Domingo, 11 de mayo de 2008 | Hoy
A principios de los ’70, poco después de haber participado de la monumental Historia de la vida privada, Michelle Perrot abordó, junto a Georges Duby y con un rigor hasta entonces no aplicado a la historia femenina, la investigación y escritura de cinco tomos que se convertirían en la Historia de las mujeres en Occidente. Por primera vez, la Historia se dedicaba exclusiva y particularmente, buscando fuentes, testimonios y registros, al lugar de la mujer a lo largo de los siglos. Ahora, Perrot publica un volumen íntimo y complementario (Mi historia de las mujeres), en el que revisita aquel trabajo fundamental.
Por Mariano Dorr
Uno de los acontecimientos más importantes en la historia de las mujeres fue, sin dudas, la confección misma de una historia de las mujeres. Aunque hoy nos resulte increíble, hasta hace apenas treinta y cinco años no existía todavía un relato integrador comprometido con la existencia de las mujeres desde un punto de vista histórico. Recién en 1973 (dos décadas antes de la aparición de los cinco tomos de la impresionante Histoire des femmes en Occident dirigida por Georges Duby y Michelle Perrot), se planteó por primera vez la cuestión de si las mujeres tenían o no una historia. Hasta ese momento sólo existía una inmensa bibliografía (e iconografía) que, en lugar de informar precisa y detalladamente la vida de las mujeres, se limitaba a opinar de modo general “sobre” las mujeres: las mujeres son..., la mujer es... Y fue esa misma generalización reduccionista e hipócrita la que intentó dejar a las mujeres a la zaga no de los acontecimientos históricos sino del relato de esos mismos acontecimientos. “¿Las mujeres tienen una historia?”, la pregunta fue planteada por la propia Michelle Perrot, pero en lugar de responder, Perrot se dedicó a la construcción (y reconstrucción) de esa historia. Lo mismo había hecho Michel Foucault diez años antes con los locos “de la época clásica”. ¿Había, antes de Foucault, una historia de la locura? Y, si los desarrollos del filósofo francés mostraban, en un fino contrapunto, el ocaso de la razón, el trabajo de Georges Duby y Michelle Perrot puso en evidencia una dominación masculina de la que no sólo las mujeres son víctimas. Al fin y al cabo, es cierto que “la historia de las mujeres es tan trágica como la de los hombres”.
Tanto la introducción a la Historia de las mujeres en Occidente como la del nuevo libro de Perrot llevan por título “Escribir la historia de las mujeres”, poniendo el énfasis en la exigencia política de esta tarea. El proyecto de la Historia... surgió justo después de la publicación de la igualmente importante Historia de la vida privada (dirigida por Georges Duby y Phillippe Ariès), en la que Perrot había participado y “donde las mujeres estaban necesariamente presentes”. De algún modo, una y otra Historia se relacionan íntimamente, especialmente en el lugar que otorgan a la historia de la vida cotidiana, desde la Antigüedad hasta el siglo XX. El libro de Perrot, escrito entre 15 y 20 años después de aquellas experiencias, se acerca un poco más a la Simone de Beauvoir de El Segundo Sexo (texto que elogia en la introducción) que al relato histórico propiamente dicho. Es menos una descripción que una denuncia sobre algunos temas fundamentales, seleccionados para señalar la relación desigual entre los sexos en el transcurso de la historia: el cuerpo sometido de la mujer, la prohibición del acceso al saber, el trabajo doméstico, los nuevos oficios y el lugar de la mujer en la Historia (entre otros temas).
Pero, ¿por qué no había, antes de Perrot, una historia de las mujeres? Por misóginas razones: la voz de la mujer ha sido condenada (históricamente, desde tiempos inmemoriales) a morir ahogada en un mar de silencio: “Por cierto, en este silencio profundo las mujeres no están solas. Dicho silencio envuelve el continente perdido de las vidas engullidas por el olvido en que la masa de la humanidad queda abolida, pero cae con más peso sobre ellas”, señala Perrot en el primer capítulo de su nuevo libro. Además de describir su propio itinerario investigativo, la autora de Mi historia de las mujeres se pregunta: “¿Cómo evolucionó la diferencia entre los sexos? ¿A qué ritmo? ¿En torno de qué acontecimientos? ¿Cómo se modificó el reparto entre hombres y mujeres, sus identidades y su jerarquía?”. Para responder, Perrot desarrolla –sin la exhaustividad propia de la Historia de las mujeres en Occidente (que en español no fueron cinco sino diez volúmenes) y con una intensidad que fascina sin ser apabullante– el problema de las fuentes y representaciones que hacen posible su tarea de historiadora de las mujeres, para luego sumergirse en el cuerpo, el alma (la religión, la educación, la creación), el trabajo, la profesionalización y finalmente el lugar de las mujeres en la vida política.
El orden natural de las cosas (se nos quiso hacer creer desde siempre) hace de la mujer una criatura casi invisible, silenciosa, incluso maligna (sobre todo cuando no se llama a silencio). Misteriosa, la mujer guarda secretos que conviene más velar que develar. ¿Qué quiere una mujer?, se preguntó Freud, sabiendo de antemano que no iba en busca de respuestas, sino de más preguntas. Otro misógino, el apóstol de Cristo, Pablo de Tarso, escribió en sus famosas Epístolas: “Que la mujer se mantenga en silencio. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión”. Michelle Perrot cita las palabras de Pablo para luego hacer hincapié en el silencio de las fuentes, que parecen seguir el mandato paulista: “Las mujeres dejan pocas huellas directas, escritas o materiales. Su acceso a la escritura fue más tardío. Sus producciones domésticas se consumen más rápido, o se dispersan con mayor facilidad. Ellas mismas destruyen, borran sus huellas porque creen que esos rastros no tienen interés. Después de todo, sólo son mujeres, cuya vida cuenta poco. Hay incluso un pudor femenino que se extiende a la memoria. Una desvalorización de las mujeres por ellas mismas. Un silencio consustancial a la noción de honor”. Es palabra de Pablo. Son las propias mujeres, también, las que han hecho lo posible por borrar sus marcas en el mundo. Una mujer que escribe diarios y anotaciones privadas (un tesoro para el historiador), antes de morir, quema todos sus papeles con el mismo cuidado con que los escribió. No queda nada. Ni el fuego ni las cenizas.
Sin embargo, las fuentes existen: “Fuentes que hablan de ellas. Fuentes que emanan de ellas, en las que sus voces pueden escucharse directamente, que es posible encontrar tanto en las bibliotecas –lugares de lo impreso, de los libros y diarios– como en los archivos, tanto públicos como privados”. Los más ricos archivos –en lo que a las mujeres atañe– son los policiales y judiciales, “sobre todo a partir de los siglos XVII y XVIII, cuando el orden de la calle, así como el del país, se torna una obsesión”. Las mujeres, dice Perrot, “alteran el orden más de lo que convendría”. El trabajo sobre las fuentes implica una investigación minuciosa de los archivos disponibles. Perrot cita numerosos trabajos (la bibliografía ocupa diecinueve páginas) en los que, por ejemplo, a partir de expedientes judiciales de los tribunales correccionales y penales franceses entre 1870 y 1930 se reconstruye la vida privada de las mujeres enfrentadas a la violencia conyugal de la que son víctimas, pero contra la que, no obstante, se resisten. A través de interrogatorios, investigaciones y testimonios recogidos en archivos públicos, se hace posible oír, a pesar de la torpeza traductora de policías y gendarmes, el eco de las mujeres del pasado, sus existencias concretas. Y sobre todo, se siente el peso de su silencio, “la inmensidad de lo no dicho”. En los intersticios de la memoria colectiva, la historia de las mujeres constituye un teatro de sombras.
En una hermosa escena de Camila (el film de María Luisa Bemberg que recrea la época de Juan Manuel de Rosas), el personaje de Susú Pecoraro aprovecha la hora de la siesta para juntar sus cosas y darse a la fuga con su amor prohibido, el padre Ladislao Gutiérrez; pero, antes de abandonar la casa, se acerca al dormitorio de su madre, sigilosa, para dejarle un mechón... ¿Por qué?: “El mechón de pelo es un recuerdo que el siglo XIX eleva a la categoría de reliquia. Se guardan –explica Perrot– religiosamente conservados en un medallón”. El extenso capítulo dedicado al cuerpo de la mujer (y especialmente a sus cabellos) es, a todas luces, el más logrado del libro: una imperdible historia del corte de pelo. “Dar los propios cabellos es dar parte de sí mismo, una parcela del propio cuerpo. Un fragmento que resiste al tiempo”, escribe la autora. El pelo está ligado a lo más íntimo, tanto por su efectiva penetración, contacto interno-externo, como por su proximidad al sexo. El pelo sale de adentro para dejarse acariciar en la superficie, recubriendo la piel. El apóstol Pablo vuelve a tomar la palabra, ahora para prescribir cómo ha de llevarse la cabellera: “La naturaleza misma nos enseña que para un hombre es deshonroso tener el cabello largo, pero que una mujer se glorifica por su larga cabellera. Le ha sido dado el cabello en lugar de velo”. ¿Pablo de Tarso precursor de Daniel Passarella?
La diferencia de los sexos –señala Perrot– está marcada históricamente en la pilosidad y sus usos: “el cabello para las mujeres, la barba para los hombres”. Abraham, Sócrates, Platón, Mahoma, Marx... los grandes hombres llevan barba, como Dios mismo. “La barba es todopoderosa”, dice un personaje de Molière (nada más y nada menos que) en La escuela de las mujeres. La barba “significa poder, calor y fecundidad, coraje (la melena de los leones) y sabiduría”, explica la autora, que sin embargo no menciona a Dalila, la primera gran coiffeur, que no sólo sedujo a Sansón sino que, además..., le cortó los pelos.
Cortarse el pelo fue, en los años ’20 y ’30, un signo de emancipación de la mujer. Aparece una nueva mujer: pantalones, cigarrillos, automóviles conducidos por mujeres, lectoras de periódicos en público, salidas “al café” y nueva ola: la homosexualidad. Verdaderas conquistas que, en algunos casos, serán definitivas. Pero allí donde la mujer se libera, el hombre se reorganiza para oprimirla. Estos avances “se ven brutalmente interrumpidos o frenados por la crisis y el arribo de los totalitarismos, resueltamente antifeministas”. Los años locos se terminaron con el advenimiento del fascismo italiano y el nazismo alemán. Se rapó a hombres y mujeres; mientras los cuerpos eran enviados a los hornos, el cabello de las mujeres fue a parar a la industria textil. El horror, en la historia, parece no tener límites. Se ensaña incluso con los atavíos y las apariencias.
Después de la Segunda Guerra, en Francia, rapar a las mujeres fue “una práctica aplicada masivamente contra las sospechosas de colaboración horizontal”. En una escena de Los unos y los otros, Claude Lelouch muestra cómo las francesas, tras la Ocupación, persiguen a sus compatriotas para raparlas y humillarlas. Sobre el cráneo desnudo de las mujeres se dibujaba la esvástica: “ocasión para la burla, la broma y la liberación de las tensiones sobre las mujeres capturadas como una manera de purgar las flaquezas de todos”, señala Perrot, y agrega, más abajo: “Todavía no se ha resuelto lo del cabello de las mujeres, como si la marcha del mundo descansara sobre sus cabezas”.
¿Qué es una bruja, exactamente? Es una mujer que no se calla (no obedece el mandato paulista) y dice lo que le viene en gana. ¿No distinguimos a las brujas acaso –desde nuestra niñez– por la risa? Michelle Perrot explica que durante toda la baja Edad Media “las mujeres no cesaron de tomar la palabra, incluso en situaciones políticas explosivas”. Si la Inquisición asesinó cerca de 100 mil seres humanos, el 90% fueron mujeres que no se llamaban a silencio. Entre el siglo XIV y el XVII, miles y miles de mujeres fueron torturadas y quemadas en la hoguera. ¿Por hacer magia negra? De algún modo, las brujas eran enfermeras alternativas: “Pretenden curar los cuerpos no sólo con remedios simples, sino con elixires que ellas mismas componen y con fórmulas esotéricas”. Por otra parte, practicaban una sexualidad subversiva: “Muchas brujas viejas hacen el amor a una edad en la que ya no se hace, después de la menopausia”. La bruja monta a los hombres (como a la escoba): “En la condena a las brujas, la dimensión erótica es esencial”. Desorden de los sentidos, desorden de la moral, desorden del conocimiento: la bruja es hija y hermana del diablo, a la vez que lo lleva en su cuerpo. Un feminismo radical; se burla de todos los poderes: “el de los curas, el de los soberanos, el de los hombres, el de la razón”. La Inquisición fue también el modo que encontraron los hombres para silenciar la voz de la mujer, aunque sigamos escuchando todavía, a lo lejos, perturbadora, esa misteriosa risa...
Existe un modelo inequívoco de madre. Ahora bien, es verdaderamente difícil de copiar: “Virgen Madre” es el oxímoron por antonomasia del cristianismo. La maternidad es el gran tema de las mujeres; nada como ser madre para conocer las delicias y miserias de esta vida. Hoy –en la era de la biopolítica, que ocupó también todo el siglo XX– somos testigos de una politización de la maternidad sin precedentes. Desde la invención norteamericana del Día de la Madre hasta el moderno control de la natalidad, las mujeres se ven física y psíquicamente sometidas –en tanto mujeres– al poder estatal: tener o no tener hijos, ésa es la cuestión. En este marco, el derecho a la anticoncepción y (eventualmente) el derecho al aborto es una verdadera revolución: “Quizás el acontecimiento más grande en su historia contemporánea, capaz de disolver la jerarquía de lo masculino y lo femenino, que sin embargo parecía una estructura simbólica inmóvil y universal”. Al lado de las madres felices, orgullosas de sus hijos, dispuestas a darles el resto de sus días, existen otras madres, acorraladas... que “esconden su embarazo o se deshacen subrepticiamente del recién nacido, al que entierran o ahogan como a un gatito”. Miles y miles de mujeres, todavía hoy (como a lo largo de la historia), se retiran unas horas de sus lugares, con sus recientes e indeseadas criaturas, para volver solas a casa. Es la sordidez del infanticidio.
Las palabras de Michelle Perrot conmueven; una vez que se la ha comenzado a leer, se pone en marcha un proceso que es casi una militancia. Su Historia de las mujeres en Occidente (difícil de conseguir hoy en Buenos Aires) es tan enorme como imprescindible. Hoy existe una toma de conciencia (al menos, hasta cierto punto) de la importancia, no sólo de la historia sino también de los derechos inalienables de las mujeres: “Las mujeres accedieron a muchas áreas del saber y del poder, incluso las áreas militares y políticas, que les estaban prohibidas. Han conquistado muchas libertades. Sobre todo la libertad de la anticoncepción, que es el corazón de la revolución sexual”. La historia de las mujeres de Perrot no es la historia “de la infelicidad de las mujeres más que la de su felicidad”. La revolución sexual existe, pero hay que acompañarla activamente, si no queremos volver atrás. Las mujeres son actrices de la historia. Y ahora son ellas mismas –por fin– las que escriben el libreto.
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