Domingo, 29 de junio de 2008 | Hoy
FAN > UNA ESCRITORA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA
Por Hebe Uhart
Una de las películas que más me impresionaron en mi vida es Adela H., con Isabelle Adjani. No necesito volver a verla porque la tengo absolutamente incorporada a mi memoria. Adela era hija de Victor Hugo y se fue a vivir a una ciudad de provincia; dormía en una buhardilla estrecha, leía mucho, iba a la librería y al banco a buscar el cheque que le mandarían de la casa, con tal de sacársela de encima (debería ser difícil). Tanto en el banco como en la librería tenía dos candidatos posibles que la miraban con buenos ojos, pero ella no tenía ojos para nadie porque estaba un poco loca. Su ruta era librería, banco, buhardilla. Pero también, porque estaba enamorada de un oficial de una guarnición destacado en esa ciudad (no me acuerdo si eso venía de antes). Y él era el prototipo de joven convencional, lindo, aplomado, de buenas maneras. Ella lo empieza a acosar; se le aparece de una forma muy extraña y abrupta; ella se hace presente como una recurrencia, como una maldición, él no sabe qué quiere ella de él, se acerca a los lugares que él frecuenta con el mismo paso firme que usaba para ir a la librería y al banco. Por fin él, picado por la curiosidad, le habla y queda en pasar a buscarla por la posada (qué mierda querría ella). La escena que más recuerdo es cuando él está esperando abajo (ella tarda mucho en bajar). Cuando por fin baja se había arreglado de forma muy desastrosa y aparatosa, como les pasa a ciertas novias que mejor no las hubieran arreglado nunca. Quedó más fea, pero esto no es tan terrible (no era fea) sino lo rara que quedó. Yo me identifico con ella no por la tardanza en bajar (siempre he ido a los más diversos foros más rápido que un bombero) sino porque imagino cómo empleó el tiempo previo a la cita: cuando yo me tenía que encontrar con algún novio y me esmeraba en aparecer muy bien, me quedaba un pirincho del pelo parado y no lo podía dominar. Posiblemente, esa forma de arreglarse tan artificiosa o mi pirincho parado tenga que ver con “Me tiene que querer de cualquier forma en que me vea, aunque mi aspecto sea amenazante o consternante”. La paradoja es que cuanto más rara aparece, más ella misma aspira a ser. Por supuesto que Adela H. no tiene éxito con ese oficial. Por más que se mude de guarnición ella lo sigue a todos lados, siempre con su paso decidido, el de ir a la librería y al banco. Porque ella no es una chica de hacer un paseo moderado, digamos ir a dar una vuelta al perro al centro mirando vidrieras: una vez que sale de la buhardilla, no para hasta Marte. Y así llega, finalmente, al Africa –enferma, harapienta y más loca que nunca–, y se reclina en el regazo de una negra vieja, que no le pregunta qué le pasa porque no conoce el idioma de Adela H., ni la siente amenazante porque, a lo mejor, cree que la locura es transitoria, y no se dedica a analizar mucho ni a denunciar públicamente la pobreza o las injusticias (ahora decimos cosas sesudas sobre la otredad o la alteridad). La negra sabe lo que Adela H. necesita.
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