Domingo, 29 de junio de 2008 | Hoy
FOTOGRAFíA > 400 FOTOS EN LA MUESTRA ANUAL DE ARGRA
Como todos los años, la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina organizó su muestra anual, en la que antologiza el año que pasó en una selección de imágenes publicadas en diversos medios. El 2007 parece particularmente prolífico: el asesinato de Fuentealba, la nevada sobre Buenos Aires, la asunción de Cristina Fernández de Kirchner, la elección de Macri en la Capital, las protestas por las papeleras, los desalojos, las inundaciones, sumado a corresponsalías en Irak y exploraciones del mundo menonita en La Pampa, entre otros tantos hechos recogidos en más de 400 imágenes que se podrán ver a partir del jueves en el Palais de Glace.
Por Juan Sasturain
Me pidieron un prólogo pero lo que resulte no va a ser exactamente eso. Yo me quedaría con la palabra prólogo sólo para definir el texto explicativo más o menos cariñoso que antecede a otro texto; cuando hay homogeneidad de materia, digamos. Pero acá es otra cosa, porque aunque el texto esté al principio del libro, lo que lo sigue son imágenes. Por eso, pese a que esté adelante y no debajo de las fotos, para mí esto es un epígrafe.
Y en realidad –y hagámonos los cultos– no está mal usada ni es forzada la expresión. En los medios gráficos solemos usar la palabra epígrafe sólo para referirnos a las líneas de texto que describen o explican el contenido de una fotografía periodística –las “artísticas” no tienen epígrafe sino “título”– y que habitualmente van al pie o al costado de la imagen respectiva. Sin embargo, la idea de rótulo, de encabezamiento, es también una de las acepciones de la palabra epígrafe. Porque el prefijo “epi” significa, según el erudito diccionario de la lengua, tanto después como sobre. Es decir que tiene tanto un sentido espacial como temporal. Así, en general, el epígrafe se escribe después y se pone arriba o abajo. Eso es, exactamente.
La pregunta inmediata es para qué sirven –si sirven– los epígrafes. Es que si atendiéramos al tonto equívoco irresponsable, a la efectista declaración de que una imagen equivale a mil palabras, parecería absurdo recurrir al pesado repertorio del diccionario para hablar/escribir de las cuatrocientas y pico de imágenes que nos esperan libro arriba. No saquen la cuenta de lo que ocuparían las cuatrocientas mil y pico palabras de este engrosado epígrafe.
Pero la cuestión está mal planteada: nada equivale a nada. Se trata de órdenes de fenómenos distintos, a veces complementarios, a veces –paradójicamente– contradictorios. La foto que el enamorado saca del bolsillo dice mucho sobre cómo es (o parece) ella, pero sólo una charla en el café de hora y media puede dar una idea de lo que significa ella para él. Tampoco alcanza una descripción verbal, muy pormenorizada, del Guernica picassiano para saber de qué se trata; hay que verlo. Es algo que se ve, no se explica. Y las experiencias no son sustituibles: porque si uno además “sabe” –porque leyó– que Guernica es un pueblo arrasado por la aviación fascista durante la Guerra Civil Española, la imagen adquiere un plus de sentido (ni necesario ni suficiente para “entender”: no hay nada que entender), otras resonancias. Y cabe incluso pensar, sin contradicción, que esos saberes conexos a la imagen pura, al “cerrar” el sentido, puedan artísticamente empobrecerla.
Pongo una imagen de un señor de bigotes blancos y pelo ralo desordenado y abajo, en el epígrafe: hombre maduro de raza blanca. Y otra de uno más alto y canoso: hombre de raza negra. No miento. Puedo cambiar en el primer caso el epígrafe y poner “sabio del siglo XX”, y en el segundo caso, “líder político del siglo XX”. Y es cierto. Pero puedo poner también “viejito desprolijo” o “negro sonriente” y es cierto también; o –finalmente– escribir en el epígrafe “Albert Einstein” y “Nelson Mandela” y en este caso puntual será también o, sobre todo, cierto.
Quiero decir: la carga y la cantidad de información están en la foto pero también fuera de ella, y se expresan con las palabras. El epígrafe siempre recorta uno de los sentidos posibles, dentro de los sentidos múltiples que conviven sin pisarse en una instantánea.
Palabra preciosa, ésa: instantánea. La foto periodística captura el momento (perdonando el lugar común) y al hacerlo consigue un alto grado de realidad (la espontaneidad del “instante”) y –a la vez– propone un corte arbitrario que supone una soberbia dosis de abstracción: eso es apenas un momento en una secuencia (ausente) que le da sentido y de la que podemos o no tener idea cierta... La instantánea “revela” y “miente” a la vez. Y la interpretación, la lectura de la foto –si cabe– es siempre verbal.
Es notable lo que suele suceder cuando se usan fotografías “genéricas” de agencia o fotos famosas de fotógrafos ídem para ilustrar notas periodísticas o tapas de libros. También pasa con cuadros figurativos con alto poder “narrativo” o sugestivo: Hopper, Magritte, entre otros habitualmente saqueados. La imagen funciona como interpretación, comentario, adorno o extensión/expresión por otros medios del “sentido” de un texto previo; es la inversa del epígrafe. Lo notable es cómo se suele usar la misma imagen para textos tan diversos. Ahí la aberración del principio del mil por una adquiere su costado más perverso.
Y la última acerca de estos cruces. Es bárbaro comparar los epígrafes de la misma foto futbolera –o de dos fotos muy similares– en el diario del lunes. No sólo son diferentes las descripciones de una pelota dividida y más o menos equidistante –uno explica cómo un delantero escapa del defensor mientras otro describe cómo el defensor lo intercepta– sino que las consideraciones de ese epígrafe estarán entintadas por el clima resultante del resultado, si cabe la expresión. Lo que se ve y lo que se sabe que pasó operan juntos y si no siempre coinciden, se tiende a hacerlos coincidir: los fotomontajes o las fotos intervenidas con globitos de diálogo trabajan sobre esa incontrolable ambigüedad.
Pero, ¿a qué viene todo esto?
Viene a cuento y a cuenta de las maravillas conmovedoras que siguen a este divagante epígrafe que no sabe dónde ponerse.
Quiero decir: todo lo que muestra y dice una foto, ¿quién lo muestra y/o dice? Lo dice la imagen misma, su elocuencia suficiente, antes que nada. Pero una imagen no existe antes de que alguien la construya/revele/encuentre y enjaule. Y de que se publique. ¿Y de quién es una foto, entonces? Por lo menos de tres. Del objeto/sujeto fotografiado, del fotógrafo que la cazó y –finalmente– del que la edita, la pone a consideración, la contextualiza y publica, expone para ser vista. Así, hablando con propiedad, la foto es, al mismo tiempo, del propio fotografiado, del fotógrafo apropiado y del medio apropiador.
Pero pensemos en el ejemplar y emblemático “caso Fuentealba” y en este libro, en este espacio y esta –diferente– instancia de publicación. En este contexto, lo que no sucede en otros, la foto ya no es de un fotógrafo ni mucho menos de un medio en particular sino que pasa a formar parte de un conjunto, un colectivo significante armado, seleccionado, (también) recortado pero con criterio ejemplar: recuperar, rescatar, recoger la mayor cantidad de significaciones posibles latentes y actualizadas en las imágenes más ricas del último año argentino y sus aledaños.
No es poco. Es demasiado, casi. Como para callarse de una vez. No sé cuántos miles de palabras llevo escritas. Suficiente: vamos ver lo que sigue. Vale la pena y el gusto.
Muestra anual de fotoperiodismo argentino.
XIX edición.
Del 3 al 27 de julio.
Palais de Glace (Posadas 1725)
Martes a domingo, de 12 a 20
Entrada libre y gratuita.
Este texto de Juan Sasturain está incluido como prólogo, con el título “Epígrafe tímido a imágenes desaforadas”, en el catálogo de la muestra.
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