Domingo, 28 de junio de 2009 | Hoy
PLáSTICA > LA ESCUELA EN EL ARTE ARGENTINO DE LOS ’90
A fines de los ’70, el crítico Martín-Crosa se preguntó si podía haber un arte pop(ular) argentino. Y para responderse exploró el imaginario de los artistas de la década anterior en busca de esos elementos comunes que debían estar apareciendo en las obras sin que sus creadores pudieran calcularlo. Siendo la escuela la gran institución que introduce y fija buena parte de esos elementos, acuñó el término “escuelismo”. Ahora, el Malba lo recupera para indagar en la generación de los ’90, una particularmente marcada por el imaginario infantil.
Por Natali Schejtman
Cuál es el imaginario de la escuela? Evidentemente hay varios. La muestra Escuelismo es una lectura del arte argentino de los ’90 y a la vez una muestra de las imágenes, los modos de comunicación y el mundo interior que se obtienen al exprimir ese imaginario. Pero no sólo eso: hay una diagonal nada menor, porque Escuelismo es un término que utilizó el crítico Ricardo Martín-Crosa a fines de la década del ’70 para hablar de algunos artistas de los años ’60.
En su ensayo de 1978 titulado Escuelismo (modelos semióticos escolares en la pintura argentina), Martín-Crosa describe los modos de transmisión que reinan en la escuela, que es enfática y mitificadora, y utiliza el término para referirse primero a la enorme Liliana Porter y extenderlo luego a diversos artistas de los ’60: “El encuentro de esta realidad que aquí llamé Escuelismo –dice en su texto– se debió, justamente, a un planteo sobre la originalidad. Mi reflexión versaba en torno de la posibilidad de un Pop Art argentino (auténticamente argentino). Por supuesto que descartaba como art y aún como pop toda adaptación más o menos nacional de una expresión foránea. Pero si, como creemos, el arte pop(ular) consiste en la pintura de lenguajes masivos, era pertinente hacerse esta pregunta: ¿existía algún lenguaje originalmente argentino que se hubiera incorporado de tal modo a la conciencia mediata de nuestros creadores que estuvieran ya apareciendo en sus obras sin que lo notáramos, sin que lo sospecháramos siquiera, porque planteábamos la originalidad desde un punto de vista equivocado?”.
La manualidad, lo infantil, los procedimientos –la tijera en zigzag, la plasticola, el collage–, la prolijidad, la combinación: todo esto podría desfilar en un repechaje que tuviera como gran tema a la escuela cuando se la cruza con la materia (la clase de o la hora de) taller. Claro que hoy hay mucho más que puede desprenderse de la escuela primaria en un país en el que la educación es un tema de preocupación y negociación. Pero acaso el deterioro físico y de recursos escolares será más rastreable en los artistas futuros. En un intenso y valioso trabajo de reorganizar la colección permanente del Malba (con algunos pocos préstamos) en función de un tema, Escuelismo se mete muy adentro de las aulas. Rastreando el mundo de los primeros años de formación, se fija en los carteles de cartulina fucsia con la agenda de la semana, con los cumpleaños del mes, los bancos, los recreos, las biromes, los lápices. Todo aquello que es memoria común de esta generación puntual y que pudo haberse agitado en un prisma de operaciones para convertirse en obras que no ahorran en el color, en algunos casos, y en otros, en el trazo libre con lápiz (como si fueran apuntes de un alumno disperso durante la clase), en la exactitud de los márgenes o en el imaginario infantil (siendo ésta una marca definitiva de época).
Esta exquisita selección está dividida en tres ejes temáticos: “Materiales y signos” apunta a la manualidad, al garabateo, al contexto escolar de creación; “Armado y acciones”, a la ejecución minuciosa y prolija (tal vez como si hubiera una consigna tácita detrás); e “Imaginario infantil” se mete con las imágenes más y menos icónicas o frecuentemente leídas como aniñadas. Además, la muestra se presenta como algo afable para los chicos en edad escolar, con sillones de colores y palabras diseminadas.
La escuela primaria tiene algo que la secundaria adolece. En la primaria se celebra la prolijidad, los niños suelen caer rendidos ante las biromes de colores; hacer carátulas y etiquetas es una actividad aurática; el papel glase, la brillantina o algún otro invento estacional de librería se viven como invitados especiales que generan éxtasis; el aseo personal y el manejo de los útiles puede llegar a tener su propio ítem en el boletín y no es casual que el rito de finalización sea, justamente, volcar todo ese saber manual sobre el guardapolvo, así como cuando alguien tiene un yeso es costumbre firmarlo y dibujarlo para que se tape más la herida. La secundaria parecería ser más el terreno de la indolencia, la rebelión, la dejadez. El fin del detalle y el comienzo del zapping de atención. De hecho, la obra que Diego Bianchi y Leopoldo Estol presentaron hace unos años en Belleza y Felicidad, La escuelita de Thomas Hirschhonrn, merodeaba, entre cuevas de cartón y cintas de embalar, la pedagogía y la educación como un elemento inmiscuido subrepticiamente en la cultura joven. Era más como una secundaria.
En Escuelismo, la obra de Liliana Porter –mágica y exacta–, es una especie de leitmotiv: en definitiva, el término que da nombre a la muestra surgió a partir de un mural de su autoría. Sus dibujos sobre hojas de carpeta irradian encanto y frenesí. El soporte, lejos de ser indicador de falta de lienzo, funciona como una unidad mínima de intimidad. Los dibujos garabateados de Feliciano Centurión son como bocetos tomados por el alumno artista de la clase durante la hora de matemática. Algo parecido podría decirse sobre los recorridos gráficos de Beto de Volder. Las frases gramaticalmente simples, ideales para aprender cuál es el sujeto y cuál el predicado, también tienen lugar. Kuitca escribe al pie de su cuadro: “Mi hijo es bello como el sol”, siendo esta última comparación una parte de la frase que queda en la sombra de la obra, en una esquina y desordenada.
Sin embargo –o desde ya–, ninguna de las obras que aparece en Escuelismo es “infantil”. En los garabatos no reina la espontaneidad o la falta de programa. En las obras con mucho color saturado no hay casi índices de improvisación. El trabajo curatorial artificioso (ordenar una colección en función de una posible lectura) da la pauta de que aquí veremos operaciones bien maduras y programáticas. Lo escolar tiene tanto que ver con la libertad del niño como con el comienzo de las reglas. Es, acaso, en su cualidad de relectura, una tensión prolífica entre ambos, como podría indicar la obra de Marcelo Pombo, la de Sergio Avello, Fernanda Laguna o la imaginación técnica de Román Vitali.
El eje del imaginario infantil tiene color, formas y consumos que remiten a una niñez a veces más coyuntural que otras. En todos los casos mostrará una vuelta, una recuperación trabajosa. Las obras de Alberto Passolini están particularmente cifradas: son relecturas de clásicos de la pintura argentina. Manuelita y el terror es el nombre que el artista le puso a su versión del retrato de Manuelita Rosas y Ezcurra, de Prilidiano Pueyrredón. A diferencia del original, Manuelita parece un dibujito animado (como la otra Manuelita) y, en lugar del florero erecto, éste está a punto de estallarse sobre el suelo. Desde el título se propone repensar clásicos contenidos en la currícula escolar, como Rosas, pero también como Pueyrredón, uno de nuestros pintores emblema.
Las formas aniñadas también aparecen en el sistema de pequeños retratos imaginados de Alfredo Prior. Allí, el procedimiento parece ser el inverso que el de Passolini: osos de peluche o personajes de historieta –imágenes típicas del consumo infantil, aunque no excluyentemente– son plasmados por medio de un denso y oscuro entramado pictórico.
Así, Escuelismo propone un interesante ejercicio de leer el arte argentino reciente en función de temas que los artistas tienen en común, como la escuela, con sus reglas y libertades. Un ejercicio adulto si los hay.
Escuelismo. Arte argentino de los ’90
Malba (Av. Avenida Figueroa Alcorta 3415)
Hasta el 3 de agosto - Martes: cerrado
Más información: malba.org.ar
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