más obvios. Dos nombres que tienen sentido: el cálido cronista norteamericano y el salvaje extremista europeo. ¿Y qué hay de su contemporáneo, el artista Damien Hirst? “Bueno, eso es un poco intelectual para mí”, dice. “Tengo la impresión de que la mayoría de las cosas –y no sólo del arte– se están convirtiendo en algo puramente mental, y yo amo los fenómenos orgánicos. Me gusta ver al Hombre y a la Naturaleza trabajando juntos. Por eso me gusta el fuego, el pegamento y, en especial, los accidentes que crean una tercera cosa. Muchas cosas nacen de accidentes, o de accidentes controlados, incluso cosas como la división del átomo.”
Tenía que decir algo así, por supuesto. Porque el Rey de lo Extraño ha controlado algunos de los accidentes más memorables del cine contemporáneo. De hecho, parece un accidente que todavía esté haciendo películas. Y sin embargo acá está, hablando como un boy scout. Brillante e inocente como una ceremonia religiosa. Y todavía metido hasta el cuello en el lado oscuro del mundo.