Domingo, 31 de agosto de 2008 | Hoy
El cine de Pino Solanas ha ido transitando tanto el documental como la ficción, pero siempre atravesado por la realidad, la política y las vidas de los argentinos libradas a ellas. Sin embargo, tras 2001, el director de La hora de los hornos, Los hijos de Fierro, Sur y El exilio de Gardel se entregó con fruición a filmar un ciclo de documentales sobre los motivos y las consecuencias del derrumbe del país. La próxima estación es la cuarta entrega y disecciona impiadosa y acertadamente el desmantelamiento de esa suerte de estructura ósea de un país como lo es su red ferroviaria. Voces, testigos, víctimas y pueblos enteros desaparecidos pasan frente a cámara, junto con cifras y gráficos, para delatar la invertebrada realidad a la que se condena al interior del país.
Por Mariano Kairuz
En su película sobre los trenes de la Argentina, Pino Solanas no se limita a trazar la historia de la devastación del sistema ferroviario. Cuarta parte de un proyecto más ambicioso, de una serie de investigaciones para una reflexión global, la historia grande que se cuenta en La próxima estación es la de cómo detrás de esa cosa mal llamada el tren de la historia, lo que hubo en realidad fue un plan sistemático para terminar de sumir al país en la dependencia absoluta. La de cómo es que hoy estamos como estamos; y cómo en este estado de cosas juega un papel central la pulverización de la conciencia pública. De cómo –con la privatización del tren que de todos modos siguió siendo subsidiado por el Estado, y el desguace y saqueo de rieles y vagones, como caso paradigmático– se llegó a creer que los bienes y servicios públicos concesionados ya no le pertenecen a la ciudadanía.
Desde la fundación del Ferrocarril del Oeste en 1857 hasta el actual colapso general del transporte, La próxima estación recorre un proyecto de país que quedó partido al medio, exponiendo de entrada la falacia original que se consolidó en torno de su creación: que los primeros trenes argentinos fueron ingleses. Aquel primer Ferrocarril del Oeste perteneció enteramente a Buenos Aires, y cuando más tarde los ingleses finalmente se interesaron, fueron ampliamente subsidiados por el Estado argentino mediante créditos, exenciones impositivas y otras de las ventajas desproporcionadas a las que estaba acostumbrado el capital británico en la Argentina. La película hace una dinámica síntesis de los hitos de la historia posterior del ferrocarril: ese plan de promoción regional que vino a implementar el “tren de fomento” creado en 1907; la nacionalización de los trenes a través del cobro de la deuda que Inglaterra tenía con la Argentina en la posguerra inmediata (el episodio es contado risueñamente por el propio Perón en un clip de archivo, donde lo describe como una hábil maniobra de su ministro Miguel Miranda); y los primeros pasos hacia la reducción de la red ferroviaria durante la presidencia de Frondizi, con el desembarco del lobby automotor: autos, camiones y petróleo como primer gran factor de presión contra los rieles. Y llega hasta el todavía demasiado reciente golpe de gracia, cuando, con Menem, ramal que paró cerró, e incluso los que no pararon también desaparecieron, esfumándose con ellos decenas de miles de puestos de trabajo y cientos de pueblos que existían en función de estaciones que se volvieron fantasmas. Para el final, la perpetuación de los concesionarios del menemismo durante la actual administración.
Solanas arma este mapa desolador a través de un ordenamiento ágil y didáctico de múltiples testimonios de trabajadores y ex empleados, ingenieros e historiadores ferroviarios, y de funcionarios, mientras va actualizando la cartografía del tren argentino, sus expansiones y retrocesos. De esta manera y a través de un tema central tan específico y articulador de muchos otros, La próxima estación se convierte en la cuarta entrada de la serie de documentales sobre el gran desastre argentino y la potencial recuperación, que Solanas inició cinco años atrás con Memoria del saqueo. Después de aquella película, cuyo disparador más directo fue el incendio social y político de diciembre de 2001, estrenó La dignidad de los nadies (2005, una épica de la resistencia popular, armada de casos individuales y colectivos frente la crisis) y, el año pasado, Argentina latente (“ensayo testimonial” sobre los recursos –técnicos, intelectuales– con que cuenta el país para su reconstrucción). “Empecé a hacer esta serie de películas –explica Solanas– en el verano de 2002. En aquel entonces fue naciendo la idea de hacer un gran fresco sobre la Argentina, y de responder a las preguntas que se estaba haciendo fundamentalmente la gente joven. La generación de mis hijos, sus amigos, los estudiantes, con quienes tengo una relación muy fluida; ver qué había pasado, cómo era posible todo aquello; que hubiera un país riquísimo en alimentos, con hambrunas. Ensayar una gran crónica de reflexión sobre la Argentina de principios de siglo. Pero al viajar, meterme adentro, conocer personajes y anécdotas, el proyecto fue creciendo y para 2003 comprendí que no podía ser una sola película, ni siquiera una que durara tres o cuatro horas. En un primer momento me dije: voy a continuar el discurso de La hora de los hornos, por supuesto que con los ajustes de la evolución de mi pensamiento desde aquella época, pero retomando la reflexión, el cine–ensayo que fue aquella película, y decidí dividirla en capítulos. Todavía no encontré un título global adecuado, aunque pensé titularla Crónicas argentinas del siglo XXI. Pero es importante verlas, a estas cuatro películas y a la que va a ser la quinta y última parte (ver recuadro) como un todo.”
¿Cómo se originó el episodio específico del ferrocarril?
–Ya en 2002 filmé la secuencia del Taller de Alta Córdoba, al comienzo de la gran secuencia del despojo, que narra cómo se vendieron las estaciones y se arrumbaron, remataron y saquearon vagones, rieles y otros materiales. Pero seguí filmando y acumulando material durante estos años, y me encontré con que el tema de los ferrocarriles exigía una película por sí mismo. Porque el sujeto concreto son los ferrocarriles, pero hay un tema mayor: el de los servicios públicos.
Es lo primero que se enuncia en La próxima estación: ya no se sabe qué es el patrimonio público.
–El de las relaciones entre lo público y lo privado es el gran tema que lo domina todo, y que surge como consecuencia de las políticas de privatizaciones que tuvimos: no sólo los ferrocarriles fueron vaciados sino que ha habido un vaciamiento de todo el sistema de transporte. Iberia vendió de entrada los 28 aviones y todas las oficinas que Aerolíneas Argentinas tenía en las principales capitales del mundo. Se vendió hasta la flota mercante de YPF. ¿Cómo puede ser? Hubo un plan premeditado de dejar a este país, que es un gran productor de materias primas y lo era de productos manufacturados, sin sistema de transporte. Y no existe nación soberana independiente sin un sistema de transporte que la integre, la vincule, la articule. Habiendo desarticulado todo esto –al no dejar en pie la flota de aviones, ni de barcos, ni de trenes–, se golpeó duramente a la Argentina en su desarrollo como nación, y a las economías regionales: el ferrocarril era el principal instrumento del comercio interregional. La mayor parte de los pueblos del interior no tenían acceso pavimentado a las rutas, quedaban aislados cuando llovía.
En la película se explica por qué el ferrocarril es insustituible.
–Así es: el ferrocarril es el único medio que en las peores condiciones climáticas puede entrar y salir de un pueblo, algo que no puede hacer un auto, ni un camión, ni un ómnibus. Y no es un problema de renta, ni el del ferrocarril ni el de los servicios públicos: lo perverso de las ideas neoliberales es que nos hicieron creer que los medios y servicios públicos debían dar ganancias y beneficios. Pero las escuelas y los hospitales dan un servicio público y no se les pide que den ganancia sino que den un servicio eficaz, económico, estable, a las demandas de la sociedad. El ferrocarril está subsidiado en todas partes del mundo, y tiene que tener tarifas económicas porque es el principal medio de locomoción del pueblo, y de los productores pequeños y medianos: el tren permite llevar la carga pequeña, difusa, a los dos, tres pueblos vecinos. Todo eso lo mataron, y con esa muerte se creó un empobrecimiento en cadena. Un país de grandes extensiones como el nuestro, sexto productor mundial de alimentos, es impensable sin ferrocarril, que hoy es de 8 a 12 veces más barato que el transporte automotor, mientras que se sabe que el petróleo va a seguir subiendo, y que en estas condiciones no vamos a poder sacar la cosecha a puerto.
La película denuncia el enorme saqueo material que propiciaron las privatizaciones. Pero en un momento dice que “la mayor derrota que ha sufrido la Argentina es cultural”.
–Es que la Argentina necesita una profunda reforma educacional. Tenemos una ciudadanía muy desinformada y muy confundida, no sólo por el sistema educativo sino también por los medios masivos. Nadie tiene conciencia de lo que le pertenece: lo que es público lo es porque generaciones de nuestros antepasados lo financiaron, y eso no le pertenece al Estado, nos pertenece a nosotros. El Estado es el administrador del consorcio de copropietarios que son los ciudadanos del país. Y hay que cuidarlo entre todos. En el imaginario colectivo quedó esta idea de que los trenes nos daban una pérdida monumental, y que por suerte nos los sacamos de encima. ¿Cómo que por suerte? Hoy pagamos por mantenerlos dos veces más que antes de la privatización, y tenemos sólo una quinta parte de los trenes que teníamos antes. La gente no tiene idea de esto, sólo conoce el maltrato que le da el servicio. Por eso el final de la película es el tren para todos, cuidado por todos. Que en el control de los ferrocarriles participen asociaciones de pasajeros y usuarios, junto a los trabajadores y los técnicos y los funcionarios. Porque ése es otro de los subtemas: que la impunidad del saqueo es consecuencia de la destrucción del Estado; porque no hay quién controle; porque se ha domesticado la Justicia para hacerla funcional al Estado neoliberal.
Después de esa película esencial del documental latinoamericano que fue La hora de los hornos, Solanas se volcó a la ficción, pero sin abandonar nunca del todo el cine político. Así como con Los hijos de Fierro (1975-1978) se propuso hacer una recreación del Martín Fierro que fuera a su vez reflejo de su propio momento histórico (narrando, en palabras del director, “la resistencia cotidiana de los trabajadores contra el sistema oligárquico militar”), en sus ficciones dramáticas más recordadas, El exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), Solanas inventó personajes cuyas historias reconstruían una realidad cercana, el contexto histórico que la dictadura reciente había anulado del cine. ¿Por qué, a pesar de que la ficción le había dado esa posibilidad, eligió volver al formato documental de sus inicios? “Cuando en 2001/2002 el Indec denunciaba 36 mil muertos por desnutrición o falta de asistencia médica; un 62 por ciento de la población por debajo de la línea de pobreza –dice Solanas–, sentí que había que repensar el país otra vez. Cambió mi vida, y yo volví a la actividad social y política. Pero la ficción y el documental son dos cosas bien distintas: lo que hace la ficción es expresar, más que explicar. Prefiero entonces hacer un documental para pensar el país, en lugar de una ficción didáctica. Se ha dicho que El exilio de Gardel es una película
política, pero eso es un disparate. Mucho más política es Casablanca, con el tema de la ocupación nazi y la resistencia. El exilio... son cuentos y cantos del exilio, del acontecer cotidiano del exilio, donde está lo burlesco, lo satírico, lo triste y lo costumbrista, con metáforas coreográficas, recreando el género dramático musical. Sur también era un musical, con un preso político que sale de la cárcel, pero en esencia eran varias historias de amor. Son dos películas que no tenían el análisis de los problemas políticos; sí un marco histórico, pero eso es menor. Para el gran fresco de la Argentina que me propuse preferí el documental, que es testimonio y análisis.”
Sin embargo, adelanta el director, entre sus proyectos para el futuro cercano lo entusiasma la idea de volver a la ficción. Uno de las libros que ya tiene avanzados, dice, es Los hombres que están solos y esperan, “una evocación de los años de Raúl Scalabrini Ortiz”. Que no fue un personaje más en la vida de Pino Solanas. A él pertenecen dos libros fundamentales sobre la red ferroviaria nacional: La historia de los ferrocarriles argentinos, de 1945; y Los ferrocarriles deben ser del pueblo argentino, de 1946. Y también fue una figura tutelar en sus primeros años de militancia, en los ’50. “Soy de la generación que aprendió la historia argentina leyendo sus libros: es Scalabrini quien descubre en los años ‘30, haciendo investigaciones muy profundas que nadie hacía, la falacia de que los ferrocarriles los habían financiado los ingleses. Pero además lo traté personalmente: vivía a la vuelta de la casa y estudiaba con su hijo, así que en los años ’56, ’57 frecuentaba su hogar, iba a escuchar sus conferencias, como las del filósofo Carlos Astrada, las de los revisionistas. Son esos años los que quiero evocar con esta película, que voy a hacer cuando termine el quinto documental. Repasar tres, cuatro décadas del país a partir de una serie de ficciones y personajes como él, como Jauretche.”
Como en sus películas previas, y a pesar de haber exhibido el proceso por el que se aplastó la conciencia pública sobre el tema –junto con la alguna vez poderosa cultura sindical de los servicios públicos–, Pino Solanas termina La próxima estación con una nota esperanzada: es posible recuperar los trenes. “Yo creo que hoy están impidiendo la reactivación dos cosas: una suerte de inmovilismo, que viene de mucho arrastre, y una profunda desinformación. El plan para desarticular la Argentina fue impulsado por el Banco Mundial desde fines de los ’80, pero también es cierto que los gobiernos que vinieron no lo cuestionaron. Hay una secuencia que para mí es un testimonio monstruoso: en octubre del año pasado, Presidencia de la Nación autorizó a poner en venta la Estación Central de Santa Fe. ¿Qué representa esto? Olvidémonos de que es un buen edificio, un bonito patrimonio cultural; lo que esto representa es que no hay ningún proyecto ni remoto de volver a colocar el tren; hoy se siguen vendiendo las estaciones que quedan. Los concesionarios son los mismos que en el menemismo. La complicidad, la ignorancia, la mediocridad que hemos tenido desde Menem en adelante hasta Kirchner y Cristina. Pobre Presidenta: que le hagan decir que la modernidad en la Argentina es el tren bala, algo que nos ataría por treinta años a deuda externa, a un costo de entre 10 y 15 mil millones de dólares, que no tiene transferencia tecnológica (ni repuestos, ni nada) porque es una trocha diferente a todas las otras, que tiene un boleto tan caro como el de un avión. El tren eléctrico Buenos Aires-Rosario por día consume tanta electricidad como una ciudad de 100 mil habitantes. Se permite que los concesionarios sean los encargados de hacer las reparaciones y le facturen al gobierno el doble o el triple de lo que corresponde; se perpetúa, en esa caja negra que se reparte, la ineficiencia, la ineficacia, la torpeza.”
Pero, insiste, es posible: puede (y debe) repensarse el transporte, ordenarlo, darle un diagrama. Que aspira a que su película inspire a la ciudadanía a exigir una reconstrucción y democratización del sistema de transporte: “Que se restablezcan los servicios públicos, pero esta vez con participación de trabajadores, organizaciones de consumidores, etcétera. Que esta vez sean verdaderos organismos de Estado. Pero no hay recetas automáticas, ni mágicas; para esto es indispensable la decisión política. Con decisión política se puede, y debería estar. No han pensado que volver a tener el ferrocarril sería la mayor reivindicación que pueden tener las provincias, hoy que uno está condenado a viajar en ómnibus”.
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