Domingo, 3 de febrero de 2008 | Hoy
PERSONAJES > BEATRIX POTTER: LA GENIAL ESCRITORA Y PINTORA DETRáS DE LA PELíCULA DE RENéE ZELLWEGER
Dueña de un talento forjado en las grietas de la férrea educación victoriana, Beatrix Potter fue una mujer única y múltiple: sus historias de conejos le valieron ser comparada con Jane Austen; su capacidad para convertir en negocio sus creaciones bien la habría envidiado Walt Disney; su sensibilidad nada sentimental para los animales prefigura al puñado de mujeres que en el siglo XX trataron de comprender a esos animales que no eran hombres; y sus años reclusivos, dedicados a la preservación ecológica, la adelantaron a algo que todavía no termina de llegar. Miss Potter, la película con Renée Zellweger, no le hace ni un poco de justicia. Precisamente por eso, es justo y necesario contar quién fue y cuál fue su más asombroso talento.
Por María Gainza
Volver a un libro de la infancia, en especial a esos que se leían en la cama, de noche, mucho después de la cena, arriesgando un castigo por volver a encender la luz una vez que nuestros padres se habían ido a acostar, activa una tristeza dulce y melancólica. Y sin embargo, cualquiera que de niño haya hojeado los cuentos de Beatrix Potter sabe que ellos pertenecen a un tipo de experiencia distinta, de esas que poseen el don de quedar amarradas en las bahías de nuestra conciencia sin llegar a volverse pasado. Por eso, Miss Potter, la nueva biopic sobre la genial autora de cuentos inglesa, tiene un problema insalvable: su principal error no radica en la plaga de azucarados clichés que sofocan la película, sino más bien en haber convertido una obra extraordinaria en una ordinaria.
Si usted es una de esas almas sensibles a quien la visión de una ardilla con mitones o un hamster en delantal le produce un pavloviano puchero en el labio inferior, quizás esta película le resulte pasable. De lo contrario, encontrará a Miss Potter, dirigida por Chris Noonan (director de Babe, el chanchito valiente), empalagosa como un profiterol de crema pastelera. La película reconstruye la vida de la creadora de Peter Rabbit, un práctico conejo de orejas paradas como antenas de televisión y camperita azul que al día de hoy lleva vendidos más de 45 millones de libros. Interpretada por Renée Zellweger –actriz que recuerda ella misma un hámster–, la historia oscila entre Ana de las praderas y la vida de una lunática que mantiene charlas imaginarias con tiernos bichitos de jardín. Así, los personajes de los cuentos cobran vida y pululan por las escenas, increpando a la escritora de manera vulgar: en especial la muy honorable patita Jemima Puddle Duck, que es obligada a contornear su trasero como una mujerzuela descerebrada. Justamente ella, que de superficial no tiene ni una pluma.
Plagado de picos excelsos como “¡Vos y conejos, qué extraordinario!” o “Hace poco recordé una historia... sobre un pato”, el guión deja entrever poco del talento de una mujer que en su momento fue comparada con Jane Austen, apenas algo sobre su faceta como la protecologista tenaz que ayudó a preservar al Distrito de los Lagos, y directamente nada sobre la astuta negociadora cuyo merchandising –desde toallas hasta pasta tricolor– la convierte en una precursora de Walt Disney. Lejos está uno de entender, entonces, por qué los japoneses son locos por Beatrix Potter. Al punto que sus hijos aprenden inglés con sus libros y el culto a Peter Rabbit cosecha millones de fanáticos de ojitos rasgados.
La película no distorsiona los hechos, más bien los aplasta.
Potter atravesó una de esas infancias oscuras y mustias que al parecer eran el prototipo de educación que los victorianos tenían destinada a sus jóvenes prometedoras. Sus acaudalados padres tenían todos los medios para preparar a su hija para un futuro brillante, y en cambio se dedicaron a confinarla al piso de arriba en una oscura casa en Londres. Su padre era abogado, aunque pasaba la mayor parte del día fumando en clubes de caballeros. Su madre se dedicaba a la noble tarea de hacer y recibir visitas. Beatrix y su hermano Bertram fueron educados por niñeras, lo que sería, como suele ocurrir en los ambientes asfixiantes, una verdadera suerte. Para pasar las interminables horas de la siesta se les permitía llenar la habitación de mascotas: desde una víbora y un conejo con correa hasta los ratones que merodeaban por detrás del ropero, vivían en cajas de zapatos debajo de la cama de la niña. Ese primer contacto con las criaturas de la creación sería definitivo para Beatrix. Y sin embargo, no había nada sentimental en su relación con sus mascotas. Su diario lo atestigua: cuida un murciélago que “parece feliz, siempre y cuando tenga suficientes moscas”. Desde el colegio, su hermano –que sólo le escribe sobre asuntos de relevancia– le aconseja que lo diseque tras su muerte. Ella aplaude la idea. Cuando su conejito de Indias se enferma, la niña lo hierve y usa su esqueleto para estudiar anatomía. Mientras, en su boletín escolar, la maestra pondera su rica imaginación, se preocupa por su falta de interés por la gramática y, en cuanto a las matemáticas, dice: “Creemos haber hecho todo lo posible”.
Era durante los veranos en el campo cuando la pequeña Beatrix florecía. En 1882 visitó por primera vez el Distrito de los Lagos, adonde volvería intermitentemente durante 20 años. Desde allí, unos años más tarde, les escribió una carta a los hijos de su antigua institutriz: “Querido Noel, como no sé qué escribirte, te contaré el cuento de cuatro conejitos...”. Así nació Peter Rabbit.
Presintiendo que tal vez tenía algo entre las manos, Beatrix presentó la historia en seis editoriales y todos la rechazaron. Pero convencida de su valor y empecinada en editarlos bajo estrictas reglas –quería que sus libros fuesen de formato reducido, manejables por las manos pequeñas de un niño, con poco texto e ilustraciones a toda página– decidió pagarse ella misma una edición. Doce años más tarde, y muchos conejos con camperitas azules de por medio, Frederick Warne y Cía. aceptó publicar su libro. La tirada de 8 mil ejemplares se agotó en una tarde: The Tale of Peter Rabbit fue un hit instantáneo –”¡Cómo les gustan los conejos a los ingleses!”, exclamó Beatrix– y rápidamente capitalizó su éxito. En 1903, sólo un año después de su publicación, Potter había registrado un muñeco de Peter Rabbit, creado un empapelado con conejitos, diseñado una casa de juguetes, un juego de mesa y una guarda para habitaciones de bebés, pensando que si alguien iba a hacer plata con su conejo, bien podía ser ella.
El mundo de Beatrix Potter es por momentos convencional, uno de sumisión a los quehaceres domésticos. Pero en cada historia late un sentido práctico sobre la naturaleza y la crueldad humana –Graham Greene elogió su crudo realismo– que es delicioso y demoledor. Tironeada entre lo que se quiere y lo que se debe hacer, es en su imaginación sobre lo salvaje donde su mirada se vuelve subversiva. Peter Rabbit es la historia de un conejo cuyo padre ha acabado como relleno en la tarta de la señora McGregor. Su madre le advierte sobre los peligros pero Peter, porfiado, se lanza a las aventuras. A diferencia de su padre, logra escapar con vida, pero pierde su civilizado saquito azul en el camino y es enviado a la cama sin cenar. La historia enseñaba algo insólito para la época: desobedecer es mucho más interesante que portarse bien y no tan peligroso después de todo. Aunque incluya un castigo. En la historia de Two Bad Mice, los ratoncitos destrozan una casa de muñecas y más tarde les sobreviene tal culpa que deciden regresar a limpiar el lugar. El cuento no es Ibsen, pero la casa es una tonta opción frente al desborde creativo del jardín. No hay nada demasiado reconfortante en las historias de Beatrix, más bien todo lo contrario. Sus personajes son neuróticos, obsesivos, tiránicos o desquiciados (por no querer rendirle pleitesía a la lechuza, la ardillita Squirrel Nutkin termina convertida en una bola de nervios, tirándole palitos a cualquiera que le pregunta dónde perdió su esponjosa cola) y se parecen mucho a la gente de todos los días.
Lo curioso sobre la relación de Beatrix con los animales no es tanto su defensa sino su sentido de compañerismo fomentado quizá por el status inferior que las mujeres y los animales compartían frente a los hombres. Más que un interés por comérselos o cazarlos, hay en ella un intento profundo, amoroso y científico por entenderlos. Prenuncia en eso a ciertas mujeres que en el siglo XX se ocuparon entrañablemente de los animales no humanos: Joy Adams y los leones, Jane Goodall y los chimpancés, Eugenie Clark y las ballenas, Kay McKeever y las lechuzas o Hope Buyukmihci y los castores. Así, los libros de Potter son un tratado sobre la naturaleza, sobre la inexorable cadena alimentaria, pero también sobre lo intrincado y estresante que puede resultar hasta la vida de la criatura más pequeña.
Beatrix Potter tiene una vida dividida tajantemente en dos. Hasta los 45 años fue la famosa escritora de cuentos. Después, con el dinero abultando sus bolsillos, se volvió una granjera de sombrero y botas de lluvia. Potter usó la fortuna que sus 23 libritos le aportaron para comprar Hill Top Farm, una granja en su amado Distrito de los Lagos. Y siguió comprando. Su deseo de adquirir tierras no era sólo una cuestión de negocios sino que, como toda naturalista, tenía una marcada fobia a los convoys de turistas obsesionados por construir bungalows en las colinas más verdes del país. El distrito hoy permanece congelado en el tiempo, sin siquiera postes eléctricos.
Pero más de un ángulo conformaba el diamante Potter. Fanática de los líquenes y los hongos, a los 16 años conoció al cartero del pueblo, Charlie Macintosh, quien más tarde se convertiría en un célebre naturalista. Juntos observaron, anotaron y teorizaron sobre el loco mundo de los funghi. Un pequeño y desconocido museo, el Armitte Museum, preserva las pinturas de la Beatrix Potter micóloga. Y es curiosamente aquí donde se cae rendido, de manos y rodillas, frente al talento. El color de los hongos, a veces portentoso, siempre sutil, es un desafío para cualquier dibujante. Rosas tornasolados, amarillos limón, azules metalizados, blancos cremosos, violetas aturquesados, marrones parduscos. La percepción de matices es abismal. Livianas, fluidas, las pinturas hacen brotar de la página algo así como la personalidad del hongo. Muchos pueden dibujar, pero no todos han sido bendecidos con la observación y muy pocos con inspiración. Potter dibuja un hongo, completamente hongo, y lo transforma en algo más: algo extraño, prodigioso e intoxicante que por turnos parece una vela, una calabaza, un ovario, una medusa, un huevo, un nido, una corteza, una mariposa, una piña, una sombrilla, una fruta, una pantufla. A veces voluptuosos; otras, siniestros o elegantes. Potter examina aquellos nobles honguitos con la gravedad con que un escultor estudia una cabeza humana y su pincel, embebido en acuarela, intoxica como el más poderoso Kombucha.
Cientos de estudios de setas y hongos –hay unos 400 dibujos– muestran a una talentosa naturalista aficionada, llevada por su deseo de saber, perteneciente a aquel mundo feliz que aún no estaba envuelto en las competencias asesinas que no tardarían en caracterizar el ambiente profesionalizado del siglo XX. Allí, entre esos humildes dibujos, está la prueba infalible: la que demuestra que la señal de una sensibilidad superior no está en reconocer los grandes y gloriosos valores de un objeto –cualquiera puede hacer eso– sino en hacerles justicia a las pequeñas y fugitivas cosas que sobreviven por debajo de la corriente adulterada del mundo.
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