EL ARTE MEXICANO NO OFICIAL
En vísperas de los Juegos Olímpicos del ’68, de los que fue sede México, mientras se gestaba la protesta estudiantil que desembocaría en la masacre de Tlatelolco, otro hecho signaba la historia del arte mexicano: un grupo de 35 artistas repudiaba una convocatoria del Instituto Nacional de Bellas Artes, absteniéndose de participar y cuestionando su sistema de premios. Así se abría una era en que las instituciones se abroquelaban detrás del Estado e ignoraban toda una producción artística de fuerte actividad política que procede por igual de la fotografía periodística, el cine porno y la gráfica estudiantil. Ese arte es el que, por primera vez, antologiza la poderosa muestra La era de la discrepancia. Arte y cultura visual en México 1968-1997 que inaugura el jueves que viene en el Malba.
› Por Claudio Iglesias
La era de la discrepancia llega a Buenos Aires y cuando abra sus puertas el próximo jueves en el Malba, nos pondrá en contacto con un conjunto de 160 obras que cubren el amplísimo espectro de la producción visual mexicana del último tercio del siglo XX: del Movimiento Pánico y la tradición geométrica a los grupos de arte urbano, las manifestaciones visuales de la lucha guerrillera en la prensa, la new wave conceptual de los ’90 y los espacios de autogestión como Curare y el Museo Salinas. Un catálogo brutal de 30 años de arte que Cuauhtémoc Medina, de paso por Buenos Aires, compara con “una especie de número de colección de una revista de rock, con toda la historia de nuestra contracultura”, entre los movimientos estudiantiles de fines de los ’60 y los esbozos de resistencia al neoliberalismo durante los ’90.
De parte de los curadores, Cuauhtémoc Medina y Olivier Débroise, la idea de organizar una exposición bajo la consigna Arte y cultura visual en México 1968-1997 surgió hace diez años, cuando los artistas mexicanos ingresaban con pompa al circuito internacional. El propósito que tenían en mente era discutir, justamente, el relato del arte mexicano que se gestaba en Estados Unidos y que ese ingreso ponía en evidencia una historia caracterizada por atribuciones simplistas y el vasto contraste entre el “nuevo” arte mexicano (léase: Gabriel Orozco) y una supuesta ruptura con la tradición del muralismo: lectura que desde las paredes del MoMA se derramó al mundo y acarreó la obliteración de esos 30 años de “discrepancia” que esta exposición, precisamente, restituye. El antagonista polémico de la muestra es ese típico enfoque de curaduría estadounidense: promoción veloz y almacenamiento aún más veloz en depósito de todo tipo de tendencias y recortes históricos para el arte latinoamericano (lo que Medina llama “política del one-night stand” de parte de las instituciones del Primer Mundo). Pero también el contexto interno mexicano de incomunicación entre las instituciones y el arte pegado al pulso político y cultural del momento. En esta doble articulación nacional y mundial hay toda una filosofía práctica: en palabras del curador, La era de la discrepancia se propone “como demostración práctica de un museo de arte contemporáneo local”, apuntada a un debate pendiente sobre la tarea de las instituciones. “No venimos a hablar de México. Del tipo de producción cultural que estudiamos no diríamos que ocurrió en México o para México, sino sobre todo a pesar de México: todo este arte fue condenado por políticos, académicos y coleccionistas.”
El recorrido que propone la muestra se inicia con el Salón Independiente, “un paso que este relato institucional todavía no ve en todas sus consecuencias: la decisión de los artistas jóvenes de suspender su colaboración con el aparato de consagración tal como éste existía”, según dice Medina. Situémonos en el ’68, el año de todas las revoluciones y rupturas que actualmente se conmemoran por doquier. En las semanas previas a los Juegos Olímpicos de los que México sería sede, un grupo de 35 artistas (entre ellos Rufino Tamayo y Carlos Mérida) repudiaba una convocatoria del Instituto Nacional de Bellas Artes: los artistas cuestionaron el sistema de premios y su división en disciplinas (pintura, escultura, etc.) absteniéndose de participar y dando paso a un primer esbozo de autogestión. En el contexto de emergencia internacional de los movimientos estudiantiles y su crítica a los aparatos de Estado, comienza literalmente la “era de la discrepancia”: se rompen los puentes entre un tejido institucional atrofiado y una ola de artistas jóvenes que a partir de entonces les volvería definitivamente la espalda a los museos para buscar (según una declaración programática) “nuevas formas de relación entre el arte y una sociedad en evolución”. Por esos días, la UNAM era copada por el ejército y tenía lugar la masacre de Tlatelolco (la descarnada represión militar de una protesta estudiantil, con muertos por centenares). El arte de vanguardia se unía con las organizaciones juveniles y los museos cerraban filas con una estatalidad represiva. A partir de entonces sólo habría lugar para la contracultura.
La muestra analiza las diversas estrategias mediante las cuales los artistas mexicanos operaron a lo largo de un tercio de siglo, en un contexto de desinterés público por el arte contemporáneo y fuerte actividad política y social. En su acción, los integrantes del movimiento súper 8 y los grupos de arte callejero (como Tetraedro, Mira y muchos otros) hacían uso de una variedad impensable de formatos, entre el cine de ficción y la performance pública, muchas veces convocando a las tijeras de la censura o a los bastones de la policía, respectivamente. La era de la discrepancia le sigue la pista a este ánimo de revuelta en la experiencia psicotrópica del Movimiento Pánico (para los fans de Jodorowsky, la muestra es cita obligada), el circuito de libros de artista en los ’70, el movimiento de fotógrafos independientes y la problematización de la identidad en la pintura en los ‘80, hasta llegar a la globalización del campo del arte en los ’90 y la emergencia de espacios alternativos.
La exhibición puede leerse como un gigantesco ensayo curatorial en torno del patrimonio artístico mexicano de las últimas décadas, pero también como un ejemplo del papel que puede jugar la investigación universitaria en la confección de la agenda cultural. El proyecto surgió del riñón de la UNAM y se completó con un nutrido trabajo de investigación y confección de un archivo público, más deudor de la teoría de la cultura visual (el enfoque conocido como visual studies) que de los sistemas de estilos, obras y autores que proceden de la historia del arte. El objetivo de los curadores no es discutir las minucias del canon, sino “entender el campo artístico como subcultura”, y este punto de vista les permite incorporar un buen volumen de material que pasaría por excéntrico: “obras que no fueron pensadas como tales pero que hoy parecen ser decisivas”, y que proceden por igual de la fotografía periodística, el cine porno, la gráfica estudiantil y el registro de fenómenos variopintos como la insurrección zapatista, el catch y las catástrofes. En esta permeabilidad hacia múltiples registros comunicacionales no se cuela un énfasis baladí por cuestionar los límites del arte, mucho menos una disquisición peregrina sobre lo alto y lo bajo en la cultura visual. El problema de Medina y Débroise es mucho más práctico: se trata de “ver cómo asumir la práctica cultural como tarea estratégica”, dándole a la imagen un valor de comunicación social, como herramienta de sociabilidad y de generación de infraestructura en su contexto (problema que es común a formas de trabajo tan variadas como un mural efímero en un festival universitario a fines de los ’60, un libro de poesía de Ulises Carrión, un número de la revista Sucesos para todos ilustrado por Pedro Meyer o un espacio de pensamiento contemporáneo como Curare en los ’90).
La era de la discrepancia nos confrontará con tres décadas de contracultura en el seno de un nutrido repertorio de imágenes, entendidas como vectores de procesos de confrontación política y social: según los curadores, se trata de recuperar esa energía y ponerla a disposición para nuevos usos. Un entusiasmo en el que se cruza toda una concepción de la política cultural en relación con las instituciones. Porque, si bien hablamos de obras de Francis Alÿs y Carlos Amorales entre tantos otros, el foco no está puesto en las firmas, sino en el horizonte subcultural de esas las imágenes, del público que las consumía (jóvenes, estudiantes, activistas de la cultura) y de las escenas en las que se insertaban (manifestaciones callejeras, recitales de rock, revistas, sindicatos). Una enseñanza no desdeñable es que la imagen es algo útil, que merece ser tomada en serio, y otro tanto parecen decirnos Medina y Debroise de esas esculturas de burocracia que son los museos, las colecciones y los archivos: formatos que fueron extensamente cuestionados y sobre los que no tiene sentido seguir discutiendo en términos generales, pero que pueden ser útiles en un sentido muy concreto: por el hecho de funcionar como un repositorio de estrategias de producción cultural alternativa (“un museo es un lugar para ir a saquear”, dice Cuauhtémoc) y sobre todo por el tipo de comunicación y debate que puede establecerse desde la mediación de esas instituciones. En la época del reinado de las ferias de arte globales y los museos-franquicia, este debate es bien actual y aquí se nos invita a pensarlo desde condiciones locales y estrategias centradas en la autogestión. “La misión de los independientes es demandar la tarea de la institución pública. La cultura contemporánea requiere la mediación del museo, del libro, del archivo. Si no hay obras en los museos, no hay arte contemporáneo. No hay discusión sobre cultura contemporánea.” Regenerar esa discusión como sea, a toda costa y con lo que hay a disposición parece una tarea pendiente y La era de la discrepancia nos da la receta: el museo-fanzine.
La era de la discrepancia. Arte y cultura visual en México 1968-1997. Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415. Inaugura el jueves 19.
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