Dom 12.04.2009
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ARTE > LA HISTORIA DE LAS CALAVERAS MEXICANAS

La muerte les sienta bien

Desde mucho antes de la llegada de los españoles con su iconografía funeraria, los mexicas dedicaban un día a celebrar la Muerte. Después vinieron las calaveras al pie de la Cruz y las que acompañan a San Francisco de Asís. Y en el siglo XVII asoma el clima festivo que llegaría a su cumbre con José Guadalupe Posada. Pero éste sería apenas uno entre cientos de ilustradores. El impecable volumen La muerte en el impreso mexicano (Editorial RM) ofrece un meticuloso recorrido por esa historia de calaveras que bailan y ríen.

› Por Mariana Enriquez

Calavera en México quiere decir muchas cosas. Quiere decir lo esperable, es decir, los huesos de la cabeza, pero también nombra al esqueleto del cuerpo humano completo. Calavera es también la figura de la muerte, y el caramelo de azúcar que se elabora para el Día de los Muertos, los versos que se escriben para esa misma fecha, el dinero que piden los chicos para comprarse algo ese feriado, o para ahorrarlo. La calavera, en México, se usa para la sátira política, para panfletos, para publicidades, pero sobre todo para festejar. Y toda la historia de las calaveras gráficas, un arte único, extraño, es recorrida por La muerte en el impreso mexicano de Mercurio López Casillas, un libro extraordinario que se consigue en Argentina gracias a Editorial RM, parte de la imperdible colección Biblioteca de Ilustradores Mexicanos.

¿De dónde sale este gusto de los mexicanos por la calavera? Octavio Paz dice que viene de la indiferencia de su pueblo por la muerte (que, agrega, también es indiferencia por la vida). Más riguroso y menos escrutador del alma de la nación es el desarrollo de los acontecimientos: la cultura de los mexicas, explican los historiadores, ya era cultura de la muerte: incluía día y fiesta de los Muertos, y un gusto por lo descarnado. La Conquista, cuando llega, también ama la muerte. No se sincretiza, asegura Casillas: más bien hay una continuación entre la obsesión funeraria mexica y el ars moriendi, la rica iconografía fúnebre española trasmitida a colonias.

Pero hasta entonces son las terribles calaveras al pie de la Cruz, o las que acompañan a San Francisco de Asís (son atributo del santo). A partir de la segunda mitad del siglo XVIII aparecen las primeras manifestaciones de la muerte con carácter festivo. Artistas mexicanos, tanto célebres como anónimos, siguen al pie de la letra el consejo de Montaigne: “Y para empezar a despojarla de su principal ventaja contra nosotros, sigamos el camino opuesto al ordinario; quitémosle la extrañeza, habituémonos, acostumbrémonos a ella”. En 1792 el nativo de Zacatecas Joaquín de Bolaños hace caso y publica su obra La portentosa vida de la muerte, emperatriz de los sepulcros, vengadora de los agravios del altísimo y muy señora de la humana naturaleza, ilustrada con dieciocho grabados en cobre por Francisco Agüero Bustamante. Allí está la primera calavera escrita, sobre un médico amigo de la muerte: “Ese cadáver tan flaco/ fue objeto de mis encantos/ Y fueron sus triunfos tantos/ Que ajustándole la cuenta/ Abasteció de osamenta/ A todos los camposantos”.

Esta obra, tan rara todavía entonces, marca el punto de partida que terminará en José Guadalupe Posada. Aquí no hay nada que ver con la danza macabra: se trata de una muerte que se comporta como un ser humano en situaciones divertidas y cotidianas: es bebé en la cuna, da los primeros pasos de la mano de su abuela, se enamora, se casa, pelea, se deprime, discute, envejece y agoniza. Las estampas “se alejan por primera vez de los cánones típicos del grabado europeo e inauguraron un estilo mexicano”, explica Casillas.

A la sociedad colonial no le gusta esto de las calaveras, pero en el pueblo prendió. Mucho más cuando en 1859 una ley le quitó a la Iglesia toda intervención en entierros y cementerios: con la libertad, el pueblo convirtió el Día de los Muertos en una gran fiesta. Y a fines de ese siglo, después de los avances en grabado logrados por Manuel Manilla, otro especialista en calaveras festivas, surge Posada, y aparece el humor. Dice Monsiváis: “Gracias a las calaveras el humor popular conoce su gran zona de impunidad: la muerte es la gran niveladora, su premonición dibujada y versificada facilita críticas devastadoras y panoramas corrosivos. Posada aprovecha esta ganancia y la convierte en uno de los paisajes alucinantes del arte mexicano”.

Posada hace su primera litografía para la portada de La Patria Ilustrada. Y es sorprendente lo que cuenta Casillas: sólo el 2% de la producción del más famoso de los calaveristas es sobre la muerte. Es que ha sido encasillado allí por su genialidad en la ejecución, y sobre todo por la creación de la Calavera Catrina, ilustración tan popular que dice Monsiváis: “Es un símbolo nacional, al lado del águila y la serpiente, la figura de Zapata, el rostro de Juárez y El Zócalo”.

La muerte en el impreso mexicano descubre a otros ilustradores menos famosos como Julio Ruelas, que prefiere imágenes de una muerte trágica y oscura, decadentista; su influencia principal son los simbolistas, Böcklin en particular. Tanto cumple su papel Ruelas que en 1907 muere de tuberculosis en París. En su momento, fue muy famoso, mucho más que Posada, que murió pobre. Pero el tiempo eligió y el artista del Porfiriato no es Ruelas el europeizante sino Posada el popular, que pintó las miserias del régimen.

En la década del ’30, cuando México vive un auténtico furor creativo, artistas como Diego Rivera y Pablo O’Higgins redescubren lo mexicano, a Posada, a la muerte de los mexicas. En 1937 se funda el Taller de Gráfica Popular, donde toda una generación de grabadores recupera la tradición de Posada. Pero el taller decae hacia los años ’60, cuando lo abandona Leopoldo Méndez, su mejor representante. Y hoy la calavera, en la gráfica, sólo se luce en diarios La Jornada y revistas como La Garrapata. Pero vive y reina cada noviembre en los cementerios, en cada Día de los Muertos que la gente reinventa, con su muerte nupcial, su muerte reidora, su muerte de fiesta.

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