Chicas hermosas que hacen dedo y resultan espectros, sospechosos ingredientes en restaurantes y botellas, bebés cocinados en el horno, mascotas salvajes, mujeres que persiguen a músicos para atrapar el secreto de su magia: las leyendas urbanas que aparecieron a fines del siglo XIX han proliferado a lo largo del XX y estallado con Internet. Pero lo más curioso es el modo en que se repiten, con variaciones locales en los detalles, a lo largo y ancho de culturas disímiles e incluso incomunicadas. Por eso, Radar ofrece un racconto de las más comunes, las más exitosas, las más estrambóticas y las aportadas por nuestro país al imaginario mundial.
› Por Sergio Kiernan
Una cosa que no hay que hacer en Moscú es comer comida georgiana. Es que los georgianos, se sabe, te sirven carne de rata y te dicen que es de pollo. Y una cosa que no hay que hacer en Berlín es comer en un restaurante turco: ratas por pollo. Y ni hablar de los restaurantes etíopes en Sudáfrica, los marroquíes en España o los chinos en la Argentina y Brasil: ratas, siempre ratas. Que es lo mismo que servían en Estados Unidos los restaurantes mexicanos, chinos y thai, dependiendo de la época.
En tiempos más amables, se hablaba mal de un tal Zeus, que se transformaba en toro para abusar de doncellas distraídas. Los griegos andarían mirando mal a los toros, y en las noches largas contaban chismes sobre Leda y su cisne, sobre las malas costumbres de los gigantes y las cosas que comían esos rubios cómicos del Norte. Así fueron naciendo las leyendas, que uno cree que se extinguieron.
Pero, como las brujas, las hay. Las leyendas hoy son urbanas, mitos de la modernidad y de las ciudades con escenarios nuevos y gran velocidad de circulación: los griegos tenían tiempo libre, pero no tenían Internet.
Las leyendas urbanas son tan comunes y tan universales que se repiten de cultura en cultura, con los cambios locales necesarios y con la única condición de que en el país haya ciudades. En el campo, y en los países todavía agrarios, el folklore sigue carriles más tradicionales y se asume más legendario. Pero una leyenda urbana es “una de esas historias bizarras, caprichosas, 99 por ciento apócrifas pero creíbles, que resultan siempre demasiado buenas como para ser ciertas”, al decir de Jan Harold Brunvand, una de las máximas eminencias en el tema y autor de, nada menos, una enciclopedia de leyendas que coteja versiones a lo largo del tiempo y a lo ancho del planeta. La condición, entonces, es creérselas realmente y pasarlas como información veraz, aunque la fuente sea el marido de la prima segunda de la mujer del vecino, o el legendario amigo de un amigo.
Las leyendas urbanas sirven para manejar ansiedades. Abundan en situaciones de viaje, en el cuidado de niños y en la adopción de mascotas. También traen de vuelta el viejo cuento de fantasmas, pero adaptado a la era de los medios masivos, y expresan el miedo de comer cosas que manufacturan desconocidos en grandes fábricas lejanas. Explotan en tiempos de crisis, de guerra o cambios sociales, y cada vez circulan a mayor velocidad. Según los folkloristas modernos, las leyendas urbanas empezaron orales, en el siglo XIX, saltaron a la prensa escrita a principios del 1900, proliferaron con el auge de la paranoia y estallaron con la creación de Internet.
Que estas leyendas son estrictamente urbanas y modernas lo prueba su mismo sujeto. Por ejemplo, la Coca-Cola, bebida sobre la que se jura en cuanto idioma exista en este mundo que sirve para aflojar tornillos, sacar calcomanías y remover óxido. La Coca, dicen las leyendas, disuelve dientes, es anticonceptiva y puede crear un apetito insaciable por la otra coca, la que viene en polvo. Como otros infinitos alimentos industriales, en cada país se dice que alguien –el famoso amigo del amigo– abrió una lata o botella y encontró un ratón ahogado.
La creación del turismo de masas disparó todo tipo de leyendas urbanas. Así, a partir de los años ‘60, cuando se inventó el turista japonés con cámara y sombrerito, en Japón se instaló la historia de la joven raptada en su luna de miel. La muchacha es secuestrada por un occidental, que la vende a un burdel asiático cuya ubicación varía de década en década, arrancando en Vietnam, pasando por Indonesia e instalado hoy en China. El desesperado novio la busca por años y finalmente la encuentra, desfigurada y monstruosa, en un circo freak de Filipinas.
Los profesionales del turismo también crearon sus leyendas. Una de pilotos, difundida a partir de los años ‘50 desde Europa, es la del perrito muerto. En su versión clásica, la tripulación de un avión recién aterrizado descubre horrorizada que un perrito se murió durante el vuelo dentro de su jaulita de viaje. Conmovidos, consiguen un perrito igual o parecido y lo reemplazan. En la cinta de equipajes, la dueña recoge la jaula, la abre y de ella sale un perrito moviendo la cola. La mujer se desmaya, horrorizada. Es que ella volvía de un viaje en el que había muerto su perrito, al que traía para enterrar en casa.
Y así como Leda, la griega legendaria, terminaba con su cisne, hoy circula la leyenda del viajero que terminó sin un riñón. La primera versión es de 1991 y norteamericana, pero el mito es parejo en cada meridiano: un hombre conoce a una chica en un bar de una ciudad en la que está de visita, por trabajo. Terminan en un hotel, muy borrachos, y él se despierta con resaca, desconcertado y dolorido. Al levantarse, descubre un largo tajo en el costado, con puntos frescos. El hombre llega a un hospital, donde le revelan que le sacaron un riñón, que el ladrón es un profesional y que su órgano ya debe estar en venta en el mercado negro.
Lo cual es tan verosímil como que una griega haga sus cositas con un cisne. Y tan creíble como son las leyendas.
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