Domingo, 7 de diciembre de 2008 | Hoy
PáGINA 3
“A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún
más tenebrosos y singulares que los buenos autores...”
J. L. Borges
El milagro fundamental logrado por Borges es el de convertir un prototipo del escritor de minorías en autor de masas: lograr que su prosa erudita, alusiva y alegóricamente irónica, complementada por una sosegada poesía metafísica de sesgo arcaizante, resultara pábulo anhelado para una multitud de lectores que jamás perdonarían tales vicios a ningún otro. Tal como el apóstol Pablo quiso conseguir (también Kipling suscribió este ambicioso proyecto, en un poema en que parafrasea al de Tarso), Borges ha llegado a serlo todo para todos... o casi todo para casi todos, pues los tiempos posmodernos no consienten más. En los laberintos y espejos, en los multiplicados tigres de su obra (ya alzados a fetiches literarios redundantes) se acomodan los más exigentes y los más populistas, los seguidores de Foucault y los de Michael Crichton: él, que tuvo vocación de gabinete y celosía, se ha transformado en ágora.
Pocos autores del siglo XX han merecido tantas glosas, paráfrasis y citas, tantos estudios y menciones; de los de lengua castellana, sin duda ninguno. Cuando empezaba a preparar este libro, a mediados del año 2000, aproveché mi paso por la estupenda feria del libro de Buenos Aires para indagar qué comentarios recientes se habían publicado sobre aspectos de su obra. Me fue facilitado un imponente prontuario, del tamaño de la guía telefónica de Nueva York, con literalmente miles de referencias. Como si se tratara de Shakespeare o Cervantes, pero a menos de veinte años de su muerte... Por supuesto esta sobreabundancia me purgó de inmediato de cualquier veleidad erudita, a las que tampoco suelo ser por mi natural muy propenso. Incluso me suscitó la impía impresión de que mi ídolo había caído póstumamente en las manos de quienes menos se le parecían, los exhibicionistas pedantes y los neuróticos de la minucia anecdótica. Lo mismo le pasó a Nietzsche, el enemigo de los académicos actualmente manoseado por los más extenuantes próceres del gremio universitario. En fin, toda gloria es siempre una acumulación de malentendidos.
Pese a que su biografía no es pródiga en sucesos espectaculares o picantes, también abundan sobre ella los compendios de referencia (ninguno me parece tan completo y fiable como Borges: biografía total de Marcos Ricardo Barnatán) y los testimonios íntimos adobados con cotillerías más o menos divertidas. Me sería imposible la tarea –que considero por otra parte ociosa– de competir con tales piezas, pues carezco de documentos o revelaciones inéditas que aportar. Todo lo que sé sobre la vida de Borges lo he leído o me lo han contado y está al alcance de cualquiera. Me encontré con él media docena de veces, siempre en España, siempre en compañía de otras personas y apenas tuve la ocasión o el atrevimiento de hablarle: yo le vi y le escuché, él no me vio y apenas me escuchó. Lamento no poder presentar mejores credenciales.
Estas líneas abren Borges: la ironía metafísica, el libro de Fernando Savater que editorial Ariel distribuye por estos días.
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