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Domingo, 24 de agosto de 2008

Pienso, luego existo

Esta semana, Carlos Altamirano presentó, junto a Ricardo Piglia, el proyecto que encabeza: la Historia de los intelectuales en América latina (Katz). Una historia que no pretende delinear lo que deberían haber hecho ni construir la historia de una elite, sino indagar efectivamente en lo que hicieron, qué relación tuvieron con los hechos históricos y cuáles fueron las diferentes condiciones que permitieron la aparición de los intelectuales a lo largo y ancho de nuestro continente: el rol del eje París-Madrid, la guerra hispano-norteamericana, el surgimiento del periodismo, las figuras de Darío, Bello y Borges, la relación de las mujeres con la masonería y el socialismo, la revolución cubana. A continuación, el mismo Altamirano y algunos de los intelectuales involucrados en este primer tomo hablan de este mapa que permite entender mejor la historia de este continente en un momento fundamental para su historia.

 Por Angel Berlanga

¡Cómo suena! Historia de los intelectuales en América latina. ¡Uah! Un título que, en principio, y cada cual con sus gustos por las épicas, quiere sintetizar una gesta que parece tan compleja como un viaje a las estrellas, o la suma de universos imposibles de ordenar. Pero no: enseguida, páginas adentro de este libro recién publicado, el primero de dos volúmenes del proyecto que dirige Carlos Altamirano y edita Katz, se aclara la escala, la pretensión, las búsquedas, las limitaciones. “Si no todos los países y tampoco todas las figuras descollantes han hallado albergue en sus páginas –anota el historiador Jorge Myers, a cargo de la edición de esta primera parte–, se debe al hecho de que ésta es una obra que ha buscado abrir un campo, indicar interrogantes, plantear hipótesis que sirvan para orientar investigaciones futuras.” Luego, ya ensayos y artículos adelante, queda a la vista el enorme trabajo que componen los 23 académicos de diversas nacionalidades para abordar el período que va desde la conquista al modernismo. Es que no había historias de este tipo: ésta es la primera. Establecer, entonces, puntos de contacto o divergencias entre lo ocurrido con las ideas y los ideólogos en los distintos países y/o regiones del continente, sus imposiciones y sus fracasos, sus relaciones de consolidación o de ruptura con respecto a los grupos de poder, configura un panorama sobre la identidad y los roles de los intelectuales latinoamericanos.

Dice Altamirano, en su estudio del barrio de Palermo, que una de las ideas que rigió al proyecto fue esquivarles a las historias de las elites culturales “regidas por una narrativa edificante”. No caer, dice, en el trazado de una galería de héroes culturales, ni en “aquella otra que invierte el ejercicio para practicar el procesamiento a los intelectuales”. Ese sería el paradigma normativo, plantea este investigador del Conicet, por estos días director del Programa de Historia Intelectual Latinoamericana de la Universidad Nacional de Quilmes. “Tratamos de poner el foco no sobre qué deberían hacer, no considerarlo sobre una clase ética cuyo papel es guiar a la humanidad o traicionarla, sino examinar qué hacen efectivamente, qué papel han tenido, cuáles han sido sus relaciones con las luchas y el ordenamiento político, con la estructura social, pero también con los espacios culturales que los propios intelectuales generan como parte de su propia dinámica.” El recorrido arranca desde “el letrado colonial” en el siglo XVI, se detiene en los contextos de las independencias y los primeros años de las naciones, enfoca en los relatos de esos orígenes y en la prensa como vehículo fundamental de difusión y puesta en público, explora espacios de reunión y formación, cuenta de exilios y de damas pioneras, muestra a Rubén Darío como arquetipo de artista modernista y desemboca en París, meca para unos cuantos escritores hispanoamericanos a comienzos del siglo XX.

Carlos Altamirano
Foto: Xavier Martín

¿En qué momentos interactúan con mayor intensidad los intelectuales latinoamericanos, con una visión más integradora?

–En el siglo XIX, en general, cada zona está aplicada a sí misma, a tratar de ver qué orden se va a generar a partir del derrumbe colonial, qué configuración política se puede elaborar. Poco a poco, a medida que se pacifican estas repúblicas, hacia el último tercio del siglo, comienza a haber cierta comunicación, pero no demasiada, porque las metas a lograr, los modelos a seguir, están afuera: Estados Unidos, Francia. En 1898, a raíz de la guerra hispano-norteamericana por la cuestión cubana, hay un sacudimiento extendido, porque el país que aparecía como referencia ejemplar se transforma en un Estado amenazador, expansivo, a costa de estos otros países. Este es un momento de intensa comunicación: uno cita el texto “Ariel”, de José Enrique Rodó, que tiene eco en todo el subcontinente. Luego, en 1918, la reforma universitaria, que tiene su génesis en Córdoba, es un movimiento que ayuda a producir una red de conexión con enorme resonancia: ahí va a parecer una tentativa de establecimiento de comunidad hispanoamericana. Algo antes, algunas figuras, como Manuel Ugarte, ejercen como una suerte de embajadores que conectan a miembros de las elites intelectuales de distintos países.

Más acá en el tiempo, Altamirano destaca los años ’60 como otro momento significativo de contactos en torno de las problemáticas de la modernización, el desarrollo, la dependencia, con una alta participación de sociólogos y economistas, de intelectuales que practican disciplinas del mundo social. “Bueno, y obviamente Cuba”, dice. “Fue un gran acontecimiento, muy importante en las posibilidades de la comunidad latinoamericana. Por el efecto general, por la creación de instituciones de reconocimiento y sociabilidad intelectual: la revista Casa de las Américas, los premios literarios, las visitas, Cuba como una meca. Una meca política, pero también cultural, la idea de que allí se había abierto el primer territorio libre de América latina, Cuba como faro y ejemplo. Eso va a ser otro factor que va a precipitar la comunicación entre miembros de las elites intelectuales de diferentes países. Y sin poder disociar mucho de esto, el momento del boom de la narrativa latinoamericana, que tiene mucha intensidad. Es significativo el hecho, práctico, de que la novela que va a instalar a García Márquez en el mundo se lance en Buenos Aires. Una revista, Primera Plana, y una editorial, Sudamericana, ambas argentinas, juegan un papel muy importante.”

Pero de esto ya tratará el segundo tomo, cuya publicación se prevé para marzo próximo. La edición de ese volumen, que contendrá otra treintena de ensayos, estará a cargo de Altamirano. En lo cronológico, esta historia llegará hasta fines de la década de 1980. “Los cambios que ha experimentado la sociedad argentina en los últimos años, y también la latinoamericana, por supuesto, redefinen los roles y la inserción del trabajo intelectual en la configuración social”, dice. En la introducción general, este estudioso consigna entre esos cambios el derrumbe soviético, la mediatización (frenética), el proceso globalizador. “Me parece que hoy es más fuerte la idea de América latina como espacio intercultural que como sujeto de una identidad sustancial que debe ser indagada o protegida”, dice.

Altamirano sostiene que lo novedoso de esta historia es que “no pretende constituirse en un paradigma total”. Que no busca reemplazar historiografías vecinas, la económica o la social, y que, más aún, quiere “aprender de ellas”. “Pero encuentra insatisfactorias las respuestas que puedan dar a una serie de preguntas: ¿por qué ciertas crisis en determinados lugares producen revoluciones, y en otros no? No hay una respuesta económica a eso. Quiere decir que hay una dimensión de la política que tiene una dinámica, una lógica, que no puede ser reducida al espacio que emplea el lenguaje marxista, la superestructura. También tiene que ver con el crecimiento de la historia cultural, que es también uno de los rasgos de este tiempo; pero aunque a los ojos de algunas personas la historia cultural encarna la vanguardia del saber historiográfico, no todos los que la practican tienen esta idea, como decirlo, mesiánica o profética de este enfoque. Lo que uno encuentra, entonces, es un panorama más híbrido de enfoques y metodologías.”

Y por eso en el libro hay abordajes que provienen de la antropología, la historia política, la sociología de las elites, la crítica literaria. Un surtido, “una conversación”, que le dicen. Altamirano destaca que uno de los puntos de partida fue adoptar como hipótesis una afirmación de Tulio Halperin Donghi: que el intelectual, en América latina, proviene del letrado colonial. Esa “evolución” implicaría, a grandes rasgos, un tránsito desde la fuerte dependencia del letrado de los poderes públicos hacia la “independencia” como término de propaganda del intelectual y supuesta “garantía de idoneidad”. “Un rasgo de modernidad es afirmar su autonomía respecto de los imperativos del poder político, religioso y económico, lo que parece un esquema ideal, pero después uno encuentra que las cosas están un poco más mezcladas”, dice Altamirano. “Porque aquellos escritores, filósofos, pensadores y antropólogos que en México tuvieron un papel muy relevante después de la revolución de 1910, por ejemplo, estaban en dependencia del Estado, que patrocinaba sus actividades, y no por eso uno va a dejar de considerarlos intelectuales. Los roles varían por países, regiones, épocas. Hay otro elemento a tener en cuenta: los diferentes tipos de intelectuales. Hay figuras más próximas a aquellos que ejercen un saber técnico, expertos por lo general ligados a órganos públicos o privados, los que a veces se llaman tecnócratas; en otro polo, podría decir uno, ya el escritor, que aparece, si uno quisiera hablar con un lenguaje marxista, como un productor simple de mercancías, que tiene que vender eso a un empresario. Y el periodista.”

Porque desde el comienzo, dice Altamirano, desde que la palabra “intelectual” empieza a usarse, a hacerse moneda corriente, los periodistas constituyen una de las fracciones de ese universo. “Generalmente en las historias se recuerdan los grandes nombres de escritores, o científicos”, explica. “Pero los periodistas están ya entre quienes suscribieron esa brevísima declaración, solicitando una revisión del juicio en el que se había condenado al oficial judío Dreyfus, algo que por lo tanto los enfrentaba con la derecha autoritaria militar y civil. No se puede hacer una historia de los intelectuales sin una historia paralela, o auxiliar, de la prensa.” Es que la aparición de esta figura tiene mucho que ver con revistas y diarios. “Es gente que escribe para la opinión pública”, señala. “Y el nombre con el que Sarmiento designa a la figura que él mismo encarna es ‘escritor público’. Uno podría decir que Sarmiento estaba ahí, entre el escritor y el periodista. Y esto no era un hecho raro, era algo corriente.”

–Ojo, yo con esto no quiero granjearme la simpatía de los periodistas –aclara Altamirano.

Claro, una maniobra para que vengan de todos los medios.

–‘‘Vamos con Altamirano, que habla bien de nosotros.”

Ya imagino el título de la nota: “Altamirano ahora quiere ser periodista”.

Le da risa.

Como otras sociedades periféricas –Europa Oriental, e incluso Norteamérica–, lo latinoamericano estuvo marcado por las metrópolis culturales centrales, como París. Londres y Berlín, también. Las sedes de tejedurías de “grandes ideas”, de “grandes corrientes estéticas”. “Esto confirió una dinámica por la cual el reconocimiento de las figuras centrales muchas veces remitía al exterior”, explica Altamirano. “Sartre, por nombrar uno, era un modelo intelectual a los ojos de los franceses, pero también era un ejemplo para muchos intelectuales en América latina. Esto hace a una comunidad descentrada, en el sentido de que los centros de prestigio estaban en el exterior. Por tomar el caso de la Argentina, diría que es con Borges, y no con el de los años ’20 o ’30, sino el de la segunda mitad de los ’50, cuando aparece claramente un ejemplo de literatura para los argentinos: ya no se trata de escribir como alguien de alguna otra comunidad literaria sino de hacerlo como el que pertenece a una propia.”

Los vaivenes y las incertidumbres de los procesos sociopolíticos del continente también dan rasgo: “El intelectual no ha dejado de estar envuelto en todas las peripecias e historias que han sido muy brutales, por momentos muy crueles”, dice. “Y eso implicó un riesgo permanente para la vida en estas sociedades.” Europa, sin embargo, no fue siempre centro: las guerras mundiales le ensangrentaron el brillo. “Dejó de representar por un tiempo aquella civilización ejemplar a la que había que acercarse”, dice. “Y entonces se activa la idea de que América latina puede ser la tierra de la esperanza, de la utopía, allí donde Europa realiza sus sueños. Después de 1939, intelectuales como Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes ven para estas tierras la ocasión de retomar la empresa de la construcción liberal. En este marco es donde madura la idea de cómo tiene que comportarse el intelectual. Borges lo formula muy bien respecto del escritor: es el que considera toda la herencia europea como propia, el que puede moverse aún más libremente que los europeos, que están sometidos a las restricciones y rivalidades nacionales. Las guerras trastornaron la visión de Europa como ejemplo de los altos logros de la civilización. Y luego aparecieron como referencias Estados Unidos y, para muchos otros, los soviéticos, sobre todo desde el punto de vista socioeconómico, la idea del plan, la planificación.”

Pensé que iba a tener más presencia Martí.

–Es que los estudios no se ordenan en torno de figuras.

Es cierto; hay muchísima presencia de Sarmiento, sin embargo.

–Sí, pero no hay un capítulo dedicado a Sarmiento. No creo que atraviese todo el volumen, pero su figura ilustra todo el capítulo de la historia del “escritor público”, que no es únicamente argentino.

El único que tiene un capítulo dedicado es Rubén Darío.

–Claro, pero, ¿por qué? Aparece como un tipo, encarna el momento en que aparece una clase a la que uno podría referir como el escritor como dandy, la estetización de la definición del escritor como artista. Tampoco se dedica un capítulo a Andrés Bello, que tiene un papel muy importante en los años 1840 en Chile, el primer país que en Hispanoamérica logró estabilizar el orden político y organizarse más o menos legalmente, lo que dio lugar a que se generara una esfera pública con una prensa que dará espacio a muchos intelectuales: Sarmiento se ejercita como polemista en Chile.

Altamirano plantea que, en la actualidad, la función del ideólogo, “en el sentido de aquel que ofrece una visión sintética de la marcha del mundo social, económico y político”, es ejercida más por los periodistas que por personas ligadas al saber académico o a la práctica literaria. El “todólogo” se contrapondría al portador de un saber profundo y específico, que “interviene de manera más focalizada”, y Altamirano parece ubicar, hoy día, a “los periodistas” en un paquete y a “los académicos” en otro. En fin... No parece, además, muy conmovido por los cruces de ideas en el conflicto de los últimos meses, porque ve, en la acción de los intelectuales –y subraya que busca reconocer la situación y no censurarla–, búsquedas de producción de consenso en torno de la política oficial, de un lado, o críticas al oficialismo, del otro. “Discursos –concluye– más próximos a la propaganda que a la reflexión.”

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