Domingo, 11 de mayo de 2008 | Hoy
TELEVISIóN > SIN PROGRAMAS DE HUMOR, IMPERA LA RISA. ¿POR QUé?
Los programas de humor, hasta no hace mucho uno de los verdaderos productos nobles e idiosincrásicos de la televisión argentina junto a las telenovelas, parecen extinguidos. Y los cómicos, reducidos a comentaristas, jurados o entendidos. Sin embargo, los programas de chimentos, los de interés general y hasta los noticieros parecen suplir esa ausencia con una ristra de chistes, burlas y carcajadas casi ininterrumpidas. ¿Qué se perdió en el camino?
Por Hugo Salas
Semanas atrás, la breve participación de Gasalla como jurado suplente de Gerardo Sofovich en Bailando por un sueño (palpitando, como quiere la jerga, la que supuestamente habrá de ser su función en Representando una comedia musical y el año que viene vemos por un sueño), vino a corroborar –de manera tan lapidaria como paradójica– que en la televisión actual ya no hay lugar para los humoristas. Quienes alguna vez supieron serlo o todavía pueden hacer gala de ello sobre un escenario, como es el caso del creador de aquel fabuloso conventillo que desplegaba en ATC, en la petite pantalla se ven reducidos al lugar del entendido, el comentarista invitado o el segmento (accesorio) especial; vale decir, a una participación vicaria.
Con sólo revisar las grillas de programación se advierte la desaparición de uno de los pocos géneros realmente valiosos de la televisión nacional. En efecto, nuestras comedias –demasiado afectas al moralismo y la sensiblería– nunca estuvieron a la altura de las legendarias sitcoms, pero pocos programas de televisión (el otro caso sería el inglés) han tenido una sucesión de cómicos tan productiva como la que va de Pepe Biondi a Casero, pasando por los uruguayos de Telecataplum, Tato Bores, el mismo Gasalla o incluso Olmedo. Y esa peculiaridad que, junto con la telenovela, quizá sea una de las pocas especialidades telúricas, parece hoy en extinción, salvo por los solitarios ejemplos de Capusotto en el 7 y –en otra punta del espectro– Granados, Peña y compañía en el 2.
Este vacío, sin embargo, ni se siente, por momentos pasa desapercibido. Hay causa: para encubrir su absoluta carencia de humor, la televisión actual se ríe, se ríe todo el tiempo con la hilaridad sin alegría de las hienas y un batir de mandíbulas que se parece más al del amontonamiento de cadáveres que al chispazo intelectual que provoca el reconocimiento de un buen chiste. No sólo los programas de chimentos, concursos o variedades se ríen sino incluso los noticieros y los programas periodísticos, donde “simpáticas” notas de color se superponen a una conducción cada vez más afectada por el mandato de ser afable antes que acertada, graciosa antes que eficaz. El cosquilleo punzante y reflexivo, doloroso casi, del antiguo programa de humor, ha sido reemplazado por el comentario rápido, ocurrente y fugaz del panelista, estable o de ocasión, que inunda aquí y allá los diversos estudios. Nada es tan serio, tan grave o tan importante como para que cinco minutos después, sin solución de continuidad, no pueda haber alguien riéndose.
¿Y de qué se ríen? Según dicen, la TV se ríe de sí misma, pero no hay que confundirse. Cuando hoy la caja demasiado astuta se ríe “de sí misma”, su risa no se parece en nada a la risa cáustica y crítica que podía despertar un Tato con sus monólogos, ni siquiera a la risa liberadora de Olmedo remedando a Benny Hill en los primeros años de la vuelta a la democracia. Incluso en aquellos programas (cada canal tiene el suyo) dedicados a fustigar las producciones propias y ajenas, la risa es celebratoria, disipa la duda, obstruye el reconocimiento, impide la crítica. En las pocas oportunidades en que un invitado o un panelista desinformado amenaza dejar caer una idea, allí salta al ruedo el conductor con el chiste rápido o el chivo ameno que vuelve a poner las cosas en su lugar.
Un caso ejemplar es la tendencia, cada vez más reiterada, de entrevistar chicas poco astutas con el único fin de hacerlas quedar como chicas poco astutas (¿qué sentido tiene, a fin de cuentas, preguntarle a quien fuera la capital de países cuyas novedades quedan fuera del menú estrictamente regional que sirven los noticieros?). El procedimiento es sencillo, tan simple como corroborar un prejuicio, y suele recomendarse su aplicación con una víctima tan dispuesta como Karina Jelinek. Ocurre que ella no juega, como otras, a hacerse la tonta cuando en realidad su caso es apenas de ignorancia, no. En ella no sólo hay falta de información y desinterés por obtenerla; sus respuestas delatan, a las claras, una severa imposibilidad de llevar a cabo las operaciones intelectuales más sencillas (esas mismas que servían de parámetro a Piaget para establecer los estadios evolutivos del niño). Honestamente, ¿quién puede reírse, si lo piensa dos veces, ante una exposición tan desembozada del grado extremo en que la sociedad actual puede anular la vida intelectual de un individuo (sin condenarlo a la marginación sino, todo lo contrario, ofreciéndole como pago las lustrosas recompensas del sistema)? ¿A quién puede parecerle graciosa semejante reducción del sujeto al cuerpo, al mero pedazo de carne? Al televidente, siempre y cuando haya sido pacientemente adoctrinado por las cada vez más numerosas horas en que le enseñan, sin pausa, que sólo le queda una posibilidad ante todo: reírse.
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