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Domingo, 25 de enero de 2009

casi todos dicen te quiero

Ya desde hace casi dos décadas, la relación del público con Woody Allen es tan neurótica como alguna vez lo fueron sus películas: lo aman, lo odian, le piden más. Pero lo cierto es que, indiferente a todo, Allen sigue adelante, filmando una película por año, algunas comedias ligeras que muchos critican a la hora de su estreno pero disfrutan tiempo después en televisión, otras más pretenciosas y algunas más con elencos jóvenes que le han renovado el público y refrescado su cine. A punto de estrenarse Vicky Cristina Barcelona, un éxito similar en público al de Match Point y opuesto en su tono, acaba de aparecer en la Argentina Conversaciones con Woody Allen, un libro que en más de 400 páginas echa luz, con calma y sin neurosis, sobre el hombre al que tanto han confundido con su personaje.

 Por Mariano Kairuz

Basado en las entrevistas que el periodista Eric Lax tuvo con el cineasta, el libro Conversaciones con Woody Allen (Ed. Lumen) consigue a lo largo de sus 450 páginas algo nada sencillo: echar un poco de luz sobre un personaje que lleva cuarenta años impidiéndonos ver a la persona real. Durante mucho tiempo, Woody Allen mantuvo un ciclo constante y fácil de seguir: una película por año, alternando comedias y dramas, y apareciendo él mismo en una sí y una no. Pero hace un tiempo, el pacto con sus seguidores y aquella dinámica particular se quebraron: aunque sigue estrenando una al año, crítica y público parecieron soltarle la mano por un tiempo –los años de comedias intrascendentes como Ladrones de medio pelo, La maldición del escorpión de Jade, el fracaso, aunque no en la Argentina, de La mirada de los otros–, prestándole atención sólo para declararlo perdido para siempre o inesperadamente resucitado, hace tres temporadas, con Match Point, uno de los mayores éxitos comerciales de toda su filmografía, recibido como un potencial regreso a los tiempos de gloria de Crímenes y pecados.

El funcionamiento y la razón de ser de ese ciclo y de aquella constancia ya aparecían iluminados por primera vez en la biografía que Lax le dedicó a Allan Stewart Konigsberg (el nombre que le dieron a Allen sus padres el 1º de diciembre de 1935), y que fue publicada originalmente en 1992. Un año que tampoco fue fácil para el cineasta: eran los tiempos del escándalo con Mia Farrow por su relación con Soon Yi. Para muchos, fue ésa la época de su caída en desgracia, la temporada en que se rompió la magia. Colaborador del New York Times y de las revistas Vanity Fair y Esquire, Lax se ganó la confianza de Allen en sus primeras entrevistas, a principios de los ‘70, obteniendo un acceso casi ilimitado a sus rodajes y salas de montaje desde aquel entonces. Aquella primera biografía permitía entender un poco mejor eso que Allen se había empeñado en vano en repetir entrevista tras entrevista: que él no es, por más que lo confundan, el tipo al que interpreta en las películas. Que es, sí, un bicho de ciudad fóbico que se psicoanaliza y al que le gustan las películas de Bergman. Pero que nunca fue un intelectual sino un tipo común interesado en los deportes y en el jazz, que alguna vez fue un adolescente atlético, que empezó a leer libros sólo para conseguir chicas. Y que si no quieren creerle que no le crean, que mientras pueda seguir filmando no le importa demasiado qué se opine o se diga y se escriba de él.

Conversaciones... llega en un momento en que el ciclo Allen parece atravesar una nueva crisis y muchos se preguntan por qué será que se empeña en mantener su ritmo de siempre, aun a costo de seguir a Match Point con la olvidable Scoop y con otra tragedia “griega” forzada y a medio zurcir como la reciente El sueño de Cassandra. Las conversaciones Lax-Allen ofrecen una respuesta a esa pregunta, una respuesta que no podría ser más simple: a los 73, Woody Allen sigue filmando una película por año sencillamente porque puede. Sus películas, argumenta, cuestan mucho menos que la producción promedio hollywoodense, lo que garantiza que incluso si la gente no va a verlas al cine, sus productores recuperarán los costos de inversión entre los derechos de exhibición internacionales y los de televisión y DVD. Y si en Estados Unidos ya no hay quien quiera invertir siquiera los 15 millones que cuestan sus películas, Allen es perfectamente capaz de filmar fuera de Nueva York: primero hizo el musical Todos dicen te quiero trasladándose por varias locaciones europeas; y ya lleva tres películas en Londres y una española. Y hasta se consiguió una nueva musa que es además una superestrella: Scarlett Johansson, su primera protagonista con continuidad desde sus ex mujeres Diane Keaton y Mia Farrow. Scarlett ayudó a insuflarles a sus nuevas películas juventud y frescura, factores vitales para el futuro de un artista que fue comediante precoz y que ahora, pasados los 70, declara aspirar a la longevidad que, ha dicho basándose en su padre y su madre, lleva inscripta en sus genes. Y que por lo tanto todavía podemos esperar, a una por año, otras 15, 20 películas de Woody Allen.

El libro de entrevistas de Lax aporta entonces a la construcción de un perfil del elusivo Allen verdadero, dándole voz de manera masiva y casi sin edición de por medio; registrando reiteraciones, coherencias y también contradicciones. Las ideas (la filosofía) que sustentan la larga productividad de Allen van tomando cuerpo a medida que se avanza por sus páginas y empiezan a decantar las cosas que el propio Allen dice sobre sí mismo. Cosas como que ha tenido mucha suerte y que nunca tuvo un gran talento, pero que tampoco hay que ser un genio para hacer una película sino simplemente ser disciplinado y trabajar (y que él dispone desde su juventud, ya que no de “genio”, sí de esa disciplina). Que lo que le importa es el guión. Y que muchas decisiones a la hora de darles forma a sus películas están determinadas por su –la palabra aparece infinidad de veces– “pereza”: confiar en que sus escenas están bien escritas, filmarlas lo más rápido posible apoyándose en actores eficaces e irse temprano a casa a ver un partido de los Knicks y cenar en algún restaurante cercano. De sus palabras emerge un Woody Allen pragmático, material; no un “geniecillo neurótico” sino un ser humano, para el cual el arte –la enorme mayoría de lo que se produce– es nada más y nada menos que un producto del trabajo.

“Me gustan los colores cálidos. Como decía Matisse, cuando uno mira un cuadro debería sentirse como si estuviera sentado en un sillón y en ese sentido una película debería ser como una mullida butaca a los ojos del espectador”, dice Allen, y la cita parece conectar con aquello que se lee mucho después, a la hora del balance: “En Interiores expresaba mis sentimientos acerca de la vida, ese vacío frío en el que vivimos y del que el arte no puede rescatarnos... sólo un poco de calor humano puede ayudar a sobrellevarlo”. Son tal vez las palabras más cálidas de alguien que más de una vez fue tildado de misántropo, que mira a su alrededor con amargura y a veces expresa eso que ve con humor. Que es capaz de decir que sus dos mayores influencias son Bob Hope y Bergman. Que, a diferencia del personaje patético que suele interpretar, está en control de sus neurosis y de su trabajo. Que fue alternativamente (sobre)valorado y defenestrado por repetirse en versiones degradadas de sí mismo, pero sigue y planea seguir adelante. Por, quién sabe, tal vez quince o veinte películas más.

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