Domingo, 7 de diciembre de 2008 | Hoy
FOTOGRAFíA > 4 FOTóGRAFOS POR 4 ESCRITORES
El año pasado se presentaron los tres primeros títulos de la Colección Fotógrafos Argentinos, un auspicioso proyecto de cuidadas ediciones acompañadas de textos originales de escritores argentinos. Ahora le llega el turno a la segunda tanda, dedicada a Adriana Lestido, Alessandra Sanguinetti, Santiago Porter y Res, cuatro libros que parecen coincidir en el esfuerzo por traducir en imágenes aquello que se escurre entre las palabras: los sueños, el dolor y el tiempo.
Animales que disputan territorio o que buscan restos entre los muebles de la cocina, animales alimentados por una mujer que más bien sugiere la aparición de una virgen dadivosa, animales amenazados por otros animales, animales extrañados ante otros de su misma o de distinta especie, animales sacrificados, animales incapaces de sustraerse a la atracción de una naturaleza muerta. Esas fotos –que luego pasaron a formar parte de su serie En el sexto día– estaba sacando Alessandra Sanguinetti cuando se encontró con Guillermina y Belinda, dos primas que vivían allí cerca, en un pueblo del campo bonaerense. De ese encuentro surgió el pacto que subyace en Las aventuras de Guille y Belinda y el enigmático significado de sus sueños: las tres se reunirían año tras año y la fotógrafa iría registrando lo que ellas tenían para contarle –en palabras o en teatralizaciones que incluirían vestuario y utilería– acerca de sus fantasías, temores y deseos.
Y de ese pacto proviene la cualidad narrativa de la serie. Pero sólo en parte: más allá de cualquier pacto o de cualquier serie, cada foto de Sanguinetti lleva en sí esa marca eminentemente narrativa. En una de las fotos de En el sexto día, por ejemplo, una vaca asoma su ojo por encima del brete como si de pronto hubiese visto –en la fotógrafa, en el espectador– a un posible cómplice, a una persona que no tiene nada que ver con esa trama que, sabe, terminará conduciéndola a la muerte, y mientras mira a cámara pide, mejor dicho implora –casi escuchamos una de esas voces roncas que salen de las gargantas desesperadas por combinar algo urgente para decir con la necesidad de no ser descubierto– que alguien la saque de allí. O no: tal vez ya haya asumido que terminará siendo alimento para humanos y ese ojo desorbitado no sea ningún pedido de ayuda sino la mirada con que espera –¿con que se espera?– a la muerte...
... Internarnos en estos sueños –en estos relatos– supone también entregarnos al universo de remisiones literarias que la serie dispara. Las aventuras de Guille y Belinda es capaz de remitirnos casi física, palpablemente, a ese otro tiempo –la infancia o la adolescencia– en el que muchas mujeres supimos leer esas historias escritas por mujeres acerca del modo en que el deseo, la dicha y el miedo circulan entre mujeres, acerca de sus códigos y sobrentendidos. En este caso –en mi caso– Jane Eyre y los cimbronazos que provoca madurar en un medio áspero, el erotismo aletargado de algún personaje de Katherine Mansfield, los artilugios de las criaturas de Jane Austen en un mundo hecho para hombres, el desparpajo de la Jo de Louise May Alcott que todas quisimos ser, el arrojo de las dos damas muy serias de Jane Bowles, la mirada suspicaz sobre el pueblo chico de George Eliot. Una experiencia –de lecturas y, por ende, de vida– que Las aventuras... reactualiza sin el menor rastro de barricada de género. Ese cúmulo de nombres, lugares, avatares y personajes que empiezan a volver en su versión literaria tienen incluso el efecto contrario a cualquier reafirmación estigmatizante: como cuando repetimos indefinidamente una misma palabra, estas remisiones permanentes, imparables en su ritmo de noria, vuelven extraño –nuevamente pensable– aquello que entendemos por lo femenino.
No todos somos capaces de hablar el idioma del dolor.
Ni de entenderlo. No siempre el relato del deudo, ni nuestro afán de socorrerlo, nos permite comprender la magnitud de la pérdida, la marca de la tragedia. Las fotografías de Santiago Porter son un medio de comunicación entre aquellos que padecen lo indecible, y el resto de la humanidad.
Porter ha retratado la ausencia, la tristeza y el dolor. Haberlo logrado ya es un mérito. La posibilidad de narrar, por medio de fotografías, el peso de la ausencia, la infinita tristeza, el implacable dolor, permite que el resto de la humanidad pueda comunicarse con los deudos, que son también las víctimas.
Por mucho que queramos acercarnos, las tragedias provocadas por asesinos, además de matar, exilian a los deudos. La mujer o el hombre que han perdido a su hijo, a su yerno, a su hermano, a su madre, a su esposa, quedan, a partir de la hecatombe, en una isla que los separa de todos aquellos que no han padecido lo mismo. Todos los seres de buena voluntad intentan tenderles la mano, convocarlos a hablar como un modo de alivio, restañar sus heridas como sea. Pero ese contacto no depende de la voluntad, por muy buena que ésta sea. En esa frontera infranqueable, el artista tal vez pueda actuar como un contrabandista, como un intérprete. No es su obligación, pero, si lo logra, debemos agradecerle.
Porter comunica a los habitantes del dolor con el resto del continente humano. Estas fotos son esas botellas al mar. Esos mensajes cifrados que, aunque no podamos repetir, podemos entender.
Santiago Porter no llegó de casualidad a estos retratos. No fue la tragedia lo que lo convocó de un día para otro. Se había acercado al Once antes de nacer. Es el sobrino nieto de uno de los más importantes poetas judeo-argentinos, y sin duda el más célebre: Israel Zeitlin Porter, cuyo público seudónimo fue César Tiempo.
El propio Porter describe su llegada a este trabajo de un modo que yo no podría mejorar: “Mi familia proviene originalmente de Ekaterinoslav (hoy Dniepropetrovsk, Ucrania). Como muchos otros judíos, escapando de los pogroms, los hermanos Porter llegan a Buenos Aires el 12 de diciembre de 1906. Eran 5 varones y una mujer: Rebeca Porter. Rebeca llegó a la Argentina con su primer hijo, de 9 meses, en brazos: Israel Zeitlin Porter, luego conocido como César Tiempo. Israel, como todavía le dicen mis tías, fue el primo hermano de mi abuelo y un personaje mítico en la familia. Para cuando yo tuve la inquietud de leerlo, sus libros ya no circulaban. Y en el contexto de la familia todos argumentaban haberlos prestado. El lugar inexorable donde sus libros no podían no estar era la biblioteca de AMIA. Cuando finalmente decidí llevar a cabo mi investigación sobre sus libros como posible material para mi propia producción, explotaron la bomba” (...)
(...) Porter puso su pulcritud al servicio de la expresión del dolor y la ausencia. Era uno de los modos de lograrlo. Luego del caos de los asesinos, de la muerte, los cuerpos desmembrados, los libros quemados y húmedos, la destrucción; la pulcritud, la luz y la sombra cuidadosamente planificadas de estas fotografías, vienen a restituir el orden de la vida. En función del duelo y la búsqueda de justicia, es verdad, no en función festiva; pero de todos modos restituyen el orden de la vida. Hasta el día de hoy, los ejecutores materiales e intelectuales de la masacre continúan libres. Este libro de Santiago Porter es un aporte al recuerdo de los asesinados y sus seres amados. Y también un reclamo de justicia.
Si trasciende el nombre de Lestido como una de las artistas más personales de la Argentina se debe a su trabajo casi secreto, en una clandestinidad electiva que la inmuniza de los sistemas de prestigio del establishment cultural. No es casual entonces que Mujeres presas, este libro que recién ahora se reedita, haya sido el primero que reunió un trabajo suyo en serie. La postergación quizá se deba a su mirada lacerante y nada comercial, a la actitud de iconoclasta que enfoca el dolor conectando lo personal con lo colectivo. Sus imágenes, tan intimidantes como poéticas, no precisan de anotaciones. Impresiona advertir que todo lo que pueda decirse acerca de estas fotos (la soledad, el resentimiento, la desconfianza, el desafío, la amargura, el amor) lo dicen mejor ellas mismas. Así como Lestido sabe mirar, también ve y encuentra para el lector eso que astilla la cáscara de la realidad. Lector, escribí. Porque lo que estas fotos narran debe ser leído como una narración que explora un dolor extremo.
Mujeres presas no es un libro de fotos convencional. Si me gusta pensarlo como un trabajo narrativo es porque explica más de la realidad social que cualquier argumentación política. Hay una construcción de cada retrato como un cuento: ahí está el personaje, la expresión, el clima. Y a su vez, todos los relatos constituyen una summa. En la época en que escribió Hombres sin mujeres, Hemingway disparó su teoría del iceberg, una metáfora de aquello que constituye el secreto de un buen cuento. Vale la pena, a propósito de Lestido, volver a esta cita: “Si un escritor deja de observar, está terminado. Pero no debe observar conscientemente, ni pensar de qué modo algo le será útil. Tal vez al principio eso sea cierto. Pero más tarde todo lo que ve se integra a la gran reserva de cosas que sabe o que ha visto. Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato”. Mujeres sin hombres, las presas de Lestido responden a la premisa de Hemingway. Son, en efecto, la parte de arriba de un iceberg narrativo. Un abrazo, un cuchillo, una estampita en una pared, pueden ser puertas hacia una historia que merecía ser contada como lo hacen estas imágenes. Si el oficio del narrador es contar desde la experiencia, acá está la prueba. En Lestido hay una experiencia de vida, de sufrimiento y de alegría. Pero aquello que la vuelve singular es otra experiencia, la estética: su mirada cruda. Con austeridad y despojamiento, en vez de retorizar su trabajo prescindió de la adjetivación. Al comprender cada situación, Lestido se apartó de toda cosmética y se internó en la atmósfera del sufrimiento callado. Sin anestesia, desde adentro. Lestido estuvo ahí. Lestido se metió en un infierno. Y volvió con estas narraciones.
A principios de los ’70, mientras cursaba la escuela secundaria en Córdoba, Res vivía a la vuelta de la Municipalidad, cercanía que le dio la idea de ganarse unos pesos montando en una cochera de la cuadra un servicio de fotos carnet para aquellos que iban a hacerse el documento. Estamos hablando de los tiempos pre-Polaroid: el quinceañero Res (nacido Raúl Stolkiner en 1957) sacaba los retratos y los revelaba él mismo después, en un laboratorio casero, instalado detrás de una cortina en la misma cochera. Cada jornada laborable, entre las siete y media de la mañana y la una del mediodía, Res asistió a una mínima ceremonia repetida hasta el infinito: veía entrar un desconocido a esa cochera, lo retrataba, se iba detrás de la cortina a revelar la imagen y, cuando ese desconocido volvía a entrar un rato después, a retirar la foto carnet, él tenía ocasión de ver, por un brevísimo instante (el tiempo que le llevaba identificar la foto y entregarla al cliente) las similitudes y diferencias que había entre retratado y retrato. Así era su relación con la fotografía.
Res viene buceando en ese dilema desde que se preguntó por primera vez, en aquellos tiempos detrás del mostrador: ¿qué hay entre el momento en que la gente se saca la foto y el momento en que vuelve a buscarla? ¿Qué dejaron y qué se llevan? ¿Son los mismos los que aparecen y los que reaparecen?
Estos pares de fotos proponen un mecanismo de lo más sugestivo (dos momentos en la vida de diferentes personas, según su profesión, su elección vital o sus afectos) y proceden luego a quebrarlo, a sacarnos la alfombra debajo de nuestros pies y hacernos ver que el terreno que pisábamos no era nada sólido. La frase tutelar de la muestra era una reflexión de Foucault: “La verdad es un tipo de equivocación que no puede ser refutada porque fue endurecida hasta lo inalterable en el largo proceso de horneado de la historia”. Lo que logra Res con sus fotos es ablandar ese endurecimiento del que hablaba Foucault, instalando un tercer elemento entre el antes y el después: una cuña de aire que resignifica ambas tomas, y “abre” esa verdad aparentemente unívoca en mil variantes posibles.
Porque esa cuña de aire, ese hiato mínimo pero definitorio, funciona como un comodín: hay mil relatos posibles entre ese “comienzo” (la primera foto del par) y ese “desenlace” (la segunda).
“¿Qué hora es? ¿Hemos llegado tarde? ¿Ha pasado nuestro tiempo? ¿Somos tardíos? Si la filosofía, tal como la conocemos, sólo viene después, ¿cómo sería un pensamiento que venga ahora, que estuviera viniendo y disfrutara ese hecho, en lugar de lamentar su arribo tardío?”, se pregunta Res. Yo lo ignoro. Pero lo que sé es que, en cada uno de sus pares de fotos, consigue que asome algo “que estuviera viniendo”, para usar sus palabras. Como hacían Scherezade en Las mil y una noches o Marco Polo en Las ciudades invisibles de Calvino, cada relato no sólo “gana” tiempo sino que genera tiempo, en la medida en que amplía el presente en un arco de infinitas posibilidades.
Los textos de Birmajer, Cristoff, Forn y Saccomanno son fragmentos de las versiones completas incluidas en los libros, que se presentan el miércoles 10 a las 20 en el Malba.
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