Domingo, 31 de agosto de 2008 | Hoy
Las ceremonias de apertura y cierre de las Olimpíadas fueron las niñas mimadas de la organización china. El mundo se babeó y repitió como bobo que estábamos frente a una ceremonia “como sólo los chinos podían hacer”. Pero hubo dos datos que nadie registró demasiado. El primero, que el director de ese espectáculo fue Zhang Yimou, el célebre director disidente de películas como Sorgo rojo, Esposas y concubinas y La casa de las dagas voladoras, durante años enfrentado al régimen comunista que censuró sus trabajos. El segundo dato: fueron los ingleses (organizadores de Londres 2012) y el mismo Yimou quienes lo pusieron en evidencia con sus declaraciones, la disciplina feroz y la explotación inhumana de los 15 mil chinos involucrados en esas coreografías, prueba del poderío y la preparación del anunciado nuevo imperio. Ahora, Occidente brama de espanto.
Por Hugo Salas
Las declaraciones de Zhang Yimou –director de las ceremonias de apertura y cierre de los recientes Juegos Olímpicos– a un periódico chino, traducidas y reproducidas luego por todo el orbe, causaron acrítico revuelo internacional. A grandes rasgos, el maestro de escena se limitó a señalar que resultaría imposible montar semejante demostración de regularidad y simetría física bajo las condiciones de producción que rigen en Occidente, donde los sindicatos e instituciones que nuclean a artistas y performers impiden las extenuantes jornadas de trabajo necesarias, e incluso se permitió deslizar la ironía de que sólo Corea del Norte hubiese podido hacerlo mejor. Es cierto que, en sus propias palabras, recordando su experiencia como régisseur para el Metropolitan Opera de Nueva York, sus opiniones sonaron un poco más controvertidas: “Allí sólo trabajan cuatro días y medio por semana, se toman dos recreos por día, no se puede trabajar después de hora y el respeto por los derechos humanos impide que padezcan la más mínima incomodidad física. Por si fuera poco, ni siquiera se los puede criticar”. A estas declaraciones, la prensa no tardó en sumar otros datos: que los más de 15 mil involucrados vivieron en barracas militares sin permiso de salida durante los meses de ensayo, que los casi 900 performers ocultos bajo las cajas que representaban los tipos móviles de la imprenta llevaban pañales para poder permanecer encerrados en ellas seis horas y que previsiblemente hubo numerosos desmayos e incluso heridos de consideración durante los ensayos.
Desde ya, tales condiciones de trabajo son indignantes y no deberían permitirse bajo ningún punto de vista en ningún lugar del planeta. Ahora bien, ¿de qué se indigna “Occidente”? ¿No era notorio y evidente, ya el 8 de agosto, que semejante despliegue no podía producirse sino bajo tales condiciones? ¿No se cansaron de festejar nuestros noticieros que se trataba de una ceremonia “como sólo los chinos podían hacerla”? En ese momento, que se recuerde, sólo hubo exclamaciones de júbilo y admiración, se les caía la baba (con la misma admiración con que, aún hoy, muchos argentinos recuerdan la presentación del infame Mundial ’78), y nadie salía a preguntarse por qué un director antes “contestatario” se hacía cargo de la puesta en escena. Ocurre que, al igual que con ciertos productos alimenticios, a la sociedad contemporánea le encanta consumir estos espectáculos, pero no quiere saber de qué están hechos.
Dejando de lado detalles “tontos” (como el uso de animación computada para “mejorar” las imágenes de los fuegos artificiales o el hecho de que la nena que cantaba en realidad hacía playback de otra, considerada no-bonita), que a decir verdad constituyen el pan cotidiano del mundo del espectáculo (¿o acaso un país europeo o Estados Unidos pondrían a una nena “fea”?), es probable que si Zhang Yimou se hubiera abstenido de hacer estas declaraciones, nadie hubiese traído a colación las condiciones en que se produjo el espectáculo. A fin de cuentas, los discursos románticos del talento y la vocación (seguidos del sacrificio) siempre están a mano para no hablar del arte como un producto del trabajo humano, realidad “olvidada” que sólo se vuelve evidente, tangible en estas monumentales manifestaciones faraónicas, por lo general asociadas al poder político. Pero, ¿cuántos de quienes hoy se indignan por estas condiciones manifiestan también su desaprobación por el férreo régimen disciplinario que se aplica incluso a niños y niñas muy pequeños en las escuelas de ballet de todo el mundo (un régimen que entre otras cosas incluye pesajes constantes, en sociedades donde los trastornos de la alimentación han alcanzado niveles epidémicos), y ello por no hablar del mundo “deportivo”, asolado por los rankings y la profesionalización? ¿Alguien se preguntó, alguna vez, en qué condiciones trabajan los obreros que participan de la erección de los rascacielos que dan reconocimiento y prestigio a varios arquitectos occidentales?
Por otra parte, ¿tanto difieren estas condiciones de trabajo de las que aquejan en nuestro país a las cajeras de supermercado, conminadas a no abandonar sus puestos ni aun en caso de indisposición? Y las 16 horas de trabajo, ¿a quién espantan? Tal vez a los europeos, que tienen jornadas laborales de 4 días, pero no a los niños textiles del Sudeste asiático, como así tampoco a los empleados de call centers de la India. Vale decir: frente a las ceremonias chinas, el mundo demócrata-corporativista se indigna de ver objetivizados sus propios modos de funcionamiento, esos que barre bajo la alfombra de los “países en vías de desarrollo” (no deja de ser una lamentable paradoja, desde luego, que no sea dentro del capitalismo sino en un Estado supuestamente comunista donde se consume un hecho de explotación tan palmario).
En realidad, para las airadas voces liberales, lo escandaloso no son esas condiciones laborales sino que salgan a la luz dentro del inmaculado terreno de lo “estético”, que se hable del costo humano del espectáculo, ese punto en que lo intangible artístico, lo sublime trascendental, se degrada al barro de la fuerza, el sudor, el trabajo. Lo que Occidente no le perdona a Zhang Yimou –más allá del tono desafortunado, si hay que creerles a los traductores ingleses–, lo que no puede perdonarle, es que destruya de un plumazo el inmaculado y etéreo espacio del ocio burgués, evidenciando la explotación necesaria para producir esas figuras tan valoradas del orden, la regularidad, la simetría y la uniformidad. De hecho, si alguna pregunta deja abierta este escandalete, es la misma que varios directores de teatro, desde lo performático, vienen planteándose en las últimas décadas: si puede pensarse, hoy, un modo distinto de realidad escénica que no parta de la explotación (y la autoexplotación) de un cuerpo para el disfrute de un tercero.
Por si esto fuera poco, cabe recordar que tanto la apertura como el cierre de los Juegos no son arte sino espectáculo puro y duro, show, y cualquiera sabe que en esta arena estética degradada las condiciones de trabajo se vuelven aún más caníbales (en tanto toda chorus line está integrada por artistas funcionales, reemplazables, descartables; valga a modo de ejemplo e ilustración la saga de lesiones de Patinando por un sueño). Si en el arte, aun el monumental, la afirmación de la singularidad y el culto del individualismo (sin dejar de ser problemáticos) constituyen cuanto menos una posibilidad de evidenciar los problemas de la explotación y la crueldad, el show, en su condición absolutamente acrítica, no puede sino dar “lo que el público quiere”, sin plantear jamás dudas por el costo de esa producción. Lo que han hecho, una vez más con su habitual conciencia de la historia, los chinos.
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