Domingo, 13 de septiembre de 2009 | Hoy
RADAR LIBROS #1
Secuelas, precuelas, realidades alternativas, finales a obras inconclusas, apropiaciones por parte de los fans y hasta fantasías sexuales de los protagonistas confluyen en una tendencia que crece día a día en el mundo editorial: la continuación de títulos y personajes conocidos por medios que exceden a los autores originales. Del Rey Lear y Robinson Crusoe a Pinocho y Harry Potter, nadie se libra de ser resucitado por un Premio Nobel o un devoto seguidor anónimo en Internet.
Por Rodrigo Fresán
El diálogo sale de las primeras páginas de Relentless, flamante novela del escritor de thrillers un tanto desquiciados Dean Koontz: “Los herederos de Francis Scott Fitzgerald te han escogido para que firmes la continuación de El gran Gatsby”, se entusiasma el agente. “Eso es absurdo”, tiembla el escritor. “Es que todos quieren saber qué pasa después, qué le sucedió a Gatsby”, insiste el agente. “Gatsby está muerto al final del libro”, sigue temblando el escritor. “Pues que reaparezca. Ya se te ocurrirá cómo”, propone el agente. “No puedo traerlo de vuelta si está muerto”, tiembla aún más el escritor. “Pero Drácula siempre está volviendo”, retruca el agente. “Drácula es un vampiro”, tiembla como jamás tembló el escritor. “¡Ahí tienes la manera! Gatsby es un vampiro”, se excita el agente.
Semejante –está claro– conversación tiene claras intenciones satíricas. Y pocas páginas después, en la novela de Koontz –quien viene ofreciendo desde hace tiempo una delirante y muy divertida prolongación de Frankenstein en la New Orleans del Katrina y alrededores– un crítico literario/asesino en serie se dedica a eliminar narradores a los que considera impuros e indignos. Pero, como la buena parodia, lo de Koontz no parece demasiado alejado de una realidad entre graciosa y triste. Y subraya algo que ha mordido a buena parte del panorama editorial y las listas de más vendidos: la vampirización de los clásicos y la muy humana pasión por saber cómo sigue, cómo empezó o cómo podría haber sucedido de haber tomado otro camino de la trama.
La maniobra un tanto bastarda funciona porque se apoya sobre uno de los más nobles y primigenios de los sentimientos: cuando somos niños –cuando nos leen o comenzamos a leer por nuestra cuenta– lo único en que pensamos (y de ahí que abunden los retornos a los clásicos juveniles) es a dónde se han ido o de dónde vinieron nuestros héroes y heroínas una vez agotada la última página. Más adelante –a medida que crecemos– no dejamos de soñar con segundas oportunidades y de fantasear con cómo habrían sido las cosas con él o con ella. No es casual tampoco que los grandes textos fundacionales aparezcan ya erigidos sobre la idea del (continuará...) –como Las 1001 Noches– o la secuela: el Nuevo Testamento podría llamarse Hijo de Dios. Tampoco es azar que clásicos totémicos –llámense Don Quijote, Tom Sawyer, Martín Fierro, entre muchos otros– hayan gestionado sus propias segundas partes.
Y –hace no mucho– hasta hubo una racha de una fiebre acaso un poco más noble: la idea de terminar libros inconclusos entregándoselos a personas más o menos autorizadas y de cierto prestigio. Así, con mayor o menor suerte, se completaron The Weir of Hermiston de Robert Louis Stevenson, El misterio de Edwin Drood de Charles Dickens, Las bucaneras de Edith Wharton, La historia de Poodle Springs y –me lo contó él mismo– en su momento le ofrecieron a Richard Russo llegar hasta el final y compartir firma en la cubierta del manuscrito sin final que Richard Yates guardaba en el congelador de su heladera desenchufada. Russo, me dijo, sintió el sabio escalofrío de quien –como escritor– cree en fantasmas y no cree que sea de su agrado que alguien –no importa la importante admiración que sienta por el muerto– reclame para sí el rol de médium o de poseído.
Los problemas empiezan, sí, cuando la idea no surge de un escritor sino de un editor o de un agente o de alguien que escribe cuando podría estar, por ejemplo, pensando películas con demasiados efectos especiales. Porque –por lo general– la actual práctica del y-a-que-no-te-imaginas-qué pasó-después pareciera responder más a los dictámenes de la pantalla grande de un cineplex que la pantalla pequeña de un ordenador. Así, los sucesivos blockbusters veraniegos de una determinada franquicia son el eco lejano pero todavía poderoso de aquel primitivo celuloide por episodios y, más atrás, del papel vulgar de folletines ya olvidados o –Alejandro Dumas y Jules Verne y Emilio Salgari lo vieron antes que nadie– de inolvidables del eterno retorno como D’Artagnan o El conde de Montecristo o el Capitán Nemo o Sandokán.
Y ya se sabe: el Sueño Americano –que ya es la pesadilla del mundo entero– siempre ha predicado que todo es mejorable o que, al menos, puede volver a venderse dentro de un nuevo envase.
Pepsi es la continuación de la Coca-Cola y, además, su principal rival.
Pero –por encima de toda pulsión viciada– hay una lectura más interesante de toda la cuestión y es aquella que determina el triunfo incontestable y sin revancha del personaje por encima de la persona. El modo en que la criatura –como el monstruo de Mary Woolstonecraft Shelley que acaba robándose el apellido del doctor– se impone sobre el creador y explica que lo que acaba importando es lo que se lee por encima de quién lo escribe. De ahí que vale y valga todo. De ahí también la proliferación de apéndices con mayor o menor gracia de Sherlock Holmes (quien, por clamor popular e indignación de madre tuvo que ser resucitado por Arthur Conan Doyle y desde entonces fue reactivado por Nicholas Meyer y Michael Chabon entre muchos otros), Tarzán (Philip J. Farmer), James Bond (Kingsley Amis y John Gardner y Sebastian Faulks), el Fantasma de la Opera (Frederick Forsyth), Jason Bourne (Eric van Lustbander), Drácula (quien mostró los colmillos tantas veces, una de las últimas fue en el exitosa y sobrevalorada La historiadora de Elizabeth Kostova) y siguen las firmas y los firmados y nuevas aproximaciones a títulos como Cumbres borrascosas, Tess de los D’Urbervilles, Los miserables, Moby-Dick (con la sufrida esposa de Ahab como protagonista), El jardín secreto, Tom Sawyer, El mago de Oz, Lo que el viento se llevó, Rebecca, Peter Pan, El halcón maltés (Spade & Archer, destacable pastiche de Joe Gores), El guardián entre el centeno (lo que no le causó la menor gracia a J. D. Salinger eso del Holden senil y la Phoebe psicótica y, según es su costumbre, liberó a su jauría de abogados), Blade Runner, El padrino y numerosas reinterpretaciones shakespeareanas con el misterioso dramaturgo metido a detective isabelino o algo así.
Sumarle a todo esto la avalancha de lo que se conoce como fanfiction: continuaciones a cargo de seguidores desconocidos en la red. Buena parte de ellos preocupándose por unir sus nombres –o sus alias– a El señor de los anillos, Matar a un ruiseñor y, por supuesto, Harry Potter. Recordar la breve gloria de la joven chilena Francisca Solar quien, cansada de esperar, imaginó su propia continuación a Harry Potter y la Orden del Fénix –las más de setecientas páginas de Harry Potter y el ocaso de los elfos–, la colgó en la red, tuvo 80.000 lectores y fue prontamente fichada en Frankfurt por una multinacional con resultados, parece, no tan buenos. Pero no importa: abundan los fanfictionalists obsesionados, fundamentalmente, por explorar el costado y el frente y la retaguardia sexual y drogadicta de sus héroes y heroínas favoritas.
El caso de Jane Austen –reina indiscutida de las secuelas y, sí, responsable indirecta de toda una serie con un Mr. Darcy vampiro y hasta una versión Nosferatu de sí misma– es un caso más que ilustrativo. Buena parte de sus obras terminan en el momento extático de la boda largamente perseguida y, por fin, alcanzada. Resulta natural, entonces, que sus admiradores –incluso aquellos que la consideran la más grande autora del siglo XIX y que jamás se arriesgaron a reestrenos modernos de su universo estilo El diario de Bridget Jones– se pregunten cómo fue la noche de bodas y el día siguiente. Resulta menos natural –pero resultante, porque ya es best-seller e inminente película– un artefacto como Orgullo y prejuicio y zombis de Seth Graham-Smith: un buen chiste, pero un chiste muy largo, que ya le ha abierto la puerta al inminente Sensatez y sentimientos y monstruos marinos de Ben H. Winters y que opaca los logros de, por ejemplo, Dan Simmons en La soledad de Charles Dickens o El último Dickens de Matthew Pearl, donde lo que se intenta y se consigue no es proseguir sino explicar por qué un autor célebre no pudo concluir su propio libro: el un-making of de una obra maestra y el making of de un enigma.
Y la broma de apertura de Koontz aporta otro dato atendible: toda la maniobra se vuelve más fácil de promocionar y adquiere una cierta pátina de prestigio si se encuentran involucrados descendientes o albaceas. Ocurrió y ocurre con la muy publicitada Peter Pan en escarlata, con los inacabables “hallazgos” (parecería ser que siempre hay un cajón o un armario o una caja fuerte que no se abrieron nunca hasta ahora mismo) de los descendientes de Tolkien, con las inagotables visitas a Dune del hijo de Frank Herbert (con la ayuda de un escritor amigo) y, ahora mismo, con la llegada de Drácula, el no muerto con las firmas de Dacre Stoker (sobrino bisnieto) y del historiador Ian Holt y que dice nutrirse de los apuntes e instrucciones dejados por el mismísimo Bram. Aunque un repaso a la trama –con el hijo de Mina y Jonathan Harker involucrándose en la puesta teatral de Drácula y relacionándose con su perturbado autor irlandés– parece demasiado moderna y metaficcional para salir de libretas amarillentas y folletinescas garrapateadas por el fundante pero no muy arriesgado patentador del conde transilvano y turístico. Voy a leerle, tengo ganas de leerla, pero a mí no me engañan. Y, puestos a ser mordido, me parece mucho más interesante y jugado el ciclo diatópico de Kim Newman que se inaugura con Anno Drácula y donde Vlad Tepes desposa a la Reina Victoria y convierte al Imperio Británico en un hervidero de no-muertos célebres (Newman abduce a otros personajes célebres y desangra a otras novelas famosas) proyectándose el aleteo del noble inmortal hasta nuestros días llamando a las ventanas de Jack El Destripador, Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, Von Richtofen, Federico Fellini y Andy Warhol entre muchos otros.
Pero no todo es simple negocio y conviene destacar a nombres de prestigio que se sumaron al juego y que, tal vez por respeto, no se atreven al que será, será... sino que prefieren investigar de dónde vienen las cosas, mantener el guión en otras coordenadas geográficas-temporales o –en lo que se conoce como “ficción paralela”– concentrarse en el punto de vista alternativo donde el clásico permanece y lo que cambia es el narrador de lo perfecto e intocable. Pensar en el Viernes o los limbos del Pacífico de Michel Fournier (Robinson Crusoe), Jack Maggs de Peter Carey (Grandes esperanzas), Pinnochio in Venice de Robert Coover (Pinocho), Gertrudis y Claudio de John Updike (Hamlet), Grendel de John Gardner (Beowulf), Mary Reilly de Valerie Martin (Dr. Jekyll & Mr. Hyde), March de Geraldine Brooks (Mujercitas), The Last Voyage of Somebody The Sailor de John Barth (Las 1001 Noches), El ancho mar de los zargazos de Jean Rhys (Jane Eyre), Heredarás la tierra de Jane Smiley (El Rey Lear) y J. M. Coetzee investigando los posibles orígenes de Los demonios (en El maestro de San Petersburgo, con un Dostoievski casi detective investigando la muerte de su hijo) y del gran náufrago de Daniel Defoe (en ese drama isleño que es Foe).
Y que pase el que sigue, el que va a seguirla, que siga el que se arriesgue a pasarla.
En nuestro idioma –para bien o para mal, o para muy bien– parece no haber prendido este virus. Nadie se ha arriesgado aún a Comala Revisitada, a Macondo: Cien años después, a La reinvención de Morel, a Primeras noches con Teresa, a El octavo loco, a Los gozos y las sombras y los licántropos, a Los detectives domésticos, a La Regenta y el Caso Bovary-Karenina, a Barcelona no se acaba nunca, a Conversa-ción en el mausoleo, a Nueva visita a la ciudad de los prodigios, o a Borges contra los malevos cabalistas.
Pero a no confiarse demasiado: siempre habrá un agente entusiasta llamando por teléfono para encenderle la gatsbyana luz verde a un escritor quien, sabiendo que jamás escribirá un clásico, se conformará con reescribirlo, continuarlo y, en la mayoría de los casos, intentar en vano tacharlo y mancharlo chupándole la tinta.
Los vampiros existen, sí.
Pero a no olvidarlo nunca: con la misma madera de la que nacen los mejores libros pueden fabricarse fulminantes estacas para matarlos a todos ellos.
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