Dom 13.10.2002
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PERSONAJES

El botín de Caine

Ganó un Oscar con Woody Allen y se construyó una casa con Tiburón 4. En el camino, hizo comedias, thrillers y hasta cine de terror. Son tantas sus películas que no pasa una semana sin que aparezca en el cable a las dos de la mañana. Pero ahora su papel en Goldmember como padre de Austin Powers y sus quince minutos en Las últimas órdenes nos lo devuelven como lo que siempre fue: el anti-Bond por excelencia y el mosquetero proletario que, junto a Albert Finney y Peter O’Toole, revolucionó la actuación inglesa en la década del sesenta.

POR MARIANO KAIRUZ

Su nombre es Caine, Michael Caine, pero no trabaja para el Servicio Secreto de Su Majestad. Esto es, no obstante su nombramiento como caballero en Buckingham dos años atrás y la larga y estrecha amistad que lo une a Sean Connery y a Roger Moore. Como espía cinematográfico, Michael Caine supo convertirse en un auténtico renegado, un muy poco elegante cuestionador del poder y en todo un mercenario. Así ocurre en la saga de Harry Palmer, pero también en El cuarto protocolo (1987: libro de Frederic Forsyth, Guerra Fría y un joven Pierce Brosnan con aspiraciones de cero-cero-siete) y en Secretos de alto riesgo (1986), por nombrar un par de casos en los que Caine, Michael Caine, debió salvar al mundo mientras sorteaba los procedimientos más oscuros y los ambiciones más peligrosas de la cúpula burocrática de la Inteligencia británica.
Harry Palmer, el nada glamoroso espía creado por el novelista Len Deighton, retrata, además, algo de Caine que él mismo ha convertido en parte de su perfil oficial (en su autobiografía What’s it all about?, de 1992), relatando una y otra vez la historia de su origen proletario en el East End londinense. Palmer tuvo sus días de gloria y anteojos culo-de-botella en una trilogía compuesta por The Ipcress File, Funeral en Berlín y El cerebro del billón de dólares (1965/66/67). Luego regresó, a mediados de los noventa, en dos telefilms menos inspirados (Balas sobre Pekín y Medianoche en San Petersburgo), en los que Caine se reapropió del personaje como si nunca lo hubiera abandonado. Se suele definir a Palmer como el James Bond de la clase obrera; a Caine le gusta describirlo como “el detective que hace sus compras en el almacén”. Nada de chicas ni martinis ni vodkas batidos o revueltos ni automóviles supersónicos; puro “glamour de clase trabajadora”.
Las chicas y los tragos los consigue ahora, encarnando a esa suerte de sucesor de Palmer que es Nigel Powers, el desmelenado padre de Austin Powers en Goldmember, una de las dos películas que tienen a Caine en cartel en Buenos Aires actualmente (la otra es Las últimas órdenes: sólo 15 minutos en pantalla como el finado cuyas cenizas reúnen a un grupo de viejos amigos ingleses, muy ingleses: Bob Hoskins, David Hemmings y Helen Mirren). A los 69 años, con más de 100 películas en su haber e infinidad de personajes impregnados de conciencia social (y a veces estigmatizados), no es que necesite reafirmar su identidad ante nadie.
Pero ocurre que, en rigor, su nombre no es Michael Caine sino Maurice Joseph Micklewhite. Lo de Caine vendría más tarde, de una conocida película protagonizada por uno de sus ídolos (Bogart), un buque y un motín. Micklewhite es el que aparece en los créditos del relato de una familia (papá portero, mamá sirvienta) hacinada en una habitación diminuta sin luz ni baño; el de las evacuaciones durante la guerra y la deserción escolar a los 16; el de una vocación adquirida tempranamente –una de estrella cinematográfica, antes que de “intérprete”– y los comienzos en el club barrial. “Nunca tuve entrenamiento como actor”, suele aclarar Caine. “Es difícil de explicar por qué no fuiste a clases de arte dramático. En el lugar del que vengo, no conocíamos ese tipo de cosas.”
Autodefinido como un “un guerrero de la lucha de clases” (“he visto muchas inteligencias desperdiciadas por una discriminación que sigue siendo un cáncer en Gran Bretaña”), adjudica su salto a la fama en los sesenta al espíritu de la época, y la coincidencia que relacionó a un grupo de actores con la búsqueda de cierto “realismo sucio” en el cine inglés. “Hasta ese entonces –dice Caine–, las películas en Inglaterra eran sobre la clase media o la aristocracia. No había cine ni arte para la clase obrera. Pero empezaron a surgir un montón de kitchen sink playwrights (algo así como “guionistas de fregadero”), y yo surgí con ellos, al igual que todos los actores de extracción proletaria como Albert Finney o Peter O’Toole. Como jóvenes de clase obrera, teníamos que mirar hacia el cine norteamericano para ver a nuestra gente en la pantalla. Elcine inglés era totalmente burgués: todos hablaban con ese maldito acento que enseñaba la Real Academia de Arte Dramático, que engendró una generación entera de actores que pronunciaban sus líneas con una enorme papa en la boca.”
Eventualmente, Caine devino eso que los críticos solían llamar “actor de raza” (una categoría indefinida en la que se combinarían cierta versatilidad y una inclinación hacia artes de una supuesta “nobleza”, no “evasivas” como el cine), pero él supo despojarse de todo rasgo de aristocracia actoral. Incluso aunque Sir Laurence Olivier –probablemente el más Sir entre la estirpe de los sires–, con quien compartió cartel protagónico en dos films (El detective en 1972 y The Jigsaw Man en 1983), le prodigara los comentarios más elogiosos y se dignara a considerarlo un verdadero “par”. Caine se ha empeñado en decir cosas tales como: “Nunca he pensado que debía darle al mundo mi Hamlet; no necesito escarbar en lo profundo del pozo de la creatividad”. Sus motivaciones interpretativas habrían sido otras: “Mucho tiempo atrás, me miré al espejo y pensé: ‘Con esta cara, más te vale que aprendas a actuar’”.
Los setenta fueron una década de interpretaciones “de culto”: a la serie de Harry Palmer le siguieron Un trabajo en Italia (con Benny Hill y unas persecuciones muy europeas en MiniCooper) y Carter: asesino implacable, donde se adelantaba en treinta años a ese inglés iracundo que ajusta cuentas en Vengar la sangre, interpretado por Terence Stamp, amigo y compañero de departamento de Caine en los comienzos de sus carreras. En 1979 se instaló en Estados Unidos, supuestamente huyendo del Fisco de Su Majestad. Allí participó de algunos proyectos interesantes, tales como su divertida incursión en el género de terror (La mano, primer film de Oliver Stone), la comedia de estafadores Dos pícaros sinvergüenzas (con Steve Martin), el thriller perfecto de De Palma (Vestida para matar) y una suerte de American Psycho anterior y british en Golpe perfecto. Se le suele reprochar el haber sepultado un montón de buenas oportunidades en nombre del dinero, pero eso es algo que él mismo no parece tener ningún problema en admitir: “Nunca vi Tiburón 4: la venganza, pero estoy seguro de que es terrible. De todas maneras he visto la casa que me construyó y es fabulosa”. También fue la época de su experiencia Woody Allen (Hannah y sus hermanas), que le valió su primer Oscar, pero cuyo prestigio parece desdeñar: “Woody no es gracioso. Como la mayoría de los comediantes, nunca dice nada porque está muy ocupado escuchando lo que dicen los demás. Entonces sale corriendo, se esconde en el baño para anotarlo y después lo vende como un chiste por cien dólares”.
En los noventa, dijo: “Estoy en tantas películas que pasan por televisión a las 2 de la mañana que la gente piensa que ya me morí”. Es cierto que las distinciones oficiales no han sido muchas, pero parecen haber trazado un arco en su carrera: la primera de sus cinco nominaciones al Oscar fue en 1966, por su machista y mujeriego Alfie, quien sobre el final sufría un shock de conciencia antiabortista; la última hasta el momento se debió a su personaje en Las reglas de la vida, un médico de perfecto acento norteamericano, drogón y abortista. Pero quienes en los noventa creyeron que la carrera de Caine debió ser “salvada” por Las reglas... o su inescrupuloso cazatalentos Ray Say (en Pequeña voz), desdeñaron sin más a ese noir elemental, poco visto, que compartió con Jack Nicholson y el director Bob Rafelson: en Sangre y vino interpretó a un viejo y enfermo inglés decidido a asestarles un último golpe a esos “ricachones tacaños que guardan sus joyas millonarias en latas de galletitas”.
Ahora resta esperar su primer Graham Greene desde El cónsul honorario (1983), con El americano impasible, donde seguramente volverá a auto-reivindicarse como actor de cine: “La actuación en cine es conducta y reacción. En el teatro, uno sabe que el árbol es de cartón; en laspelículas es un árbol real, y por lo tanto hay que ser una persona real. La gente piensa que eso es fácil, y dicen que uno simplemente se interpreta a sí mismo. Con 67 tipos parados alrededor mirándote de brazos cruzados o hurgándose la nariz, cuando estás tratando de interpretar un romance a las 8 y media en una mañana húmeda de lunes, ¡no estás haciendo de vos mismo! Por Dios: si sólo supiera quién soy realmente, me interpretaría. Hasta las últimas consecuencias. Pero uno nunca sabe quién es en verdad”. En todo caso, por si a alguien todavía le cabe alguna duda, siempre quedará ese testimonio en forma de canción, con el que los Madness lo homenajearon con apropiado espíritu callejero, en su disco de 1984 Keep Moving, en el que el propio Sir Maurice Micklewhite repite una y otra vez, en acento cockney sampleado: “I am Michael Caine/ My name is Michael Caine”.

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