Dom 23.08.2009
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Feos, sucios y malos

Ya se sabe cómo trabaja Quentin Tarantino: toma un género del cine y le rinde un homenaje hasta el absurdo. El del robo noir en Perros de la calle, el pulp fiction en Pulp Fiction, el blaxploitation en Jackie Brown, las de artes marciales orientales en Kill Bill, el terror rutero en A prueba de muerte. Y ahora le toca al bélico. Pero no cualquier película de guerra: con un grupo de soldados judíos entregados a la misión de asesinar nazis de la manera más sangrienta posible, recupera la gran tradición de Doce del patíbulo de Robert Aldrich, y los comandos feos, sucios y malos que conformaban lo más granado de las fuerzas que derrotaron al nazismo.

› Por Alfredo García

Con los Bastardos sin gloria, Quentin Tarantino da un giro brusco al volante que conducía Kurt Russell en la reciente A prueba de muerte y coloca al espectador en medio de la Francia ocupada por los nazis hacia 1941. Salvo películas de revisionismo histórico post-La lista de Schindler y Rescatando al soldado Ryan, la guerra como gran espectáculo de entretenimiento épico ya no es algo usual en Hollywood; pero, obvio, Tarantino no es Hollywood. ¿O sí?

Sí y no, y eso es algo que se puede observar repasando las numerosas y heterogéneas fuentes de homenaje e inspiración con las que, a través de estos Bastardos sin gloria, Quentin Tarantino recorre el cine bélico.

La referencia más evidente del último opus del director está en su título. Aunque en los papeles el guión sobre un comando de soldados judíos que matan nazis por docenas y quieren liquidar a Hitler, Goebbles, Goering y Borrman durante el estreno de un clásico de propaganda nazi en un cine parisino no tiene mucho que ver con la original, su película se llama igual que una italianada bélica dirigida por Enzo G. Castellari en 1978, Quel maledetto treno blindato, conocida en los Estados Unidos como The Inglorious Bastards (en la Argentina tuvo bastante éxito en las salas de cruce de la calle Lavalle y los cines de barrio y zonas suburbanas bajo la exacta traducción Aquel maldito tren blindado, luego un éxito en VHS de la mano de uno de los sellos especializados en western spaghetti). El treno maledetto era una especie de copia por partida doble, ya que el argumento copiaba a The Dirty Dozen (Doce del patíbulo) de Robert Aldrich mientras que el estilo intentaba reproducir la ultraviolencia de Sam Peckinpah, dato interesante sobre todo si se tenía en cuenta que por esos tiempos el director estadounidense de La pandilla salvaje y Pat Garret & Billy the Kid acababa de arrojar una feroz mirada a la Segunda Guerra Mundial en La Cruz de Hierro (1977). En efecto, alguien llamó a Castellari “The poor man’s Peckinpah” (“Un Peckinpah para pobres”), lo que no implica que el director italiano no haya tenido una larga serie de éxitos comerciales distribuidos en todo el mundo, incluyendo clones itálicos de Tiburón, Mad Max y varios eurowesterns de la era clásica post-Sergio Leone. Un detalle raro es que Enzo G. Castellari es el seudónimo de Enzo Girolami, también apodado “Enzino” y otrora conocido por varios alias anglosajones pedidos por la distribución internacional, como E.G. Rowland y Stephen M. Andrews.

El argumento de la primera Inglorious Bastards, es decir la italianada de Enzo G. Castellari (en realidad la de Tarantino es Basterds, con “e”) contaba la epopeya de unos criminales de guerra interpretados por Bo Svenson, Peter Hooten, Michael Pergolani, Jackie Basehart y Fred Williamson, que al ser bombardeados camino a su encierro en una prisión militar, decidían participar de una misión suicida contra los nazis.

La idea de usar unos delincuentes como antihéroes extremos de un film bélico no era precisamente nueva. Justamente es aquí cuando entra el parecido con Doce del patíbulo de Robert Aldrich, superclásico que introducía una alta dosis de cinismo a la gesta aliada, poniendo a asesinos psicópatas, violadores y depravados de la peor calaña a combatir a los nazis. Al mejor estilo de un gran director como Aldrich, que ya había incursionado en el género bélico con obras maestras del cine de guerra revisionista como Attack (Ataque), que con impresionantes actuaciones de Jack Palance y Lee Marvin contaba básicamente las mismas injusticias y traiciones luego descriptas en Pelotón por Oliver Stone, Doce del patíbulo se valía de un elenco sin desperdicios (Lee Marvin, Ernest Borgnine, Charles Bronson, Jim Brown, John Cassavetes, Richard Jaeckel, George Kennedy, Trini López, Robert Ryan, Telly Savalas, Donald Sutherland, Clint Walker) para contar cómo ese grupo de desalmados podía constituirse en una implacable fuerza de choque tal como decía la frase publicitaria del film, toda una revolución para 1967: “¡Los entrenaron, los armaron, y se los soltaron a los nazis!”.

La película era fuerte para su época. Jack Palance rechazó el papel del desquiciado que terminó encarnando Telly Savalas –terminaba liquidado por sus propios compañeros– debido a que todo le pareció muy violento, y el mismo Lee Marvin, que reconoce haberla pasado bomba durante el rodaje, donde hicieron falta varias toneladas de explosivos para demoler el castillo que servía de cuartel general a los nazis –uno de los decorados más grandes de la historia del cine–, aseguró en muchos reportajes que la película era sólo “basura para ganar plata”, algo que en efecto hizo al por mayor, convirtiéndose en el mayor éxito comercial de la Metro durante el año de su estreno original (seguramente el rechazo de Marvin al film se puede justificar dadas sus propias experiencias como soldado en la guerra, que según dijo él mismo estaba mucho más fielmente mostrada en la posterior The Big Red One de Sam Fuller).

El film de Aldrich se basaba en un best seller de E.M. Nathason, inspirado, por más increíble que suene, en un auténtico grupo de paracaidistas que participó en numerosos combates de la Segunda Guerra, incluido el esencial Día D. “Los 13 Roñosos” podría ser una traducción fiel del apodo que sus camaradas de armas les pusieron a los 101st Airborne Paratroopers, “The Filthy Thirteen”, que por una extraña cuestión ritual de fraternidad, o tal vez un raro caso de alergia colectiva al jabón, se negaban a asearse o afeitarse antes de una misión. También se cortaban el pelo o se maquillaban al estilo apache, lo que servía perfectamente a los fines de la propaganda bélica que difundía en cada ocasión que se presentara las imágenes de estos bravucones en cuanto noticiero fuera posible.

En este sentido, se puede ver un guiño de Tarantino a la verdadera historia detrás de los Doce del patíbulo, ya que el personaje de Brad Pitt, o sea el líder de los Bastardos sin gloria, tiene el sobrenombre de “El Apache” y les pide a sus hombres que le quiten el cuero cabelludo a todas sus bajas enemigas.

El film de Aldrich originó algunas flojas secuelas producidas para la televisión, y es uno de los films de guerra más copiados de todos los tiempos. Sin embargo, y más allá de sus fuentes históricas ya mencionadas, su originalidad es discutible, ya que un film previo de bajo presupuesto, dirigido por Roger Corman, se le adelantó en el tema. Stewart Granger, Mickey Rooney, Ed Byrnes, Henry Silva y Raf Vallone eran algunos de miembros de la Invasión secreta (The Secret Invasion, 1964). Corman contó que supo de la historia real de un grupo comando que actuó contra los nazis en Dubrovnik, ex Yugoslavia (uno de los países que más duramente se opuso a la ocupación alemana), en el consultorio de un dentista, y que se interesó tanto en recrear aquellos hechos verídicos como para llevar la producción a las locaciones reales, algo difícil teniendo en cuenta que el despliegue de producción no era el fuerte de los astutos emprendimientos independientes del director de The Trip y El hombre con ojos de rayos X.

Más allá de que el film de Corman debería ser considerado el primer film auténticamente dedicado a estos grupos de comandos sucios, implacables, desalmados y tan malos como sus enemigos nazis –ésta sería una perfecta descripción de los energúmenos de Tarantino, que muelen con un bate de béisbol a sus enemigos, les cortan el cuero cabelludo a los cadáveres y, si los dejan vivos, les marcan una cruz esvástica en la frente con un cuchillo–, las fuentes se pueden remontar incluso hasta los films realizados durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, como el semiolvidado Gung Ho: The Story of Carlson’s Makin Island Raiders (Ray Enright, 1943) con Randolph Scott y un joven Robert Mitchum matando japoneses a diestra y siniestra luego de un entrenamiento diseñado para convertir seres humanos en bestias de combate.

En todo caso hay muchos films muy buenos en el estilo iniciado por Corman y continuado por Aldrich. Uno de los mejores lamentablemente no es de los más conocidos ni recordados. En Play Dirty (La escoria del desierto, 1968), el genial André De Toth se despedía del cine a lo grande con la historia de un ejecutivo petrolero obligado a asumir su fachada militar y liderar una misión imposible en territorio alemán, disfrazado de italiano con soldados de la peor ralea, igual o peor que las tropas del Eje con las que se encontraban a su paso. La película confirmó la extraña peculiaridad que Michael Caine venía demostrando desde el inicio de su carrera en la obra maestra épica Zulú, de Cy Enfield: se puede ser superastro de cine sin encarnar jamás a un héroe ni nada que se le parezca. Caine volvería a demostrar esto en otro excelente film de Aldrich al estilo de sus previos Doce del patíbulo: en Too Late the Hero (Así nacen los héroes, 1970) encarnaba como nadie a un soldado inglés tan cobarde como todos sus camaradas, que hacía cualquier cosa por no tener que enfrentarse a los japoneses que dominaban la otra mitad de su propia isla. La frase publicitaria de esta joya de Robert Aldrich lo decía todo: “War... it’s a dying business” (“La guerra... es un negocio moribundo”).

Por algo este tipo de mirada cínica o irónica a la guerra explota en la taquilla mundial a partir de 1967 y los Dirty Dozen de Aldrich. Es que ya la guerra no era contra los nazis sino contra el Vietcong, y ya no se sabía quiénes eran los malos. O, mejor dicho, parece que sí se sabía, y el cine de algunos audaces directores de Hollywood como Robert Altman lanzaba dardos al mundo militar en comedias negrísimas tan geniales como MASH (1970), tal vez el momento más creativo y ácido de la crítica antibélica en el cine estadounidense.

Desde este tipo de mirada cínica se puede entender la historieta absurda de guerra que pinta cuadrito por cuadrito Quentin Tarantino en esta original y extraña Bastardos sin gloria, por momentos más una comedia negrísima que un auténtico film de guerra. Hay un punto de vista antirracista poco tratado en el cine, que tiene que ver con la ascendencia judía del comando antinazi comandado por Brad Pitt, que utiliza técnicas tan brutales como para horrorizar al mismísimo Führer. Esta mirada ideológica hace que Bastardos sin gloria pueda funcionar como un excelente doble programa si se la ve junto a la más seria y convencional Desafío (Defiance) de Ed Zwyck, con Daniel Craig comandando un grupo de partisanos judíos de muy malas pulgas que ni por asomo se dejarán conducir a la cámara de gas sin liquidarse unos cuantos nazis.

La mezcla de humor negro, clima bélico hasta lo ultraviolento, ideología contracultural y música de western spaghetti hacen que al final la principal fuente de la última película de Tarantino no sea ninguna de las ya mencionadas sino uno de los mejores y más originales títulos en toda la filmografía como actor de Clint Eastwood. Kelly’s Heroes (Botín de los valientes, Brian Hutton, 1970) mostraba a un grupo de soldados marginales (Eastwood, Telly Savalas, Donald Sutherland) que andaban por la Europa ocupada ahí con ponchos de cowboy y melenas hippies y tenían como lema “masacrar a los soldados del Führer para robarles su oro nazi”. No por nada entre tanto tema de Morricone que abunda en Bastardos sin gloria (incluyendo un momento exacto para ubicar el de La batalla de Argelia de Pontecorvo) también suena en un punto culminante de la historia el gran tema spaghetti bélico compuesto por Lalo Schifrin para aquel grandioso Botín de los valientes, al que ahora Tarantino hace lucir tan serio y moderado como un capítulo de la serie Combate.

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