No era menor el desafío de escribir la biografía de alguien que afirmó que un artista en realidad no tiene biografía porque su vida está dispersa en toda su obra. Y tratándose de Atahualpa Yupanqui, el enigma se acrecienta: su vida estuvo llena de misterios y soledad, y su figura canonizada no deja de contrastar con ciertas resistencias que aún genera en las mentes más tradicionalistas del folclore. El resultado de El nombre del folclore (Emecé) demuestra que Sergio Pujol ha superado estos obstáculos indagando con precisión y sensibilidad en las diferentes caras del enigma Yupanqui: enigma que comienza en su nombre y termina en Tucumán, la tierra que lo inspiró a pesar de no haber nacido allí.
› Por Juan Pablo Bertazza
Ni autorizada ni no autorizada. Ciertas biografías –y, entre ellas, El nombre del folclore (Emecé)– merecen una nueva categoría; menos contaminada, menos vetusta, que todavía sea capaz de decirnos algo: biografías paridas por cesárea. A Sergio Pujol no le demandó nueve meses sino tres años hacer realidad la misión aparentemente imposible de contar la vida de un hombre que, alguna vez, dijo: “Un artista no tiene biografía porque su vida está en toda su obra”. Y, sin embargo, aquella frase que engloba a la perfección el espíritu elusivo, nómada, misterioso y extremadamente reservado de Atahualpa Yupanqui, parece fundirse en una complejidad aun mayor, un problema que se insinúa a lo largo de toda esta biografía aunque nunca se enuncia explícitamente: el verdadero desafío de esta biografía no es otro que el de estar haciendo algo muy parecido a la biografía de Dios, del Hombre parado en el grado cero del folclore.
Eso se desprende –entre otras pistas– tanto de su nombre tomado de los caciques de los pueblos originarios, como de esa sensación de patriarca atemporal del folclore que despierta su imagen de primer musicalizador de la noche de los tiempos, reforzada por la obsesión por lograr con su música una especie de “anonimato omnipresente”. Y también de la idea de que la importancia de Yupanqui poco tiene que ver con las modas y las efemérides (a propósito, este año se cumplieron cien años de su nacimiento).
Y al igual que sucede con Dios, de Atahualpa Yupanqui se han dicho y escrito montones de cosas, muchas de las cuales le facilitaron el trabajo a Pujol, lo cual no quita que toda biografía, por el solo hecho de existir, señale inexorablemente una falta, un defecto de sus antecesoras.
“Yo creo que los que se han acercado a Yupanqui se han ocupado mucho en interpretar su obra y casi no le dieron importancia a su biografía. Además, él cuidaba mucho su privacidad: una de las operaciones geniales que hizo fue diluir su persona en su obra. Por eso fue tan difícil rastrearlo, él estaba prendido a la magia de los caminos y cambiando de un lugar a otro. Quiero decir que, así como Madame Bovary era Flaubert, el arriero es Yupanqui. Este libro significa para mí un paso importante hacia un género con el que no tengo una vinculación demasiado intensa. Honestamente, no soy un gran escucha del folclore pero, por otro lado, es el primer género al que me asomé en mi más tierna infancia. Uno de los primeros discos que me regalaron era de José Larralde y a la primera canción que le presté atención, por influencia de mi viejo, fue “El alazán” (Era una cinta de fuego,/ galopando, galopando./ Crin revuelta en llamaradas, /mi alazán, te estoy nombrando). Quizás esa doble extrañeza hacia el mundo de los caballos y el mundo rural, a partir de un contacto emocional con esa canción bellísima, me sembró la semillita de una posible biografía sobre Yupanqui, un hombre fascinante”, explica y recuerda a la vez Sergio Pujol.
Y El nombre del folclore, entonces, sería una especie de Biblia cuyo Génesis no coincide con la primera grabación sonora seria de Yupanqui en 1941, ni su Apocalipsis con la muerte del artista en 1992. “Siempre trato de buscar, como hice con Discépolo y María Elena Walsh, que las biografías sean desmedidas, es decir, que a partir de la historia de una vida se pueda contar la historia de un país. No sé con cuántas figuras más puede llegar a pasar eso, porque se trata de seres complejos, contradictorios y muy versátiles: poetas que son compositores que son narradores escritos que son narradores orales que a su vez tienen mucho peso político. Cuando Atahualpa empieza a grabar, ya había compuesto buena parte de su obra y era muy conocido en Tucumán y Buenos Aires, también por sus apariciones en la radio y sus artículos y libros. Hasta entonces, la de Atahualpa Yupanqui era una figura famosa y a la vez invisible, es decir, única.”
Las palabras de Pujol conducen, directamente y sin escalas, a una anécdota que recupera en el maravilloso prólogo de su libro: parece que en medio de una discusión entre periodistas y músicos acerca de si Atahualpa era más importante o no que Violeta Parra, Mercedes Sosa zanjó de una vez y para siempre el tema con una definición tan contundente como enigmática que acompañó con un golpe de puño: “¡Pero déjense de pavadas! Yupanqui es único”.
Entonces, la paradoja –tampoco exenta de connotaciones religiosas– es que Yupanqui es único porque fue varios en uno solo. En primer lugar, desfilan los Yupanqui que pudieron haber sido y no fueron: y ahí se agolpan sorprendentes destinos truncados que muestran las eclécticas potencialidades del hombre en cuestión. Vocaciones que no llegaron a cuajar: un tenista pobre y atrevido que llegó a ganarle un partido a Willy Thompson, el favorito –sobre todo por capacidad económica– para representar a Junín en el Lawn Tennis de Buenos Aires; un boxeador destacado que no extendió sus golpes más allá del Club Firpo y hasta un médico que muy probablemente no haya terminado la secundaria. Pero ya en el plano de los Yupanquis consumados, está el escritor y el músico y, dentro de este último, los diversos Yupanquis músicos: el Yupanqui andino que celebra y reivindica a los coyas, el tucumano de las zambas y el bonaerense de las vidalas y milongas: “Ese último, creo yo, que es el Yupanqui que más conoce la gente, el filosófico, el intimista, el que le dio esa aura de hombre inmemorial. Pero a todo esto habría que agregar también que Yupanqui fue un gran etnólogo, sólo que los resultados de su investigación, en lugar de ser los trabajos típicos de la musicología, son canciones, y le debemos que no se hubieran perdido un montón de regionalismos arcaicos. Es un verdadero nexo entre el pasado y el presente”, ilustra Pujol.
Esa misma multiplicidad que, en parte, fue consecuencia de sus permanentes viajes –a lo largo de la Argentina primero y a lo ancho del mundo después, en giras cuyos destinos van desde París hasta Kyoto, pasando por Budapest y Bucarest– encarnó también en lo que sería el propio viaje de su nombre, un viaje cuyo origen es Héctor Roberto Chavero y cuyo destino es Atahualpa Yupanqui: “Hay una etapa de transición que va desde mediados de los veinte hasta los treinta; durante la cual su nombre fue sufriendo muchas variaciones, como Atahualpa Chavero Yupanqui o Atahualpa Yupanqui Chavero; hasta que ya en 1937 queda cristalizado el nombre de Atahualpa Yupanqui, que significa “el que viene de tierras lejanas a contar historias”.
–Hay una semejanza con una diferencia no menor. Yupanqui es un hombre del siglo XIX en el siglo XX; en cambio Dylan es un hombre del siglo XX que va hacia atrás, hace el camino contrario y tiene la osadía de la modernidad. Dylan busca la ruptura y Atahualpa está obsesionado con la continuidad. El conflicto de la modernidad en Yupanqui es muy interesante porque él tiene valores políticos modernos y, sin embargo, el mundo al que le canta Yupanqui es un mundo del pasado, impertérrito, inamovible. A mí la verdad que siempre me irritó su idea de la pureza artística y musical, su actitud agresiva hacia el cambio, cuando en su obra hay muchos cambios. Es muy anticuado en su reflexión sobre la música: para él está la música clásica y después la música anónima, en el medio no hay nada, sólo entretenimiento: de Piaf –quien lo presentó en público durante su primer viaje a París– opina que es una artista de varieté. Rechaza lo popular urbano cuando él termina siendo justamente un artista popular urbano que cuenta el campo, historias del campo.
Hay un triángulo fundamental que explica la vida de Atahualpa Yupanqui, cuyos tres lados –la política, la tierra y el amor– tienen una especie de dégradé con respecto a la fidelidad y se van relacionando entre sí. En cuanto a la política, su fidelidad al Partido Comunista es casi total pese a su desafiliación a mediados de 1953 como consecuencia de la persecución que le infligió el peronismo: “Yo creo que toda su vida fue un hombre de izquierda. Su forma de entender la cultura y la sociedad siempre estuvo modelada por el PC, nunca superó esa forma de pensar la Argentina que se forjó en los treinta, la época más rica del partido. Empezó siendo radical, pero su vínculo con el radicalismo es similar al que tuvo Homero Manzi, con la diferencia de que Manzi desemboca en el peronismo y Atahualpa en el PC, relación muy marcada por el contexto internacional, especialmente la Guerra Civil Española y algo del Mayo francés, pero también los intelectuales con que él se vincula en Córdoba, como Deodoro Roca, y luego su descubrimiento de las condiciones de trabajo en los ingenios de Tucumán. Es una especie de humanista libertario: queda como un viejo comunista para la derecha argentina, traidor para los comunistas y gorila para los peronistas”, explica Pujol. Todo lo cual está ligado con su lugar en el mundo, una tierra que no son los pagos de su Pergamino natal ni el Junín de su infancia, sino un lugar con el cual mantuvo una intensa relación de amor no exenta de conflictos asociados también con la política y las polleras, y al que le consagró una de sus mejores y más célebres canciones: “A pesar de que ‘Luna tucumana’ debe ser una de las canciones más famosas de la Argentina, él la cantó muy poco. Hay un momento que fue traumático y consagratorio a la vez, y ese momento está signado por Tucumán, sus mejores canciones son las zambas, tanto en lo musical como en lo poético. Como el Gardel de mediados de los años veinte, los Beatles de Sgt. Pepper, el Dylan del ‘66. Ese período que va del 1935 a 1945 es la etapa clave de Yupanqui, ahí nace el gran Yupanqui. Todo lo que viene después es un recostarse en esa gloria. Yo le adjudico a la experiencia tucumana su adscripción al comunismo, se hace comunista viendo la zafra azucarera; es decir que tanto en lo político como en lo artístico y hasta en su vida privada, Tucumán fue fundamental. Incluso en Pergamino encontré cierto rencor porque, pese a su admiración por los payadores, es como si él no reconociera su origen, recién a los sesenta años vuelve a eso. Es sintomático, al respecto, que su canción más bonaerense –‘Los ejes de mi carreta’– lleve una letra ajena, es de Romildo Risso”.
Por último, el amor. Atahualpa Yupanqui fue un verdadero Don Juan. Se involucró con tantas mujeres que la lista sería interminable, lo cual redundó en la paradoja de que el padre del folklore no se preocupara tanto por sus hijos: “Como persona fue muy mal padre, eso es seguro, aunque en los últimos años se ablandó bastante. Y eso que es muy fuerte la relación con su padre, un trabajador ferroviario muy lector que terminó suicidándose, lo cual me resultó conmovedor y muy atractivo en términos literarios. Pero la familia parece como un imposible para él; hay una pulsión muy fuerte por el viaje, por salir, escapar; es un hombre que está yéndose permanentemente, él necesita vivir lo que luego va a cantar. Llegaba un momento en que bajaba la cortina y seguía para adelante. Es curioso que un hombre que vivía celebrando el pasado y la tradición, se olvidara tanto de su vida privada”.
Volviendo al imaginario de su semejanza con Dios, hay otro rasgo que vincula a Yupanqui con el Santo Padre, además de la multiplicidad de nombres y seres que habitaron su persona, y es la soledad en el sentido más oblicuo que pueda tener la palabra, un rasgo que fue el secreto que más impresionó a Sergio Pujol al componer esta biografía sagrada: “Me conmovieron las fricciones entre Yupanqui y la sociedad argentina siendo él una figura canónica, pero tal vez se trate de un karma argentino que excede a Yupanqui. Inclusive en su relación con la institución del folklore, ya que, por un lado, bautizan al escenario principal de Cosquín con su nombre y, por otro lado, buena parte del folclore tiene un discurso muy nacionalista en el cual Yupanqui nunca encaja porque es un tipo que nunca se disfrazó de gaucho para salir a escena. Es decir que vivió una soledad artística, personal y también política, es un solista in extremis, sin retorno. Es solista al principio, en el medio y al final.
–Sí, él era muy independiente, fijate que hace acompañamientos, instrumentales muy complejos, sobre todo en los años ’30 y ’40, como en “Piedra y camino” (Es mi destino/ piedra y camino/ de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino) –su tema más innovador, coincido con el Chango Farías Gómez– o “El arriero” –su canción perfecta–, cosas que normalmente suele hacer un cantante acompañado de un guitarrista. En una entrevista que encontré del año ‘46 dice que es muy malo acompañando y que decidió ser solista de tiempo completo. Eso me fascinó desde chico. En el rock, cultura a la que yo pertenezco, la de solista es una figura muy importante pero, a su vez, los solistas del rock nunca son verdaderos solistas: siempre tienen alguien al lado, son cantautores en realidad. Pero Yupanqui, sin ser un monstruo de la guitarra como sí lo es un Paco de Lucía, era solista, solista, solista. Yupanqui es una gran metáfora de la soledad argentina, es el verdadero solista argentino.
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