Domingo, 25 de enero de 2009 | Hoy
Por Woody Allen
Cuando no interpreto ni a un personaje sofisticado ni a uno marginal sino a uno que está entre un extremo y otro, como en La maldición del escorpión de jade, donde me salgo de mi papel habitual, la película se vuelve trivial y tonta porque no estoy a la altura. Con Robó, huyó y lo pescaron te ríes y sí, para ser mi primer intento, es una comedieta absurda que no está mal. Pero ahora no puedo hacer eso. Y la película me parece trivial porque tuve que interpretar a un personaje simplón y los demás no despiertan interés porque no son creíbles, sino que desfilan por la pantalla de broma en broma. Me cuesta escribir buenas películas y dar cabida a mi personaje, el típico neurótico neoyorquino al que tengo acostumbrado al público. Siempre ha sido un problema. Por eso prefiero no actuar en las películas que haga de aquí en adelante, así no supondré una carga ni para mí mismo ni para el público y tendré la libertad de hacer la película que quiera sin necesidad de enfrentarme al problema de escribir una buena historia que incluya además un papel cómico para un actor limitado: yo.
No es nada fácil encontrar actores en vez de pistoleros. Los actores norteamericanos, que son tan buenos como los de cualquier otra parte del mundo –De Niro, Nicholson–, no pasan por tipos anodinos. Tienen demasiado carisma. Este país produce héroes: tenemos muchos John Waynes, Humphrey Bogarts y Jimmy Cagneys, pero nos faltan tipos normales y corrientes, digamos, a lo Fredric March. La historia de nuestro cine se basa en la mitología, mientras que en Europa se sustenta en gran parte en los conflictos entre adultos, historias realistas donde se necesita un hombre de verdad. Nuestros actores son demasiado encantadores, apuestos y carismáticos, como Wayne y Brando. Esto lo aprendí a fuerza de golpes, en los castings. Cuando necesito a un hombre normal de unos cincuenta o cincuenta y cinco años no lo encuentro. Dustin Hoffman se acerca más a lo que busco.
Cuando pienso en aquellos tiempos horribles en los que volvía a casa a la salida de aquel pequeño colegio y me sentaba a aquella mesa cubierta por un hule me resulta increíble imaginar que un día llegaría a actuar en una película con Charles Boyer (Casino Royale) o a dirigir a Van Johnson. Me parece inimaginable, y supongo que en cierto modo se puede decir que soy capaz de apreciar plenamente todo lo que me ha pasado, es decir, que este hecho tan asombroso sigue teniendo la capacidad de maravillarme. A veces cuando me miro en el espejo y me veo reflejado en él me digo: “Eres Allan Konigsberg, de Brooklyn. ¿No deberías estar comiendo en el sótano?”.
Si ahora mismo se pusiera a grabar con una cámara podría representar mi papel sin problemas. Eso es lo bueno de no tener talento, que nunca me salgo de mi pequeño registro. Por eso no necesito actuar. Mi actitud no cambia en nada ahora de cuando se enciende una cámara. Lo que hago como actor es lo más fácil del mundo para mí. No digo que sea una maravilla, pero desempeño mi modesta labor interpretativa sin esfuerzo alguno. Como tengo un registro tan reducido sé lo que puedo hacer y lo que no, y eso se refleja en los papeles que escribo para mí. Por las mañanas me presento a trabajar con la misma ropa con la que he salido de casa. Eso es lo que hice en Broadway (durante la temporada en la que Sueños de seductor estuvo en cartel). Salía a escena y no había una sola nota falsa en el papel que interpretaba porque ya me había encargado yo de protegerme de arriba abajo antes de plantarme ante el público: no había escrito una sola línea para mí que no me saliera del todo fluida. Y si por casualidad había cometido algún error, lo subsanaba en el acto. Por eso la gente cree que el personaje ficticio que he creado soy yo, pero no lo es. Solo habla como yo y viste como yo (ríe), eso es todo, ni más ni menos.
Mi opinión objetiva es que no he alcanzado ninguna meta importante en lo artístico. Y no lo digo con pesar, simplemente expreso la realidad de lo que siento. Pienso que no he aportado nada verdaderamente significativo al cine, en comparación con otros cineastas actuales como Scorsese, Coppola o Spielberg. Realmente no he influido a nadie, por lo menos de manera sustancial. Con ello me refiero a otros realizadores de mi generación que sí han influido a directores jóvenes, como es el caso de Stanley Kubrick. Yo, en cambio, no. Por eso me ha parecido siempre raro que se me prestara tanta atención durante todos estos años. Nunca he tenido un público masivo, nunca he hecho un cine muy rentable, nunca he tocado temas controvertidos ni he seguido las modas del momento. Mis películas no han fomentado un debate nacional sobre cuestiones sociales, políticas o intelectuales. Son films modestos realizados con presupuestos modestos que generan un rendimiento muchísimo más modesto y que no tienen ninguna repercusión real en el mundo del espectáculo. Los directores jóvenes no se desviven por imitarme ni filmar como yo. Nunca he tenido la suficiente técnica ni he dado a mis ideas la suficiente profundidad para crear escuela. Soy un humorista de Brooklyn y Broadway que ha tenido mucha suerte.
Creo que soy algo así como Thelonious Monk –sin esa genialidad especial que lo caracterizaba– en el mundo del jazz. El era un músico peculiar; nadie toca ni quiere tocar como Thelonious Monk pero, como digo, él era un genio y yo simplemente tengo talento para hacer reír. Y que conste que no soy una persona muy modesta que digamos. Cuando hago algo bueno lo sé apreciar. Soy lo bastante inteligente para saber que he potenciado al máximo mis limitadas dotes, que he ganado una fortuna en comparación con mi padre, y lo que es muchísimo más importante, he gozado de buena salud.
De niño solía meterme en el cine para evadirme, a veces veía hasta doce o catorce films a la semana. De adulto he podido permitirme una vida en cierto modo regalada. Hago las películas que quiero hacer, y por lo tanto durante un año consigo vivir en ese mundo irreal lleno de hermosas mujeres, hombres ingeniosos, situaciones dramáticas, trajes de época, decorados y realidades manipuladas. Por no mencionar la música maravillosa y los lugares a los que tengo acceso (ríe.) Ah, y a veces hasta consigues salir con alguna de las actrices. ¿Qué más se podría pedir? El cine me ha brindado un modo de evasión en la vida, pero al otro lado de la cámara, en lugar de hacerlo del lado del espectador. (Hace una pausa.) Resulta irónico que haga películas con fines de evasión, pero no es el público quien se evade, sino yo.
¿Consejos? Cuando doy charlas siempre me piden consejo y nunca puedo ofrecer ninguno, porque no hay una forma establecida de que una persona se meta en el negocio o de que se convierta en director de cine. Cada uno lo hace a su manera, ya sea por méritos propios o manipulando a quien haga falta. Martin Scorsese estudió en una escuela de cine y se convirtió en uno de los grandes; Leni Riefenstahl (ríe) se pegó a Hitler y también se convirtió en una de las grandes. Así pues, el único consejo que se me ocurre es que lo único que cuenta es el trabajo. Hay que limitarse a trabajar, sin molestarse en leer nada de lo que escriben sobre uno mismo, ni hablar mucho de lo que hace o deja de hacer. Y sin pensar en los beneficios. No hay que pensar en el dinero ni en los elogios. Cuanto menos se piense en uno mismo, mejor.
Cuando uno hace una comedia y le falta maestría, el resultado es Robó, huyó y lo pescaron, y aunque tiene mil fallos el resultado final es entretenido. Y uno intenta aprender de la experiencia, si puede, y en la siguiente aplica los conocimientos adquiridos en la medida de sus posibilidades. Pero lo que queda es una cosa más o menos aceptable y entretenida.
Cuando uno es ambicioso y aspira a realizar un drama poético como La otra mujer, donde una mujer oye conversaciones ajenas a través de las paredes y sigue a otras personas que la hacen volver a su pasado y cosas así..., en fin, si uno no consigue su objetivo, lo que queda en ese caso no es Robó, huyó y lo pescaron, una peliculilla entretenida que complace a unos cuantos. El público no disfruta lo suficiente con el resultado.
Y esos tres dramas, Interiores, Septiembre y La otra mujer, eran muy ambiciosos. Por eso mi fracaso fue evidente, mayúsculo, y no resultó nada entretenido.
Bueno, me encanta la ciudad y siempre me ha encantado, y cuando tengo ocasión de retratarla de un modo favorecedor lo hago. Esa escena con Carrie Fisher y Dianne Wiest me brindó la oportunidad de mostrar su arquitectura, y en el musical que hice (Todos dicen Te quiero) pude enseñar la ciudad en las cuatro estaciones del año. Hay gente que me ha dicho: “La Nueva York que tú nos muestras no la conocemos. Lo que conocemos es la Nueva York de Scorsese; la Nueva York de Spike Lee es la que entedemos”.
La imagen de Nueva York que muestro en mis películas responde a un criterio selectivo que pasa por lo sentimental. Siempre se me ha conocido como un cineasta neoyorquino que evita el contacto con Hollywood y que de hecho lo menosprecia. Nadie ve que la Nueva York que yo muestro es la que conozco únicamente por las producciones hollywoodenses con las que me crié, con sus lujosos áticos, sus teléfonos blancos, sus hermosas calles, sus muelles y sus paseos en carruaje por Central Park. Los que viven aquí me preguntan: “¿Dónde está esa Nueva York?”. Pues bien, esa Nueva York existe en las películas de Hollywood de los años ’30 y ’40. La Nueva York que Hollywood mostraba al mundo, y que en realidad nunca existió, es la Nueva York que yo muestro al mundo porque es la Nueva York de la que me enamoré ya de pequeño. El hecho es que la primera vez que decidí retratar Nueva York como un personaje significativo en una película, concretamente en Manhattan, opté por filmarla en blanco y negro porque la mayoría de los films con los que crecí eran en blanco y negro.
La mayor parte de la obra de casi todo el mundo, la mía incluida, es mala porque cuesta mucho hacer algo bueno. Así que, para empezar, hay que dar por sentado que la mayoría del trabajo de cineastas, escritores, dramaturgos y pintores no es de primer orden. De vez en cuando aparece un verdadero talento o incluso un genio, pero es algo poco común. Estamos todos salvados porque el público no es muy exigente y no hace falta que una cosa sea muy buena para que triunfe.
Mucha gente sigue considerando que mis mejores films fueron los que realicé en la época de Annie Hall y Manhattan, pero aunque estos títulos puedan tener un lugar especial en sus corazones, hecho que me llena de alegría, se equivocan. Películas como Maridos y esposas, La rosa púrpura de El Cairo, Disparos sobre Broadway, Zelig e incluso Misterioso asesinato en Manhattan y Dulce y melancólico son mucho mejores. Por supuesto, todo esto es discutible, pero yo defiendo lo mío de la misma forma que los demás defienden lo suyo.
Me gustan los colores cálidos; es una predilección personal. No digo que no haya películas rodadas en colores fríos que no sean bonitas. Las hay, pero personalmente, sin ánimo de sentar cátedra sobre el cine en general o el uso del color en particular, me gustan las películas caracterizadas por la saturación de los colores cálidos porque, como decía Matisse, cuando uno mira un cuadro debería sentirse como si estuviera sentado en un sillón, y en ese sentido una película debería ser como una mullida butaca a los ojos del espectador.
En las películas serias se pueden hacer cosas muy bonitas, muy poéticas. Como en la secuencia de Otra mujer con Gene Hackman en el teatro de Gena Rowlands en el apartamento vacío. Se puede mover la cámara de tal modo que las composiciones y el montaje resulten poéticos. El reloj hace tictac y se consigue un ritmo hipnótico en la narración de la historia. Pero en este tipo de comedias no se puede hacer eso. Hay que ser... (chasquea los dedos dos veces con rapidez). Si la gente que transita por Columbus Avenue alza la vista hacia mi madre (que ha aparecido en el cielo), lo que uno quiere no es que la cámara enfoque un rostro tras otro, sino que (chasquea los dedos de nuevo) alguien grite algo. Y cuando sale mi casa o la de Mia a nadie le interesa ver un apartamento estupendo con rayos de luz filtrándose por la ventana. Hay que obviar en todo momento las circunstancias prosaicas, de lo contrario no tiene ninguna gracia, y debe estar todo supeditado a la premisa cómica. No se puede dar cabida a nada que no vaya en esa dirección. La comedia es un ejercicio de simplificación, porque aunque tenga su gracia hacer algo sensiblero, eso va siempre en detrimento del efecto cómico. Todo se convierte en un vehículo para conseguir que determinada frase o situación provoque la risa del espectador.
En el cine clásico veías, por ejemplo, a unos vaqueros en mitad de una llanura y apenas había diálogos. Eso es precioso. Pero en los tiempos modernos se impone el diálogo. La gente se expresa verbalmente. En el cine de Bergman también es así. Donde menos diálogo hay es en sus películas de época. Gritos y susurros, por ejemplo, es una cinta donde prima el lenguaje no verbal. Es una maravilla... ver a esas personas en esa casa. Pero en Nueva York o en cualquier otra ciudad la gente habla, y eso lo reflejo en mis películas. En ellas nadie persigue a nadie ni se pelea en un callejón oscuro, ni tampoco hay momentos de excesiva tensión entre distintos personajes como ocurre en la casa de Gritos y susurros entre las hermanas.
Quince de mis películas estadounidenses preferidas sin un orden particular:
El tesoro de Sierra Madre, Pacto de sangre, El desconocido, El delator, La colina, El tercer hombre, La patrulla infernal, El padrino: II parte, Uno de los nuestros, El Ciudadano, Alma negra, Tuyo es mi corazón, La sombra de una duda, Un tranvía llamado Deseo, El halcón maltés.
Doce de mis películas europeas preferidas y tres de mis películas japonesas preferidas:
El séptimo sello, Rashomon, El ladrón de bicicletas, La gran ilusión, La regla del juego, Fresas salvajes, 8 y 1/2, Amarcord, El trono de sangre, Gritos y susurros, La Strada, Los cuatrocientos golpes, Sin aliento, Los siete samurais, El lustrabotas.
(Nota: Si tomamos El Ciudadano de la primera lista y la ponemos en la segunda, ésta sería para mí la lista de las mejores películas de la historia del cine.)
Si a alguien no le gusta una película mía no me importa ni me disgusta, aunque por supuesto preferiría que le gustara. Cuando muestro lo último que he hecho a alguien para ver su reacción, lo que me gustaría que me dijeran es: “Me ha encantado”, “Ha empezado gustándome pero luego me he perdido” o “En la segunda parte me he aburrido”. Me gustan las reacciones sencillas. Dos críticos pueden ver una misma película y escribir reseñas opuestas y estar totalmente en lo cierto dentro de su razonamiento. ¿Qué tenemos con eso? Pues dos puntos de vista inteligentes contradictorios. Así que cuando paso una película mía a dos o tres amigos en la sala de proyección antes de estrenarla, lo que me gustaría oír es su respuesta emocional y no su análisis cerebral.
Todos los fragmentos están tomados de Conversaciones con Woody Allen, de Eric Lax (Lumen).
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