ARTE > MUCHACHO SOSTENIENDO UN DIBUJO INFANTIL (1515), DE GIOVANNI FRANCESCO CAROTO
Caminando entre las decenas de cuadros que conforman la muestra El retrato del Renacimiento, en el Museo del Prado, Rodrigo Fresán se encontró cara a cara con uno que –a pesar de su poder hipnótico, perturbador y misterioso– no había visto nunca, del que nunca había tenido noticias y del que nada sabía: Muchacho sosteniendo un dibujo infantil (1515), de Giovanni Francesco Caroto. ¿Qué cifra esa pintura que envuelve un dibujo, qué dice del arte ese retrato que encierra un autorretrato?
› Por Rodrigo Fresán
Entrando por la puerta de atrás del museo, debutando en la tan celebrada como discutida ampliación del Museo del Prado de Madrid (a mí me gusta, pienso), me acuerdo de la célebre frase que pronuncia Orson Welles/Harry Lime al bajarse de una rueda de la fortuna de Viena en El tercer hombre: “En Italia, durante treinta años bajo el mandato de los Borgia, tuvieron guerras, terror, asesinatos, baños de sangre y produjeron a Miguel Angel, Leonardo Da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tenían el amor fraternal, quinientos años de democracia y paz... ¿y qué salió de todo eso? El reloj cucú”. Y dicho esto, Harry Lime/Orson Welles se despide de su amigo Holly Martins/Joseph Cotten con una sonrisa digna de ser retratada y colgada y exhibida y contemplada previo pago en cualquier pared del mundo, en Florencia o en Zürich, da igual.
Me acuerdo de todo esto porque lo que vengo a ver es una muestra llamada El retrato del Renacimiento.
UNO No voy en avión, voy en tren. Acabo de llegar a Madrid en el todavía flamante tren de alta velocidad AVE que une a la capital con Barcelona en poco más de dos horas y media. Comparado al sufrido y hasta hace poco inevitable puente aéreo, el AVE es un reloj cucú suizo: puntual, limpio, pacífico y eficiente. El puente aéreo es el Renacimiento, pero sin ningún arte que lo redima y lo justifique. Y el AVE tiene una virtud añadida: te deposita en el centro de la ciudad, a pocos metros del Prado, como ahora, en esta mañana luminosa y perfecta de junio.
Así que me bajo del vagón y me subo al museo y no hay demasiada gente, a pesar de tratarse de la muestra estrella e insignia de esta temporada museológica española. Una exposición irrepetible para la que –según sus responsables– “nunca se reunieron tantas obras maestras” en la historia de este museo. Organizada por el Prado en colaboración con la National Gallery de Londres, aquí se reúnen ciento veintiséis obras de los siglos XV y XVI (incluyendo dibujos, grabados, esculturas y medallas) ordenadas en ocho secciones. A saber:
* Entre Flandes e Italia. Origen y desarrollo tipológico del retrato.
* Amor, familia, amistad, memoria.
* Aficiones, ocupaciones, devociones, status.
* El autorretrato.
* Las fronteras del retrato.
* La realización del retrato.
* La difusión del retrato.
* El retrato de corte.
Y de lo que aquí se trata es de retratar al Renacimiento como la época en la que el retrato se moderniza, se preocupa por ser fiel sin por eso descartar idealizaciones alegóricas o fantásticas, y adquiere buena parte de los rasgos que mantendrá hasta nuestros días. Una nueva postura del pintor a la hora de mirar al modelo y ser mirado por el que posa con sonrisa beatífica frente a Tiziano, Ghirlandaio, los Leoni, Van Eyck, Rafael, Pontormo, Della Francesca, Bronzino, Botticelli, Holsbein, Lotto, Rubens, Durero, Parmigianino, Lotto, Moro, Piero Di Cosimo o El Greco y siguen las firmas, abajo y a la derecha o a la izquierda.
Miguel Falomir –jefe del Departamento de Pintura Italiana del Renacimiento del Museo del Prado y comisario del asunto– explicó en una entrevista con El País que es en el Renacimiento cuando explota la fiebre del retrato como señal de clase y de categoría. Se encargan retratos para sentirse duraderos, para perdurar, para inmortalizarse. ¿Y cuál es la ausencia más notoria y notable en todo el paseo? La respuesta es obvia: La Gioconda. “El Louvre nunca la presta. Aunque con la que hay montada con El código Da Vinci, casi mejor”, sonríe Falomir.
De venida, en el tren, a toda velocidad, había leído una crítica de la muestra en la que se reprochaba la proliferación de caballetes italianos y el descuido y parcialidad y apuro con que se trataba a pinceles germánicos, franceses y británicos. Pero, vamos, que el Renacimiento es italiano. Y para los completistas de lo sublime ahí tienen a los retratos anamórficos de Erhard Schön o El matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck y el resto, los quejosos, que se vayan a oír el canto de los relojes cucú.
DOS Y de un tiempo a esta parte he desarrollado mi propio sistema para musear, para ver museos. Nada tan radical como lo que propone y dispone Jean-Luc Godard en su Bande à part de 1964 (eso de correr por los pasillos y escaleras del Louvre sin detenerse a ver nada, aunque agotándolo en el todavía irrompible record mundial de 9,43 minutos), pero aún así muy lejos de la clásica lentitud del cuadro a cuadro y fotograma a fotograma.
Lo que yo hago es entrar a la muestra, recorrerla a paso redoblado, mirar de reojo, ubicar los puntos de máximo interés, salir, comprar el catálogo, irme al bar del museo, ver y mirar el catálogo, y luego regresar para concentrarme en lo que más me interesa.
El catálogo de El retrato del Renacimiento pesa varios kilos, cuesta 55 euros, y es uno de esos libros a los que los anglosajones se refieren como coffee-table books. Es decir: libros que se exhiben con orgullo en el museo doméstico de nuestros livings y vidas.
En la portada de El retrato del Renacimiento –y en los banderines y estandartes y posters que decoran a Madrid toda– está el Retrato de un hombre de Antonello Da Messina, pintado entre 1472 y 1475.
Y siempre me intrigó la más o menos oculta ciencia de escoger el símbolo representativo de toda una muestra. La carne de posters y catálogos –materia y material indispensable de la que se nutren hoy las arcas de los museos– que se convierte en reclamo y en invitación. Supongo que habrá un departamento especializado o hasta una especialidad de la neo-museología que se dedica a esos asuntos.
En cualquier caso, lo primero que busqué y encontré en el catálogo fue la explicación de este retrato que –en lo personal– nunca me hubiera llamado la atención: “Antonello, haciéndose eco del retrato flamenco, describe de manera obsesiva hasta los más mínimos accidentes del rostro de este personaje, punteando uno a uno los pelos de su incipiente barba o dibujando con acribia (Nota/interferencia: buscar de regreso en Barcelona el significado de la palabra acribia) cada una de las diminutas arrugas formadas en los labios, ligeramente fruncidos, como si nos ahorrara conocer la opinión que nos merecemos, sin duda punzante e irónica, a juzgar por la absoluta suficiencia con la que nos escruta”.
Y no deja de ser una teoría interesante: quizás, en el Renacimiento, los retratados ponían cara-de-estar-viendo-a-los-que-los-verían por los siglos de los siglos. Cara de eternidad. Cara de “yo ya no estoy aquí, pero tarde o temprano tú tampoco lo estarás y la diferencia es que a ti nadie te pintó ni te pintará tan bien como me pintaron a mí”.
Entonces doy vuelta las páginas y ahí está, y memorizo título y ubicación y salgo corriendo a buscar ese cuadro porque necesito tanto ver ese cuadro para que ese cuadro, después de tanto tiempo, me vea.
TRES El retrato, mi retrato, óleo sobre tabla (37 x 29 cm) se llama Muchacho sosteniendo un dibujo infantil, fue pintado en 1515 por Giovanni Francesco Caroto, y es el que ilustra estas páginas. Nunca lo había visto en mi vida. ¿Dónde estaba? Estaba en Verona, en el Museo Di Castelvecchio, sí. Pero lo que me pregunto es cómo puede ser que nunca hubiera visto antes este retrato súbitamente y para siempre importante para mí.
Esa misma noche me encontraría a cenar con el escritor español Marcos Giralt Torrente y me sorprendió, a la vez que no me extrañó en absoluto, que él también se hubiera quedado absorto frente a Muchacho sosteniendo un dibujo infantil. Tal vez sea un cuadro especialmente pensado para conmover a los que escriben. Tal vez tenga que ver con el hecho de ser un óleo conteniendo un dibujo del mismo modo en que más de una novela envuelve a un cuento.
Quién sabe. Qué importa.
Ahí estaba, ahí está y cómo es posible que no lo hayan escogido como modelo de tapa y afiche o, al menos, para una postal que intento comprar, pero que no existe.
Ahí lo tienen: un chico pelirrojo con sonrisa más de The Joker que de Mona Lisa, mirando a los que pasan y sosteniendo con una mezcla de orgullo y timidez una hoja de papel manchada con palotes que ya delatan algún talento con un sorprendente trazo moderno. El Gran Arte consumado sosteniendo en sus manos al todavía Pequeño Arte a consumir. Algo así.
Y leo en el catálogo consideraciones acaso más literarias que pictóricas: “... un examen más detallado del dibujo infantil revela la habilidad artística del chico; una única línea traza la curva de las cejas y se prolonga hacia abajo para dar forma a la nariz, exactamente del mismo modo que en el rostro de su retrato pintado. Además, hay dos pequeños esbozos a la derecha del dibujo, el de la parte inferior es un diestro estudio de un ojo de perfil. Curiosamente, el ingenioso, si bien no totalmente convincente, dibujo infantil claramente trata de transmitir un mensaje (...) Caroto desarrolla el juego para convertir la totalidad del retrato en una suerte de acertijo visual o en un comentario sobre las limitaciones del arte del retrato. El niño cree que se ha autorretratado y sin embargo el resultado no es verosímil. El muchacho se autorretrata en el papel sin que la expresión resulte discernible y, pese a ello, el muchacho que tenemos ante los ojos sonríe ampliamente. ¿Está Caroto sugiriendo que la manera en la que se nos representa guarda escaso parecido con cómo somos realmente? Aunque algunos comitentes apreciaban este tipo de juegos visuales, es poco probable que un cliente encargase un retrato tan informal. Dado que el muchacho tiene un color de pelo tan característico, y el nombre de ‘Caroto’ recuerda tanto la palabra italiana carota (zanahoria), resulta tentador conjeturar si el modelo del retrato no sería el propio hijo pelirrojo de Caroto. Vasari nos informa que el artista tenía un hijo, y que su mujer murió en el parto. Fuera quien fuese el modelo, el retrato de Caroto sigue siendo una imagen vivaz y llamativa, de extraordinaria y perenne calidad, pues por mucho que cambien los estilos artísticos, los dibujos infantiles de finales del siglo XVI siguen siendo idénticos a los de hoy en día”.
Y ahí –pensé entonces y escribo ahora– está la clave: los niños son, siempre, el futuro, incluso en su presente.
La infancia –ese lugar donde aprendemos todo lo que alguna vez haremos– siempre queda adelante.
La infancia es el porvenir.
CUATRO Y yo había ido a Madrid para la Feria del Libro en el Parque del Retiro. A una charla con Enrique Vila-Matas sobre “Literatura y autobiografía” y –mientras conversábamos sobre el modo en que los escritores se retratan o se borronean– no podía dejar de pensar en el cuadro de Caroto. Afuera, bajo un sol bestial, Ken Follet firmaba miles de ejemplares de su catedralicia novela medieval y yo no pude sino alegrarme de que Tracy Chevalier o alguno de sus epígonos del best-seller pictórico no hayan fabricado, todavía, algún libro con Muchacho sosteniendo un dibujo infantil en su portada y su trama. La vida y obra de un pichón de pinacoteca haciendo sus primeros bocetos, mientras a su alrededor los cuervos y los buitres se apuñalan y se envenenan y todo eso en colosales frescos húmedos de sangre noble y bastarda y grandes como salones vaticanos.
Al día siguiente, antes de volver a subirme al tren, regresé al Prado a visitar a mi muchacho.
Parecía contento de volver a verme.
Después, como siempre que paso por ahí, me fui a saludar a Las Meninas.
Afuera, en las ramas de los árboles del Paseo de la Castellana –a cuyos troncos no hace mucho se encadenó, para protegerlos, la baronesa Thyssen, dueña del museo de enfrente–, cantaban los minutos y las horas y los siglos, con mal disimulada envidia, los amorosos y fraternales y democráticos y pacíficos cucús a los que nadie jamás retratará. De ahí, supongo, que les guste tanto colgarse de las paredes, de cualquier pared que nunca será la pared de un museo.
Y ahí, emparedados, pareciera que cantan; pero en realidad no dicen ni pío.
CINCO Acribia (del griego) f. cult. Exactitud, minuciosidad. Diccionario de la Real Academia Española.
El retrato del Renacimiento puede visitarse en el Museo del Prado de Madrid hasta el 7 de septiembre. La exposición viajará a Londres a partir de octubre.
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