Dom 21.09.2008
radar

Los bastardos de Bolaño

› Por Juan Forn

En noviembre de 1971, mientras todos los millonarios chilenos se desesperaban por sacar sus fondos del país, un empresario escocés aterrizaba en Santiago, dispuesto a invertir su capital en el gobierno de Allende. Stafford Beer venía de hacer fortuna como asesor de empresas europeas, pero ninguna le había permitido llevar a cabo su proyecto más quimérico: una red de redes que permitiera circulación y procesamiento instantáneo de información a nivel nacional. Precisamente ésa era su misión en Chile: permitirle a Allende controlar la producción de las industrias estatizadas a través de un sistema en tiempo real.

Aprovechando quinientas máquinas de télex sin usar (compradas durante el gobierno de Frei) que repartió a lo largo del país, en fábricas y otras dependencias del gobierno, Beer las hizo confluir a todas en un centro de datos en Santiago, que procesaba y entregaba información al minuto, y así nació Synco: un asombroso sistema de comunicaciones que permitía a Allende conocer y coordinar al detalle toda la producción de las fábricas chilenas, desde los desiertos del Norte hasta los hielos del Sur. Tan eficaz era el sistema que el 8 de septiembre de 1973 se decidió que la sala de comandos de Synco fuera instalada en el Palacio de La Moneda. El golpe militar impidió el traslado. No hubo tiempo tampoco de destruir el software (llamado cyberstride) para evitar que esa tecnología de punta cayera en poder del enemigo. Fueron los mismos militares quienes se encargaron de liquidar aquella tecnología, creyendo que se trataba de inservibles hierros viejos que los ignorantes socialistas habían arrumbado en una dependencia estatal.

Beer volvió a Escocia con el rabo entre las patas y sólo mencionó el proyecto en una nota al pie de su libro Platform For Change. Pero, años después, la norteamericana Eden Miller Medina investigó el asunto para el MIT. Su informe (titulado The State Machine: Politics, Ideology and Computation in Chile 1971-1973) fue descubierto por las revistas de ciencia-ficción primero y por Brian Eno y David Bowie después, y así fue cómo Stafford Beer fue rescatado de su autoexilio en Escocia y coronado padre de la cibernética hasta su muerte en 2002.

Más o menos en el mismo momento en que Beer “inventaba Internet en Chile” (tal como dicen sus fans), un chileno llamado Miguel Serrano se instalaba en la casa de Hermann Hesse en Montagnola (Suiza), lograba que Carl Jüng le prologara un libro, se carteaba con Ezra Pound y tenía un affaire con Indira Gandhi. Miguel Serrano era, además, el más conspicuo simpatizante nazi de Chile. Primo de Vicente Huidobro, y escritor él mismo, en 1947 logró formar parte de la expedición oficial chilena a la Antártica (quería encontrar la base a la que supuestamente había logrado trasladarse Hitler antes de la caída de Berlín) y en 1953 logró que lo nombraran embajador de Chile en la India (quería internarse en las cuevas del monte Kailás, a través de las cuales se accedería a un circuito subterráneo que recorría el mundo y en el cual se escondían las tropas nazis hasta que su superior decidiera volver triunfalmente a la superficie). En una entrevista reciente con la revista chilena The Clinic (porque Serrano sigue vivo, aunque parezca mentira), el octogenario declaró: “Chile es único. Aquí salgo con una esvástica a la calle y hago el sig-heil y no pasa nada. Vaya a hacerlo en Argentina, y estaría preso. En España igual. Chile es el último país en el mundo donde todavía la gente puede pensar y decir lo que quiere”.

Siempre he creído que Serrano y Michael Townley son los padres espirituales de Bolaño. Por eso él nunca escribió de ellos y sí en cambio sobre Alone o el cura Valente: como hizo Borges, que en el prólogo de Historia universal de la infamia citaba la influencia de Stevenson y Chesterton y Valéry y Andrew Lang para que no se notara que la influencia verdadera era Marcel Schwob. Serrano y Townley impregnan de tal manera la obra de Bolaño que nombrarlos, retratarlos, incluso aludirlos à-clef, estaba fuera de la cuestión para él.

Michael Townley, en pocas líneas: americano criado en Chile, reclutado por la CIA cuando integraba el Peace Corps, autor material de los atentados a Orlando Letelier en Washington y el general Prats en Buenos Aires por encargo de la DINA de Pinochet. Cuando se salió de madre (recibía al tout Santiago en su casa de Lo Curro mientras en el sótano torturaba detenidos) y fue sigilosamente deportado a Estados Unidos en 1978, amenazó a Pinochet con revelar sus vínculos con la Colonia Dignidad, liderada por el ex nazi Paul Schäfer, a quien Townley ayudó a montar un laboratorio para preparar “sopas de bacterias” como la que se usaría para envenenar poco después al ex presidente Eduardo Frei en una clínica de Santiago.

De la enorme progenie que parece haber dejado Bolaño (superior incluso a la de Urquiza en el Entre Ríos de 1880), los más visibles hasta ahora han sido los viuditos (esos que celebran como obras maestras hasta los pedos que Bolaño se tiraba y Anagrama procedía a encuadernar), pero desperdigados por ahí también andan los bastardos: esos que ni siquiera saben (y a veces ni siquiera les interesa saber) que Bolaño es su padre. Sugestivamente, son ellos son los que parecen estar haciendo el trabajo que Bolaño dejó inconcluso. Digo esto porque acabo de enterarme por Internet de que un chilenito de veintipocos años llamado Jorge Baradit va a publicar en breve una novela llamada Synco, que él mismo define (en www.baradit.cl/synco) como “una ucronía que transcurre en Chile en el año 1978. El golpe militar de 1973 fue anulado por inesperadas fuerzas leales y permitió el desarrollo de uno de los proyectos tecnológicos más avanzados del mundo en esa época, convirtiendo a Chile en un Silicon Valley exitoso y descollante”.

Serrano y Townley (y también Allende y Pinochet, y hasta Carlos Altamirano, el secretario del Partido Socialista chileno de entonces) actúan en la novela de Baradit. Ignoro qué tal será la novela, pero hay un diálogo bastante impresionante, en el único fragmento del libro que Baradit colgó online. La conversación es entre el corazón de Altamirano, “flotando en un frasco de electrolito verdoso”, y Pinochet.

Altamirano: “Todo se ha cumplido, Augusto. Mis niños, limpios de karma y deseo, penetraron la mente de tu leviatán y lo doblegaron con el fulgor de su inocencia”.

Pinochet: “¿Tienes el control de todo el país?”.

A: “¿Qué país? ¿El tuyo o el mío? ¿El que había antes o el que vendrá?”

P: “Hablo de Chile, Carlos. El único país que conozco”.

El corazón de Altamirano levanta un dedo entonces, lo mantiene en el aire “como una antena que no recibe ninguna señal” (porque el silencio es “el que todo lo inunda cuando se terminan las transmisiones, y el radar no registra ninguna presencia cruzando el cielo del territorio”) y le dice al atribulado Pinochet:

“¿Escuchas algo acaso?”

Creo que es Bolaño el que escucha desde alguna parte. Y seguramente sonríe para sí. O planea su venganza. Porque Chile le importaba mucho más que lo que estaba dispuesto a reconocer.

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