RESCATES > LA REEDICIóN DE ROLO, EL MARCIANO ADOPTIVO
Un simple maestro de escuela, presidente de un club de barrio, es el protagonista de la historieta con la que el guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López ensayaron más de cinco décadas atrás lo que luego harían con maestría en El Eternauta: una historia de ciencia ficción ambientada en Buenos Aires. Rolo, el marciano adoptivo volvió ayer a los quioscos como parte de la colección Continuará de la revista Fierro.
› Por Juan Sasturain
Qué es aquel resplandor allá abajo, Rolo? –pregunta el Crema asomando su pinta gardeliana y baqueteada por la ventanilla del plato volador hace pocas horas arrebatado a los invasores pargas.
–Buenos Aires... ¿por qué?
–Estamos tan arriba ya que parece un charquito de luz... Si dan ganas de hacerle un tango...
–¡A buscar, Crema! Trajes espaciales y no tangos es lo que necesitamos.
Ese era el clima. La escena de la cuarta entrega de Rolo, el marciano adoptivo –Hora Cero Nº 4, agosto de 1957– da una idea de los elementos que combina la historieta escrita por C. de la Vega y dibujada por Solano López. Ubicada inmediatamente después del episodio bélico de Ernie Pike, proponía al lector una experiencia novedosa; una aventura de ciencia ficción ambientada en Buenos Aires y con personajes extraídos de la más vulgar cotidianidad.
Aquel oscuro C. de la Vega no era otro que Héctor Germán Oesterheld, autor de los guiones de esta serie y de los del resto de las aventuras de la revista y de su hermana melliza, Frontera, dos mensuarios de historietas completas que le cambiaron la cara y el espíritu al género de una vez y para siempre. Y aquella aventura de platos y porteños era –curiosamente–- la primera experiencia del guionista con una historia integral en el género fantástico.
El creador de Bull Rockett, Sargento Kirk, el Indio Suárez y otros personajes memorables para las revistas de Abril –Rayo Rojo y Misterix–- durante la primera mitad de los ‘50, al lanzarse a la aventura editorial independiente no sólo renovó los géneros transitados con westerns como Randall (Arturo del Castillo), historietas bélicas a la manera de Ernie Pike (Hugo Pratt) o episodios gauchescos como Nahuel Barros (Carlos Roume) sino que ensanchó posibilidades y escenarios con Ticonderoga (también con Pratt), rescató la épica de la historia nacional con Patria Vieja (otra vez Roume); redescubrió el marginal que nada a dos aguas entre la legalidad y el hampa con Cayena (Daniel Haupt) e imaginó un tono, un contexto y una rara combinación de elementos aventureros y cotidianos para Joe Zonda (Solano López). Sin embargo, fue en un género transitado hasta la trivialidad –la mal llamada ciencia ficción– donde Oesterheld materializó en aquella etapa su aporte tal vez más significativo a la historieta argentina contemporánea.
Cuatro series –Rolo, el marciano adoptivo, Rul de la Luna, El Eternauta (las tres curiosamente con Solano López) y Sherlock Time, con Alberto Breccia– se extienden por distintos lapsos a lo largo de los cinco años que duró la experiencia de Frontera y Hora Cero entre 1957 y 1961. Son sucesivas aproximaciones a la temática fantástica, tanteos vacilantes en algún caso –Rolo y Rul–, logros plenos y definitivos en las dos restantes.
Durante un año exacto –mayo ‘57 a mayo ‘58– y a lo largo de trece episodios publicados en el Hora Cero mensual, Oesterheld desarrolló y dejó inconclusa la historia de Rolo Montes, el marciano adoptivo. En manos de Jorge Mora –seudónimo de su hermano Jorge Oesterheld– la serie se prolongó tres episodios más para cerrarse definitivamente en agosto de 1958. Aventuras independientes –guionadas también por Jorge Mora–- aparecieron luego en el suplemento de Hora Cero Extra, siete en total hasta el número 12, dentro de un tono y modalidad diferente ya insinuado en la continuación y que marcan las últimas apariciones de los personajes creados por Oesterheld.
La historia es simple. Un oscuro maestro porteño de quinto grado, Rolo Montes, lee en el diario la reiteración de una noticia: por segunda vez en poco tiempo desaparecen bajo las aguas ómnibus escolares; antes en Africa, ahora en Canadá. Mientras los niños salen de la escuela hay un diálogo con el director, Sr. Villar, con el portero gallego que señala la coincidencia de la desaparición en los lagos, recuerda el tranvía que cayó al Riachuelo en el ‘35. Ya está la punta de la aventura: Rolo ha de salir con sus alumnos de excursión a la mañana siguiente.
El guión se detiene a detallar los rasgos que ubican al personaje y lo adjetivan. Vive solo en una pensión de barrio –la patrona, el perro y la chica–, hay muchos libros en su habitación. Es mediodía y trata de escuchar la radio mientras se prepara un par de huevos fritos. Pero no es posible, hay interferencia. La cotidianidad se rompe y la aventura golpea –lo viene a buscar– a las puertas del pequeño cuarto. La chica de la limpieza le informa asustada que los extraños hombres que han alquilado “el cuarto del fondo” quieren hablar con él. Rolo va.
Cuando abra la puerta, los rostros inmutables serán tan extraños como el arma que le apunta. Los rígidos y trajeados personajes no andarán con vueltas. Prontamente revelarán su verdadero rostro –vagos rasgos amorfos que insinúan plasticidad–, su origen y sus propósitos. Vienen de Parga, un planeta de civilización y tecnología muy superior a la terrestre; esos platos que ocasionalmente se dejan ver por los humanos son sus naves. La propuesta es simple: como los otros maestros, Rolo ha sido elegido para que entregue un contingente de niños que han de ser educados en Parga y convertidos en súper sabios. El también irá y será su mentor. Nada debe temer.
Rolo vacila –“Aquello era absurdo... Diez minutos antes estaba comiendo huevos fritos en su pieza y ahora...”–, la propuesta se clarifica en tentación; si accede, en el futuro, cuando los pargas dominen naturalmente la Tierra, será rector del planeta. Los argumentos son concluyentes y expresivos, Rolo es un humano de excepción que “pudiendo tener éxito profesional como brillante científico que es”, ha preferido ser maestro y dedicar sus esfuerzos a la presidencia de un club de barrio –el Deportivo Querandíes, que luego se convertirá en Meteoro– y ser un futbolista consumado.
Rolo intuye vagamente que no tiene alternativas y finge en principio acceder, marca la lógica de la seducción: “Ya estaba un poco cansado de ser un simple maestro de escuela”. Ziant y Tcha –los pargas– disponen todos sus movimientos para el día siguiente y un disparo de rayo lo inmoviliza hasta el momento de actuar.
A partir de allí, los acontecimientos se precipitan, impelido a seguir adelante, Rolo no intentará nada hasta que los pargas matan al Sr. Villar, que ha sospechado algo extraño en la salida. En ese momento se siente culpable y decide que hará algo. Aunque sea inútil, “morirá matando” a esos seres que han mostrado su verdadero rostro. Llegan a la orilla del río en un descampado y en un descuido en el agua, consigue zafarse. Derriba a Tcha, se apodera de la pistola y huye bajo el agua. Con una treta hará disparar su arma a Ziant y aprenderá su manejo, finalmente lo matará. El primer episodio termina con su rostro abrumado más que triunfante: en pocas horas su vida ha sido invadida por la aventura.
La segunda secuencia señala la aparición del grupo. Rolo recoge a Tcha, el parga que decide ayudarlo al tomar conciencia de los horrores de la destrucción de Marte y no desear ese destino para la Tierra. Lo lleva subrepticiamente al club y lo cobija en un tanque de ozono de diez atmósferas para bien morir entre pelotas de básquet y las sillas que se guardan para el baile del sábado en el cuartito del fondo... En memorable reunión de Comisión Directiva del Meteoro, Rolo plantea la situación a sus compañeros: hay una invasión extraterrestre limitada contra la que hay que luchar sin advertir a las autoridades, cualquier movimiento en ese sentido advertiría al invasor parga y la represalia sería exterminadora como en Marte. En conclusión, sólo cabe luchar, contra toda esperanza, usando los precarios medios del grupo: un club de barrio contra una civilización súper tecnológica.
El capital humano es heterogéneo pero aparece dispuesto luego de la incredulidad inicial (“este Rolo nos había hecho creer que era un tipo serio y mirá con lo que sale”... “Sos un Orson Welles”, etc.): “Fierro” Lara, vicepresidente del club, tornero y buen insider derecho del equipo; “Fideo” Ribas, tipógrafo y secretario; el tesorero “Crema” Pérez, arquetipo esquinero de café y tango que alguna vez pretendió escribir una revista para la alta sociedad –La Crema– y quedó bautizado y, finalmente, Mediavaca Arrastía, un peón frigorífico tan ancho como alto capaz de cargar la media res sin pestañear.
El grupo, bajo la conducción intelectual de Rolo, jefe natural, y con la ayuda de Tcha, capturará primero un plato volador, destruirá los restantes y –en el cuarto episodio– se apoderará de la nave madre. El próximo objetivo será la liberación de Marte y los siete capítulos siguientes narran cómo, junto a los marcianos sobrevivientes, logran destruir las cuatro bases pargas. El relato pierde interés entre superanimales y despliegue tecnológico y sólo lo recupera en el episodio 12 cuando, de regreso en el club, los pargas vuelven a la carga en medio de un antológico partido de básquet resuelto a piñas.
(Dice el Torta, muchachote del club, al ver a los falsos humanos caídos y en proceso de desintegración después de una trompada bien dada: “Rolo, cometiste un crimen quintillizo”.)
El capítulo que sería final cuenta un desafío futbolístico contra un equipo de robots y anuncia el cambio de tono, que vira levemente hacia el humor y la ironía. Las tres secuencias restantes –ya con Jorge Mora– narran la captura de Rolo y Crema en la base parga, su transformación física en Frondizi y Gómez respectivamente –presidente y vice en aquel momento– y el frustrado intento de los invasores de usar el artilugio para dominar el mundo. Pero el clima ya es otro: el Crema, ante el verdadero Frondizi, se lamenta: “Tenerlo tan cerca y no poder pedirle ni siquiera un puestito”. El final rápido ideado por el guionista está cargado de ironía. Destruidos los pargas y enterado de lo que había pasado, el presidente agradece y quita excesiva importancia al asunto que no debe perturbar la vida argentina, empeñada como está –dice– en problemas económicos prioritarios... La escena final marca el regreso de los protagonistas a la cotidianidad de la escuela, el club, el laburo, el tango, el baile del sábado.
Pese a que Oesterheld ya había hecho ciencia ficción para Más Allá y en ocasiones episodios de Bull Rockett o en Rayo Rojo, los senderos habituales del género no parecían propicios para sus preocupaciones humanistas. Sin embargo, optó por la convencional idea del enemigo planetario y la invasión agresiva y simultáneamente echó dos anclas realistas como contrapeso: la contemporaneidad de la acción y la ambientación en la circunstancia argentina. Por el primer elemento ponía el mal afuera, trasladaba el desencadenante de la acción más allá –como en la guerra– pero le daba un sentido absoluto y pleno; el héroe no necesita preguntarse por la justicia de su causa ya que lo es explícitamente; queda solo con su voluntad. Por otra parte, la contemporaneidad y el manejarse dentro de lo probable para la experiencia común del medio hacia mediados del ‘50 crea un ámbito aventurero nuevo dentro del hecho de que ni los protagonistas van hacia la aventura ni el medio la engendra, sino que son elegidos desde afuera como escenario y actores. De ahí el clima inaugural de la historia en los primeros tramos –-que hace su encanto– y el deterioro del interés cuando la acción se traslada al cosmos.
La novedad reside en que por primera vez –al no existir un héroe cuyo hábitat natural fuera lo fantástico– los personajes se revelan en la acción y se van haciendo héroes ante las circunstancias sucesivas. Lo que distingue a los protagonistas no es su excepcionalidad sino el hecho de ser enfáticamente corrientes, argentinos porteños inclusive típicos un exceso: “Rolo encarnaba la normalidad, el buen sentido y la inteligencia, y su imagen lo trasuntaba”, cuenta Solano López. Más inteligente que fuerte, de frente amplia y mirada penetrante, mediano y no demasiado musculoso. Y así los demás. Los personajes argentinos entraban en la historieta de aventuras de la mano de un realismo costumbrista de rasgos a veces cargados –el Crema– pero con la intención de no bastardearlos en la repetición de esquemas adaptados o copia de modelos.
Se invierte el sentido que tenía la nacionalidad argentina de un Vito Nervio –Breccia-Wadel en Patoruzito–, un detective criollo que podía andar por Estambul o Nueva York como El Fantasma o Mandrake y al que no le faltaba un ayudante negro.
Pero Rolo es un ensayo. Como tal, las flaquezas de la serie son demasiado evidentes: la tensión entre lo fantástico de la peripecia y el realismo costumbrista con que está pintada la circunstancia llega a un límite en que se hace necesario modificar el tono pues ya no puede “tomarse en serio” lo que sucede; las aventuras extraterrestres son motorizadas por la simple adición de obstáculos cada vez más complejos siempre salvados y el recurso de la fauna insólita trivializa la acción pese a algún hallazgo, como los túneles vivientes que guardan la fortaleza parga en Marte.
Como sucede en todo el desarrollo de Rul de la Luna –Frontera mensual, junio del ‘58 a febrero del ‘60– la trama sostenida por las apariciones sorpresivas de extraños personajes es muy endeble.
En contrapartida, las virtudes de Rolo rebasan largamente las debilidades estructurales de la intriga. La intención de demostrar que personajes y ambientes argentinos contemporáneos eran materia aventurable.
“Rolo y Joe Zonda nacieron del deseo de ver a personajes de aquí viviendo aventuras fuertes, serias o alegres. ¿Acaso el vigor, la alegría aventurera son patrimonio sajón?”, explicó alguna vez Oesterheld. Está plenamente lograda precisamente porque utiliza el mecanismo de inserción que la hace posible y alcanza los límites de esa inserción. Esboza un modelo de héroe en marcha, que se hace en la lucha codo a codo con sus iguales tras un objetivo que lo trasciende y contra un enemigo absoluto. Es decir que la condición del protagonista no está definida de antemano sino que es el resultado de una voluntad laboriosa y consciente.
Esta extraña confluencia de fantasía y testimonio del mundo circundante inaugurada con Rolo será una y otra vez retomada por Oesterheld. No es casual –sin duda– que sus aventuras de ciencia ficción se hayan ambientado casi siempre en Buenos Aires. Sobre todo una contemporánea de Rojo y de la que en cierta medida es su desarrollo y perfeccionamiento. Pero ésa es una obra maestra: El Eternauta.
Este texto de Juan Sasturain sobre Rolo, el marciano adoptivo fue publicado originalmente en 1979,
en la revista El Péndulo. Como la historieta que
celebra, no volvió a ver la luz hasta ahora.
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