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Domingo, 2 de agosto de 2009

MúSICA > LOS MARS VOLTA VUELVEN AL PASADO PARA VIAJAR AL FUTURO

Otra volta de tuerca

Si, como viene afirmando Bob Dylan desde hace años, “el pasado está en el futuro”, Mars Volta es uno de los ejemplos más conspicuos de que eso puede ser una verdad y un camino. Con su sexto disco, la banda de dos chicos de El Paso y un grupo variable de colaboradores demuestra cómo y por qué retomar el camino musical de fines de los ’60 y principios de los ’70 es el mejor modo de dispararse al futuro.

 Por Diego Fischerman

Todas las religiones se vuelven, con el tiempo, decadentes. O acaban agotándose en la explicación de sí mismas. Nadie recuerda por qué no se debía comer cerdo o cuándo fue que se prohibió que las mujeres cantaran en la iglesia, ni a causa de qué volvieron a hacerlo. Pero el rito continúa. El caso del rock no ha sido diferente. Ya en 1967, el compositor Luciano Berio vaticinaba que mientras fuera rebelde sería genial, y que cuando reclamara su primer Carnegie Hall (cuando tuviera iglesia, podría pensarse) comenzaría a morirse. Y en agosto de 1975, a raíz del estreno de un engendro llamado Agitor Lucens V, en el que el ballet de Oscar Araiz bailaba con música del grupo Arco Iris, el crítico Jorge Andrés, que lúcidamente había saludado la aparición de Almendra, Manal, Miguel Abuelo y Vox Dei entre 1968 y 1970, cuando nadie lo hacía, escribía en La Opinión: “La música progresiva nacional falleció pura e ignorante como un chico. El único inolvidable rasgo que llegó a definir fue su simpatía tierna y ruidosa. Con tiempo para crecer es probable que hubiera sido sensual, fantasiosa y con ansias de cambios profundos, pero claudicó antes, cuando había roto todos los vidrios sin lograr abrir la ventana”.

Hay personajes que, como Carlitos Balá con su flequillo o Pipo Pescador de pantalones cortos, amenizan fiestitas juveniles cantando una insatisfacción que a los casi setenta años ya resulta preocupante o, en el mejor de los casos, poco creíble. Y no costaría demasiado señalar las largas décadas de inmovilidad e imitación de sí mismas en que la mayoría de las ya veteranas estrellas adolescentes se encuentran sumidas. Pero, como toda religión, el rock es infinidad de cosas para infinidad de personas diferentes. Y entre ellas también sigue siendo una música (o un conjunto de músicas o un cierto gesto estético o, a veces, apenas una tímbrica articulada alrededor de la guitarra eléctrica) que funciona como material para intentar decir cosas nuevas. Un californiano hijo de mexicanos y un puertorriqueño, educados (o lo contrario) en la ciudad texana de El Paso, con un grupo de formación mutante que en las dos palabras de su nombre remite a dos pasiones –Fellini con la volta, que para el director significaba un cambio de escena, y la ciencia ficción con el Mars (Marte en inglés), al que ninguna evidencia logrará nunca despojar de marcianos–, sostienen esa idea. “Hacemos música eléctrica, por lo que puede decirse que hacemos rock”, ceñía su pertenencia el guitarrista Omar Rodríguez López, uno de ellos, en una entrevista para la revista Rolling Stone. Pero más importante resulta el comienzo de “Since we’ve Wrong”, primer tema de Octahedron, su excelente sexto disco de estudio, con un pie rítmico de son “montuno” absolutamente enmascarado, sirviendo de base para una aparente balada en la que los comentarios de la guitarra distorsionada y una letra que dice cosas como “crecí encarnado dentro de esta piel, encontraré la salida de aquellos párpados”, desmienten cualquier fantasía de música ligera. Mars Volta no es el único caso de un rock más o menos experimental, más o menos inteligente y más o menos exigente para una escucha comprometida. También están el bielorruso Rational Diet, los estadounidenses Thinking Plague, Mirthkon y Capillary Action, y los multinacionales The Science Group. Pero lo interesante de este grupo que cuenta entre sus miembros estables –aunque extracomunitarios– a John Frusciante, el guitarrista de los Red Hot Chilli Peppers, es que son masivos. Es decir, todo lo masivo que puede ser un grupo más o menos inteligente, más o menos experimental y más o menos exigente para una escucha comprometida, dentro de los límites de un mercado agonizante y del que nadie es capaz de aventurar la forma o el tamaño con el que emergerá del ya declarado proceso de extinción del CD.

El otro fundador e ideólogo de Mars Volta es Cedric Bixler Zavala, letrista y cantante principal. Y entre los recurrentes, por lo menos en los últimos tres discos, están el ilustrador Jeff Jordan y el diseñador Sonny Kay. Y también están Marcel Rodríguez López (sintetizador y percusión), el tecladista Isaiah Ikey Owens y el bajista Juan Alderete de la Peña (todos ellos desde 2001) y el baterista Thomas Pridgen (desde 2007). El grupo estuvo en la Argentina en 2004 y en 2008. Se habló –y se habla– de las influencias de King Crimson y Jimi Hendrix. Y el sonido de la guitarra hace pensar, en ocasiones, en el primer (en el buen) Carlos Santana. Octahedron es, explícitamente, un disco “acústico”. Esto, en este caso, no quiere decir que no haya instrumentos electrificados –obviamente los hay– sino que la concepción es un tanto más aérea que en los anteriores Amputechture (2006) y The Bedlam in Goliath (2008). Siguen estando las maneras de acelerar o enlentecer compases típicos de la salsa hasta hacerlos irreconocibles, el explícito homenaje metálico (y con Led Zeppelin en el fondo) que se hace presente en “Cotopaxi” y un espíritu bastante inclasificable que aquí aparece en las que tal vez sean dos de sus mejores canciones, las contiguas “Desperate Graves” y “Copernicus”. La cercanía con King Crimson posiblemente pase por la coexistencia de un indudable gusto por la melodía –las líneas vocales extremadamente líricas–, y de un entretejido sonoro sumamente denso. En realidad la fuente (de ambos) está un poco más atrás: en el “I Want you (She so Heavy)” de Los Beatles. Llama la atención, en todo caso, que los caminos de la modernidad del rock deban volver al estilo de los finales de los ‘60 y comienzos de los ‘70 para encontrar un destino posible. Que el gesto de un presente capaz de imaginar algún futuro haya que buscarlo, todavía, en aquel bíblico pasado.

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