NOTA DE TAPA
Otro disco, otra gira, otra vez Madonna en la Argentina: cada vez que parece haber llegado a la cima, Madonna se reinventa y sube todavía más. Las puestas de sus shows son cada vez más majestuosas, sus ganancias son cada vez más monstruosas y ella se muestra cada vez más musculosa, dominante e indestructible. Ni siquiera el divorcio con Guy Ritchie ni el infidente libro de su hermano hacen mella en su poderosa imagen. ¿Se pasó de rosca? ¿O está empeñada en demostrar que no tiene techo?
› Por Rodrigo Fresán
Y los años pasan y la vida cambia pero algo se mantiene constante: uno sigue escribiendo sobre Madonna.
Aunque hasta ella sufre transformaciones y –lo siento– por más que se mueva sin parar, para mí Madonna è inmóbile.
Madonna ya no es lo que era, el chiste se gastó. Sigo mirándola y hasta oyéndola, sí, pero he perdido la curiosidad y la capacidad de ser sorprendido. En lo que a mí respecta, ahora, Madonna vive de la onda expansiva de un Big Bang que ya fue y despide la luz visible pero distante de una estrella muerta. Una estrella muerta pero, sí, muy inteligente. Porque sabiendo que su destino final y decadente sería, tarde o temprano, la Las Vegas de Elvis, Madonna prefiere adelantarse a lo inevitable y convertirse en su propia e itinerante Las Vegas. Ahora, otra vez, es el turno de Buenos Aires como hace unos meses les tocó por aquí a Sevilla y a Valencia donde –digámoslo– no se agotaron las localidades aunque días atrás, en Roma, hubiera pretendido escandalizar a la concurrencia dedicándole “Like a Virgin” a Benedicto XVI.
Wow.
Así, poco y nada me interesa su redescubrimiento de la discoteca como santuario (Confessions on a Dance Floor fue el primero de sus discos que NO compré automáticamente) y mucho menos su reprocesamiento como golosina pop con el desgastado sabor de un chicle masticado y pegado en la parte de abajo del asiento (Hard Candy contiene –atención– el track más horripilante de toda su carrera: “Spanish Lesson”).
Muy lejos han quedado las cumbres de Ray of Light (posiblemente su mejor trabajo) y están demasiado cerca las sucesivas postales que la han convertido en un ser un poco absurdo: su torpe acento british, sus trabajosas coreografías yogadance que cada vez la cansan y cansan más, sus libros infantiles, sus aspiraciones de sacerdotisa de la Cábala, sus aires de directora de cine marca Sundance, su protagónico en Swept Away (y mejor no agregar nada a esto), esa escena de documental en la que canta “Imagine” de Lennon en un hotel de Israel, el vampírico beso de la muerte que le estampó a Britney Spears en aquella ceremonia de la MTV (que no surte efecto alguno en Christina Aguilera, porque esta otra ambición rubia no parece idolatrarla en absoluto), sus promocionadas adopciones africanas, los blues de su reciente divorcio (cuando intentó comprarle los hijos al pobre de Guy Ritchie, a quien retaba cada vez que se iba a sollozar al pub con sus amigos) y ese rostro siempre tirante por la codicia artificialmente juvenil del botox. Pocas veces, pienso, se ha visto a una mujer más satisfactoriamente insatisfecha.
Para mí Madonna se acaba –o comienza a acabarse– en el 2003 cuando, preocupada por el qué dirán los patriotas y patrioteros, decide retirar aquel gracioso video antiBush de “American Life” (extraído de su incomprendido álbum indie) y lo reemplaza rápidamente por una apresurada tontería con banderas de fondo. Ahí se alcanza el punto de no retorno: la transgresora se asusta de su propia transgresión y, asustada como una blanca palomita, pierde la Guerra contra el Terror de los halcones. Nada más incómodo que una transgresora atemorizada por las consecuencias de su propia transgresión.
Permanece, sí, su voluntad de trabajadora de su propia leyenda y su disciplina de cultura del Sueño Americano que todavía mantiene despiertos e insomnes a sus muchos seguidores. Ahora, agotada su encarnación U.K., Lady Madonna vuelve a la Madonna Patria y cumple el sueño de toda jovencita norteamericana: atrapar a un astro millonario del béisbol que, además, tiene el color de moda. Pobre hombre. Alex Rodríguez –leo hoy mismo en La Vanguardia– ya está tomando clases de Cábala y su destino ya se conoce: ser devorado por la ambiciosa mantis rubia hasta que aparezca un nuevo modelo más apetitoso en el mercado. Entonces, ya se sabe: tres strikes y out. Y, si no, que se entere leyendo lo que dice por escrito –con lengua de serpiente y aguijón de escorpión traicionado– el hermano Christopher Ciccone en su reciente memoir virulenta Life With My Sister Madonna. Días atrás entré a una librería y lo hojeé y lo ojeé de parado. Años atrás, quién sabe, lo habría comprado. Ahora, hoy, no. La crisis económica en tándem con mi crisis con Madonna. En cualquier caso, los recuerdos tóxicos del Ciccone no hicieron otra cosa que confirmarme lo que supe cuando entrevisté a esta cada vez más divagante diva, años atrás, en Los Angeles, por los días del estreno de Evita. En el fondo, a Madonna nada le aburre más que ser Madonna. Por eso se la pasa cambiando, como si no dejara de buscar el look perfecto para asistir a la fiesta definitiva.
Y, frente a un armario demasiado grande, el tiempo va pasando...
“El mundo del espectáculo no significa nada para mí. Nada. Pero, sabes, Madonna es buena, tiene talento, se ha preparado, ha aprendido... Pero es el tipo de cosa que te lleva años y años de tu vida alcanzar. Tienes que sacrificarte mucho para llegar allí. Sacrificio. Si quieres triunfar a lo grande tienes que sacrificar muchas cosas. Siempre es igual. Siempre es igual...” No lo digo yo. Lo dijo Bob Dylan, quien parece sentirse perfectamente satisfecho con quien es y nunca se creyó demasiado todo lo que fue para tantos.
Pero algo ya no es igual y la verdad que a esta altura, a sus cincuenta años, pieza de museo en el Rock and Roll Hall of Fame, a Madonna yo la preferiría con look Marlene Dietrich y cantando junto a Leonard Cohen (algo parecido a aquello en lo que se ha convertido Marianne Faithfull) antes que con esos leotardos sacudiéndose frente al espejo de un gimnasio, saliendo de juerga con sus amigas, bajando de los estantes más altos del placard esos corsets y portaligas que ya gastó en los ’80 y ’90 o sacudiéndose frente al pequeño Justin Timberlake.
Madonna –como termina acusando el inmortal himno de Bob Dylan– es invisible de tan visible y ya no tiene secretos que ocultar y cualquiera de las impactantes revelaciones que se preocupa en producir de tanto en tanto tienen hoy la sordidez de radiografías más que el resplandor satinado de páginas criadas por paparazzi.
Madonna alguna vez fue Marilyn, después fue Evita y hoy es algo así como Mrs. Robinson.
Pero –lo advierte ella desde el nombre de su última gira– no será fácil dejar de lamerla.
Ya saben: pegajosa y dulce.
Y llegado este punto comprendo que aunque sea por todas las razones incorrectas Madonna Louise Veronica Ciccone me sigue y me seguirá resultando fascinante.
No hay negocio como el negocio del espectáculo y el show debe seguir y de aquí unos años, seguro, le pondrán Madonna a una de esas estrellas que descubren cada tanto.
Una de esas estrellas muertas, aunque parezcan estar vivas.
“Lucky Star” y todo eso.
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