UN ARTISTA ELIGE SU OBRA DE ARTE FAVORITA
› Por Juan Becu
En la época en que empecé a pintar paisajes, se me daba cada tanto por ir al museo Quinquela Martín, en el barrio de La Boca. Era una experiencia especial porque la llegada al barrio era como ir penetrando, paulatinamente, en la atmósfera opresora de un paisaje metafísico, como de ensueño. Las calles desprolijas, carcomidas por la erosión del anecdotario arrabalero; la espesa densidad de la construcción encuadrillada, y los olores rancios me llevaban a un mundo misteriosamente mágico. Era como ir en el carrito de un tren fantasma, paseando por paraísos abolidos.
Me resultaba interesante ver a los denominados “pintores de La Boca” que, allá por fines de los años ’20, habían logrado traducir algo de toda esa belleza subyacente en obras que retrataban el barrio donde vivían. Estos habían sido pintores solitarios –pertenecientes a una tradición de la pintura periférica– que pudieron dialogar poéticamente con su contexto.
Yo había visto La vuelta de Rocha, un cuadro del artista Víctor Cúnsolo, en un catálogo que me habían regalado cuando era chico. En ese momento no me detuve, pero sí volví a la obra unos años más tarde, cuando empecé a trabajar con iconografía argentina.
Una de las principales cosas que cautivó mi atención de esta pequeña tela de 69 x 79 pintada al óleo fue el carácter sintético de su composición. A simple vista, parece una amalgama de colores planos y nítidos, que define un paisaje urbano. El escenario está prácticamente deshabitado, excepto por la luz plateada del cielo que se refleja plácidamente sobre las aguas atenuadas del río y por los barcos que permanecen inmóviles y mudos.
La típica luz austral, blancuzca, tiñe todo con una veladura de ensueño que nos hace pensar en los cuadros edulcorados de Fader, o Desde mi estudio, de Fortunato Lacámera.
En la pintura de Cúnsolo las sombras se proyectan de manera extraña, como elásticas. Conquistan rincones del cuadro, relegando un espacio de claridad en su centro inferior, bajo la curva trazada por la ribera que tajea la obra en dos. Como únicos testigos, los barcos serenos aparecen ubicados en una perspectiva rebatida que rompe con las estructuras del cuadro.
Todo pareciera ser un secreto que busca la confidencia del espectador.
Cuando recuerdo esta obra, pienso en un piano de Eric Satie. El ritmo punzante y secuencial de su música me traslada a las tardes primaverales de ese entonces, cuando en el silencio monumental del museo trataba de descubrir señales.
Signos, que para mí eran como pequeñas luces titilantes en medio de un desierto metálico, que le atribuían calidez a todo.
Creo que si hoy me detengo a pensar, esa búsqueda me reveló algo.
Quizás, a veces, entre tanto despilfarro de números que explotan en subastas, ocupando notas en suplementos de diarios, puede suceder que perdamos de vista las instancias fundamentales concernientes a la experiencia del arte. Entre eventos, personalidades y tanta ansiedad por el éxito, nos olvidamos de que estos conductos, que se abren en las obras y nos abducen, nos están diciendo que hay algo más detrás de nuestros paisajes.
Y eso para mí es inspirador.
Y eso es lo que escuché, tímidamente, en este cuadro de Víctor Cúnsolo, otro de los tantos grandes pintores argentinos.
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