› Por Mariano Kairuz
Con ésta van siete y todavía puede decirse que todas las películas que escribió y filmó Quentin Tarantino trataron menos sobre las historias que contaban, los personajes que las protagonizaban y los ambientes en los que sucedían que sobre el cine. Sobre las ganas que tiene su director de hablarnos de todos esos films que lo volvieron loco desde su adolescencia (que para muchos de sus críticos es por esto mismo un estado hormonal que ya se ha prolongado demasiado); de esos policiales con grandes golpes que terminan en enormes fracasos; de sus opus favoritos del blaxploitation; de las coreografías voladoras que las películas hongkonesas de artes marciales prodigan desde mucho antes de El tigre y el dragón; de las road movies y las chicas con carácter de los ‘70. Pero es probable que ninguna de sus películas haya sido tanto más una película sobre el cine que sobre cualquier otra cosa como lo es esta última, la tan anticipada y demorada Bastardos sin gloria. A tal punto que lo que empieza como una película de pelotón de soldados-en-una-misión a la manera de Doce del patíbulo, al rato se ha encaminado sin vuelta atrás hacia la historia de cómo el cine pudo derrocar al Tercer Reich. Sobre Hitler, y la Alemania nazi entera, a punto de ser vencidos en un cine, desde el cine, por el cine.
Y ésa es su enfermedad, su tara, ésos son sus tics de cinéfilo incontinente que no puede parar de citar, guiñar, referenciar y homenajear, pero todo esto ya se sabía y sin embargo lo que hizo con Bastardos sin gloria es, para bien o mal, algo que difícilmente nadie haya podido anticipar. A lo largo de sus más de dos horas y media, Bastardos sin gloria tiende no una sino varias líneas simultáneas que van dirigiéndose hacia el mismo final desmesurado. Lo que ocurre en el medio, por más que parezca aludir al equipo de Charles Bronson, Borgnine, Cassavetes y compañía, no es estrictamente un film bélico, sino uno de esos paseos sui generis, desaforados, de QT. Dividida en capítulos, el primero abre con un cartel que dice “Erase una vez... en la Francia ocupada por los nazis”, y ahí ya está citando al que hoy por hoy reconoce como su director favorito: Sergio Leone. Y la música vuelve a citar (como en Kill Bill) a Ennio Morricone, pero no, no es que Tarantino, que ya se vistió de chino, de negro y de noir para hacer sus películas anteriores, ahora se haya disfrazado de italiano disfrazado de norteamericano para hacer un spaghetti, sino que hace un cóctel de géneros y devuelve una cosa deforme que acaso sea la película más tarantinesca de lo que va de su carrera.
La primera línea argumental presenta, en la campiña francesa durante la ocupación, a dos personajes fundamentales: Shosanna, la chica que escapa a la masacre de toda su familia, y Landa, el “Cazador de Judíos” que ha ordenado su ejecución, un coronel austríaco asignado a Francia por su infalible olfato antisemita (“Porque puedo pensar como un judío, sé dónde se escondería uno”, se jacta). Shosanna está interpretada por la actriz francesa Mélanie Laurent como el personaje más “realista”, por así decirlo, el más serio, una auténtica sobreviviente. Landa es la revelación de la película: el actor austríaco Christoph Waltz, no muy conocido a nivel internacional, al menos hasta unos meses atrás, cuando se llevó el premio a mejor actor en Cannes.
El siguiente capítulo introduce a Aldo “El Apache” Raine (Brad Pitt) y sus hombres. Leyenda de su ejército, apodado el “El Apache” porque efectivamente lleva algo de sangre india, Aldo arma una tropa de ocho soldados judíos norteamericanos cazadores de nazis a los que compromete a no dar por terminado su servicio hasta haberle conseguido al menos cien cueros cabelludos de soldados de las SS, cien cada uno. Entre los Bastardos del título, se cuenta un personaje al que llaman “El Oso Judío”, que despacha a sus víctimas dándoles sin pudor con un bate de béisbol en la cabeza: “Ver a Donny romper cabezas es lo más cercano que tenemos a ir al cine”, dice uno de sus compañeros. La historia retoma al personaje de Shosanna en 1944, tres años después de la masacre de su familia. Ahora se ha convertido en la propietaria de una sala de cine en París donde se ve obligada a pasar a los grandes directores alemanes de su época y las películas de montaña de Leni Riefenstahl. Allí tendrá lugar la avant première de una película de glorificación de las hazañas de guerra nazi protagonizada por el soldado alemán en cuyo cruel heroísmo está basada (como una suerte de versión nazi de Audy Murphy, el veterano de guerra más condecorado de la historia militar de Norteamérica, que en la posguerra se convirtió en estrella de cine a través de varios westerns y de un film bélico basado en su autobiografía: Regreso del infierno, de 1955). En la première, que reunirá bajo un mismo techo la plana mayor del Reich, incluyendo al Führer, y al propio Goebbels, Shosanna ve una oportunidad única para su largamente rumiada venganza y más aún: la oportunidad de terminar con la Alemania nazi de un solo golpe. Enterados de la inminente gala, los Bastardos preparan por su lado un atentado para esa misma noche, la “Operación Kino”, con la asistencia de una estrella del cine alemán –una doble espía a lo Mata Hari, interpretada por Diane Kruger– y del último recluta bastardo, un crítico de cine inglés que se presenta como el perfecto emisario de Churchill para la misión. Mientras los Bastardos planean hacer estallar el cine, Shosanna diseña un plan parecido, aunque saturado además de elementos simbólicos: hacerlo arder con los jerarcas adentro, “como si los metiera en un horno (palabras de Tarantino) y creara así su propia solución final” para el problema nazi. Una idea inspirada por Doce del patíbulo, pero llevada todavía más lejos: el combustible para el fuego sagrado no será otro que las películas en 35 mm –un material altamente inflamable en aquella época– que Shosanna almacena en el edificio. El cine como arma política en el sentido más literal y material posible.
Anunciado por Tarantino como su siguiente proyecto durante más de una década, recién terminó de escribir Bastardos a mediados del año pasado pero la hizo casi en tiempo record y la editó en apenas mes y medio, comprometido para su estreno mundial en el festival de Cannes en mayo pasado. Recibida de manera dispar por la crítica, se dijo de ella, por ejemplo, que era la obra de “un adolescente obeso y consentido” (The Guardian); y “un regreso de su autor a sus cimas combustibles y operísticas”. Para el crítico de la revista Variety es “una pieza singular de arte pop norteamericano con un fuerte sabor Euro que es nuevo para el director”. Está filmada en los estudios Babelsberg, hablada en inglés, francés y alemán (y un poco de italiano), y Tarantino le hace decir a Shosanna, sugestivamente, que “en Francia respetamos a los autores cinematográficos”. En todo caso, si bien es cierto que el público galo sigue idolatrando como siempre a QT y en Cannes tiene un lugar asegurado desde que ganó la Palma de Oro en 1994 con Pulp Fiction, su relación con los críticos norteamericanos no es mala: recién estrenada en Inglaterra y Estados Unidos, las reseñas que le han dedicado son bastante positivas, por más que siga teniendo a muchos preguntándose –y preguntándole en las entrevistas– si en sus películas no se ha impuesto siempre “el estilo sobre la sustancia”.
En este sentido, Bastardos sin gloria no va a ser la excepción, pero el puro estilo puede a veces ser muy divertido. A modo de preludio para el largo y desbordado clímax, Tarantino interpola un clip con una canción de David Bowie que se convierte en la mayor anacronía de la película pero también en uno de sus momentos más hipnóticos y fascinantes. Y no faltan los extensos diálogos que son una de sus marcas más reconocidas, pero que funcionan mejor cuando van en serio y se echan un poco a perder cuando se vuelven demasiado cool o autorreferenciales. Quizá una clave para su película la haya dado el propio director al especular, en varias entrevistas, sobre el origen y el destino del líder no judío de los bastardos: “Antes de la guerra, Aldo Raine ha estado combatiendo el racismo en el sur norteamericano, y si sobrevive a la guerra, continuará peleando contra el Klan en los años ’50, con su propia versión de los bastardos en Tennesse Hills”. Lo cual redefine a su protagonista no tanto como un héroe de cine bélico sino como una suerte de luchador global contra la opresión, borroneando las marcas de género y época y autorizando de esta manera lecturas más amplias y extemporáneas.
Lo que de algún modo es inevitable es que a medida que avance la película uno vaya intuyendo que a Tarantino no le importa demasiado la Historia, ni la Segunda Guerra en sí, ni los relatos reales de la Resistencia, más que como un material dramático óptimo para dar rienda suelta a una fantasía que se desboca hacia el final, dando lugar a su operación artística más arriesgada: una última media hora en la que, liberada a sus propios impulsos, se convierte en toda una obscenidad, una auténtica pieza de pornografía contrafáctica que se atreve a imaginar una resolución distinta para la Historia. En su pico más alto, propone una imagen poderosísima, casi de ciencia ficción futurista: la del rostro de una mujer proyectado entre llamas y advirtiendo entre risas satánicas: “¡Esta es la cara de la venganza judía!”. Si un poco de absurdo en una película sobre el nazismo que no lidia demasiado directamente con el horror puede valerle a su autor la acusación de irresponsable, cuando los niveles de absurdo llegan a las alturas fantásticas a las que los lleva Tarantino en el final de su película, uno puede llegar a creer por un momento que se encuentra ante una obra maestra genialmente encriptada dentro de una soberana pavada.
Y mientras Tarantino declara excitado que la suya es una película “sobre el poder del cine derrocando al Reich” y tiene a no pocos críticos preguntándose si están ante un genio o un idiota, el crítico Jim Hoberman abre su reseña para el Village Voice neoyorquino sugiriendo que tal vez se trate de “la consumación del entretenimiento hollywoodense: rico en fantasía y alegremente amoral”, y ofrece la perspectiva más interesante que se haya escrito hasta ahora sobre Bastardos sin gloria: “Acá hay una guerra alternativa, en la que los judíos aterrorizan y matan a los nazis: un Holocausto justo. La lista de Schindler reconfortaba al público con una inversión de términos similar, aunque menos delirante (la lista de la vida, no de la muerte; las duchas en los campos de concentración, de las que sale agua y no gas). Y por más devoto que sea de la magia del cine, Spielberg nunca hubiera tenido el mal gusto suficiente como para admitir la excitación que le produjo imponer su voluntad sobre la historia”.
El que sienta que todo Bastardos sin gloria está en buena medida emparentada con la reciente (aunque más seria) Black Book, de Paul Verhoeven, un film sobre la resistencia holandesa absolutamente emocionante, no estará del todo equivocado. Su linaje, el más noble posible, es en el fondo el mismo, como confirma el propio Tarantino. “En una época estuve muy influenciado por las llamadas películas de propaganda que hizo Hollywood durante los años de la guerra”, ha dicho, en plena verborrea cinéfila. “La mayoría estaban hechas por directores que vivían en Hollywood porque los nazis se habían apoderado de sus países. Como Jean Renoir con Esta tierra es mía, Fritz Lang con La caza del hombre, Jules Dassin con Reunión en Francia, Anatole Litvak con Confesiones de un espía nazi, Douglas Sirk con El verdugo, Leonide Moguy y París en las tinieblas, o Ernest Lubitsch con Ser o no ser. Todas películas que fueron hechas durante la guerra, cuando los nazis eran una amenaza real, y estos cineastas probablemente habían tenido recientemente experiencias personales con ellos, o estaban preocupados por el destino de sus familias en Europa, y sin embargo son películas muy entretenidas, con humor; no son solemnes como Defiance, sino que se permiten tener aventuras emocionantes. No me inspiré en su estilo, pero sí en su espíritu de entretenimiento en medio de la tragedia.”
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