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Domingo, 28 de junio de 2009

FAN > UN ESCRITOR ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA

El mapa de nuestras imperfecciones

 Por Miguel Russo

Uno cree, a veces, que todo el mundo fue ciego para algo que vio y consideró revelador. Para lo que uno vive (de acuerdo con los japoneses y con Proust) como un satori. Pero, claro, uno, a veces, se topa con alguien que tuvo esa misma sensación de verdad magnífica y universal revelada con la misma intensidad y ante la misma escena. Escena, digo, y de modo invariable recuerdo el film de Andrei Tarkovski, El sacrificio. Lo mismo que le ocurrió hace exactamente un año a Susana Torres Molina en estas mismas páginas –digresión: debe haber una especie de satori en la conjunción de los siguientes tres estamentos: El sacrificio, junio, Radar–. “Una película que vuelvo a ver cada tanto y siempre me afecta de un modo contundente”, decía Susana, y recordaba escenas en aquella nota que invariablemente voy a recordar yo en ésta. Mejor dicho: la escena. Esa en la que el cartero, filósofo, nietzscheano y ciclista Otto le lleva de regalo de cumpleaños al crítico, ensayista y no menos filósofo Alexander un enorme cuadro con un mapa europeo del siglo XVI (es decir, de cómo creían los europeos que Europa era vista por ese dios blanco e inquisitorial, pero mirándola ellos y desde el llano).

Más digresión: la sola escena de Otto transportando el cuadro de metro y medio por metro y medio, apoyado en el pedal de la bicicleta por el medio del campo es algo sublime. La representación de la Tierra atravesando la realidad de la Tierra (puesto en palabras me salió así, pero juro que no sentí eso en el cine sino una sensación de absurda e irremediable finitud dentro de lo infinito que todavía no pude sacarme de encima y a la que aún no le encuentro palabras).

Vuelvo a aquella tarde de 1987 en la que vi por primera vez el film: Alexander le recrimina a Otto el alto costo del regalo (“es un sacrificio”, dice). Otto contesta que si no fuera un sacrificio no tendría sentido. Así, de un plumazo (un plumazo de Tarkovski, convengamos), Otto resume años y años de marxismo, de motor de la historia, de lucha de clases, de ética y estética revolucionaria, de teoría guevarista del hombre nuevo (lo juro, aunque sin haberlo querido, además de la antes mencionada sensación absurda e irremediable, todo eso se me condensó en la cabeza al leer el diálogo subtitulado). Fue como la aparición, de golpe, de la imagen de un tapiz cuando uno lo único que vio hasta el momento fueron los miles y miles de hilitos de lana amontonados en el telar sin sentido aparente. Satori, dicen los japoneses. Epifanía, como prefería Joyce.

Ese 1987 volví a ver El sacrificio siete veces en algo así como dos semanas, el escaso tiempo que duró el film en Buenos Aires. Cada versión que veía era cortada –vaya a saber uno, yo, por quién y cómo, con qué criterio, quiero decir– para llegar de las poco menos de tres horas originales a los comercialísimos noventa y pico de minutos con que se despidió de la cartelera. Por una extraña consideración, el tijeretero loco dejó afuera esa escena de Otto y Alexander. Así como otras sublimes y epifánicas por igual: la fábula del monje Pamvé y su método, que Alexander le cuenta a su hijo recién operado de amígdalas y, por lo tanto, con prohibición de hablar; una jarra llena de leche cayendo desde un estante y partiéndose en mil pedazos ante el ruido ensordecedor, y ese ruido convertido en temblor de un avión que marcha hacia la destrucción total; la mirada fija a cámara de la sirvienta-maga-símbolo sensual y divino María para decir “velas, cena, vino” como quien repite una lección aprendida desde hace siglos; las primeras palabras del hijo al salir de su mudez temporaria: “‘En el principio era el verbo.’ ¿Por qué, papá?”.

Mis hijos –que, como todos los hijos, jamás preguntan eso, pero siempre preguntan así– deambularon durante mucho tiempo para conseguirme, con mucho sacrificio, el video primero, el dvd después. Lo consiguieron, y saben que, en cualquier momento, puedo obligarlos a acompañarme a recibir otra dosis de Alexander y Otto. “Nuestra cultura es imperfecta –le dice Alexander a su hijo en el film (¿caben dudas de que, al menos para mí, es algo más que un film?) de Tarkovski–. Nuestra civilización es esencialmente imperfecta. Tendríamos que estudiar el problema y buscar juntos una solución.”

Sacrificio
(Offret, 1986)

Fue la última película de Andrei Tarkovski, estrenada el año de su muerte por cáncer, poco después de recibir el Gran Premio del Jurado en Cannes por ella. Realizada en Suecia, cuenta con concisión, belleza visual y una sencillez dramática imponente las circunstancias de un actor retirado interpretado por Erland Josephson, uno de los dos aportes bergmanianos de la película, junto con el director de fotografía Sven Nykvst. El hombre promete dejar atrás “todo aquello que lo conecta con el mundo” en una apuesta para salvarlo del inminente holocausto nuclear que ha anunciado la televisión. En su momento, algunos críticos la encontraron –a pesar de la innegable fuerza y elegancia de su puesta en escena– como una de sus obras más “deshumanizadas”, más cercana a un estudio sobre la locura que a un estudio sobre el poder de la fe (un tema central en la filmografía del autor de La infancia de Iván, Stalker, la zona, El espejo y Solaris) y el autosacrificio. Para otros fue, sin embargo una despedida inigualable, a la altura de las ambiciones del director de plasmar en el cine una expresión definitiva del desasosiego y la zozobra espiritual.

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