Domingo, 2 de agosto de 2009 | Hoy
La rosarina Mariana Telleria inaugura su primera muestra en Buenos Aires, y lo hace con un potente efecto renovador, no sólo de su propio arte sino de esa escena llamada “conceptualismo sensible”. Con una exposición múltiple, que incluye objetos creados, intervenidos y calculadamente desplegados, El nombre de un país sugiere pruebas, indicios y piezas de una civilización posible y desconocida. Pero, de paso, introduce elementos del mundo actual que hablan con elocuencia de la cultura del presente.
Por Claudio Iglesias
En un país de cuyos árboles brotaran almohadones, las sillas no tendrían asiento; el alpiste se cultivaría en flotadores; las hojas de los balances de contabilidad se descascararían y las mujeres usarían sombreros hechos con ramas. Sobre estos condicionales contrafácticos se recortan los objetos, las pinturas y las fotografías que integran El nombre de un país, la muestra de Mariana Telleria en la galería Alberto Sendrós. Agotando el espectro que va de la intervención y el objeto encontrado al batik y la artesanía, el conjunto de las piezas muestra una gran variedad de métodos y procedimientos artísticos puestos en función de interrogantes profundos, como la significación cultural de las cosas cotidianas, las posibilidades de uso que ofrecen las formas y el modo en que toda civilización (incluso las imaginarias) se define por un abordaje particular de las relaciones entre naturaleza y construcción, capaces de manifestarse en terrenos tan disímiles como la metafísica, la cosmogonía y la moda.
Ya desde su título, El nombre de un país nos invita a imaginar el paisaje, las costumbres y los ritos de un país posible, tal como podemos sospecharlo a partir de los indicios que ofrece una vitrina con utensilios, una colección de platos de barro o la indumentaria fantasiosa que puede verse en una sucinta serie de retratos fotográficos. El enfoque antropológico es simultáneamente un enfoque ambiental: lo que llama la atención de la artista es el modo en que la cultura humana involucra la acción sobre la naturaleza.
La disposición de las piezas en el espacio subraya esta temática: la sala de la entrada de la galería fue ocupada íntegramente por un considerable trozo de árbol, que se ramifica en dirección al fondo. La sala principal, del mismo largo, aloja un conjunto de piezas en cuyo centro se ve un juego de mesa y sillas de madera, de fabricación industrial. El contraste conceptual entre el árbol y el mueble instala la problemática de las relaciones con la naturaleza, que el resto de los objetos explora en detalle. Curiosamente, la mesa montada implicó menos operaciones de parte de la artista y su equipo que la instalación del árbol caído, que fue trozado, luego reensamblado e intervenido. Una de las ramas atraviesa la arcada y penetra en la otra sala. De ella pende una hamaca, que soporta un conjunto de ladrillos, pretendidamente de concreto. Forma elemental de la sinergia entre la construcción y el mundo natural, la hamaca representa una idea que hubiera gustado a Frank Lloyd Wright: que entre la naturaleza y la construcción sólo hay una rama de distancia; que se debe construir (y vivir) con lo que hay a disposición.
Mariana Telleria nació en 1979 en Rosario, ciudad en la que vive y de cuya escena participa activamente desde hace algunos años. El nombre de un país es su primera muestra en Buenos Aires, y marca una consolidación en sus intereses artísticos, pero también un cierto giro en su lenguaje. En 2007, Telleria propuso una escultura para la explanada del Macro: Ultimo lugar, un auto abandonado (y en parte desguazado) fue ocupado por abundante vegetación de fantasía y una pandilla de gatos de cerámica. El reciclaje de un desecho de la civilización industrial por parte de una comunidad no humana era el tema central de la pieza, realizada en un estilo visual impactante, muy pegado a las pautas formales de lo que la prensa británica llamó “nueva escultura”: obras de tamaño notorio (como las de Folkert de Jong o Allison Smith) que desarrollan iconos simples en escenas fantasiosas, muy coloridas y ambiciosas en su producción. El nombre de un país abandona esta modalidad fastuosa y se encarama en un lenguaje casi privado de elaboración, sintético en su presentación de objetos encontrados o mínimamente intervenidos: dos sillas unidas por una banda elástica, libros abiertos por la mitad a modo de estantería, hojas cuadriculadas plegadas, elementos discretos, seriados, archivados en vitrinas. Desde un punto de vista técnico, esta forma de trabajar el objeto se pone automáticamente en línea con los desarrollos del “conceptualismo sensible” de artistas como Gabriel Orozco o Jorge Macchi: una poética que, amén de sus distintos matices, confía en reunir el máximo grado de familiaridad con el mínimo de acción por parte del artista, capaz de convertir un elemento de la vida corriente en un verdadero “objeto anómalo”.
Esta tendencia internacional tuvo y tiene seguidores y detractores por doquier, que coinciden sin embargo en algunos lineamientos básicos: la primera persona del artista como horizonte de sentido de la obra, el epigramatismo formal, las intersecciones sugerentes entre elementos normalmente aislados y un sentido literario muy asociado a Borges o sus secuelas, elaborado en piezas sencillas, presentadas de un modo aséptico. Un discurso emocional, pero también frío (basta con pensar en Félix González-Torres), personal y a la vez aséptico, nunca reacio a las operaciones sencillas como el corte o el acoplamiento de dos objetos. El nombre de un país retoma este lenguaje (y las citas de Orozco, Macchi o Meireles son ciertamente profusas), pero lo utiliza para decir otras cosas. Pues los objetos que integran la muestra ya no hablan solamente del yo del artista sino también de las posibilidades de una cultura. No apuntan a una experiencia vivida sino a un conjunto de formas capaces de fabricar la trama del mundo.
Las piezas que llevan al extremo esta expansión de horizontes son las vitrinas y los platos de barro: objetos con una ambigua carga de información etnográfica, que no refieren a un pueblo nativo en particular, pero proponen una interrelación entre construcción, naturaleza y cosmogonía que resulta característica de muchas filosofías indígenas. El papel (otro derivado de la cadena de símbolos que se inicia con el árbol) aparece exhibido como un elemento vivo al tiempo que fabricado, mientras las hojas de otoño picadas incluyen en su composición rectángulos de cartulina marrón. El repertorio de piezas incluye agujas de tejer decoradas, carteras y prendedores, entre muchos otros objetos de identidad reconocible y morfología inédita.
Las fotografías llevan el mismo tópico al terreno de la indumentaria y subrayan el protagonismo femenino en la “cultura” que permiten leer o imaginar las piezas: en una de ellas vemos a una mujer llevando un collar hecho con monedas y alambres, lo suficientemente amplio como para reemplazar las funciones de una remera o un top. En la otra, la modelo muestra un sombrero lleno de adornos vegetales y ramas. La complementación entre la fotografía contemporánea inspirada en la moda y el retrato etnográfico tradicional es evidente en la toma frontal, en la centralidad del ornamento y en la actitud informativa de las imágenes. Una tercera pieza de la serie (que no formó parte de la exhibición) muestra una pollera hecha de plumas de pavo de color verde. Junto al mobiliario y la artesanía, la indumentaria aparece como otro ámbito de fabricación mutua entre lo natural y lo constructivo. La acción siempre es mínima, y su denominador común no alude al corte (sinónimo de la frialdad y la abstracción analítica en el léxico neoconceptual) sino al entrelazamiento: enhebrar, atar, tejer, enredar, anudar, son verbos frecuentes en el vocabulario de Telleria, y permiten ver una orientación hacia la cultura femenina, entendida como un ámbito en el que la relación con lo natural puede resignificarse. (Hay que recordar que otra de las impulsoras del arte neoconceptual mexicano, Silvia Gruner, hizo hincapié en numerosos momentos en la relación entre el feminismo y la problemática cultural autóctona.)
Los cruces que Telleria propone entre cultura, naturaleza y género no se limitan una suerte de “ecofeminismo indígena” que, aunque legítimo e interesante, podría resultar artificial en un momento en el que los laboratorios de estudios culturales de las universidades estadounidenses se afanan en promover las mezclas etnográficas más explosivas, en una especie de búsqueda del santo grial de la subalternidad. Es verdad que en la reactivación de la imaginería indigenista converge una valoración del arte latinoamericano (mexicano y brasileño, sobre todo) como opción frente a la lingua franca del arte inglés, pero lo importante es el camino que Telleria propone para el discurso que hasta hace no tanto se refería como la variante sensible, intimista e incluso apolítica del conceptualismo contemporáneo. El nombre de un país nos sitúa en un mapa en el que estas catalogaciones pierden vigencia frente a la potencia de iconos que ya no tienen la mera cualidad de ser cotidianos sino que además son culturalmente conflictivos: la innovación en formas de cultivo, el impacto ambiental de los bienes de consumo o la sustentabilidad de la industria no son problemas que los artistas contemporáneos hayan traído a la agenda pública, más bien parece estar ocurriendo lo inverso. En los trabajos de Telleria, la artesanía (“las manos son la mejor tecnología”, dice en un texto) involucra metáforas ligadas al reciclaje y al uso de los recursos naturales, y no ya la mala palabra que representaba para el conceptualismo académico. Los debates contemporáneos no cumplen en su obra el rol ajeno y distante que las noticias policiales tenían en ciertas piezas de Jorge Macchi. La sensibilidad asume un rol mundano frente a una serie de problemáticas irresueltas, y la visión de la naturaleza oscila entre la nostalgia y la utopía. De momento, El nombre de un país nos hace volver a casa con algunas sospechas y algunos cuestionamientos: la emoción no implica necesariamente ensimismamiento, y las operaciones más conocidas del neoconceptualismo ya no son sinónimo de introspección estética. También pueden significar una apertura hacia el exterior, sus problemas y sus símbolos. Quizá, como dice la canción de MGMT, es que la juventud está empezando a cambiar.
El nombre de un país
Mariana Telleria
Galería Alberto Sendrós
Pasaje Tres Sargentos 359
4312-0095/5915
www.albertosendros.com
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