Después de cuatro años de trabajo sobre las grabaciones originales, finalmente salieron las versiones remasterizadas de los discos de los Beatles. ¿Se escuchan mejor? ¿Es cierto que es como haberlos escuchado hasta ahora a través de un vidrio? ¿Revelan detalles, arreglos y sonidos que se perdían? Después de la monumental campaña de prensa que fue su lanzamiento (en 1987, su edición en formato digital le dio un empujón millonario a la emergente industria del CD, y hoy vuelve a llenar las arcas de una industria en contracción), Radar se sentó a escucharlos. Estas son las respuestas.
› Por Rodrigo Fresán
Los Beatles son la infancia. Me explico: los Beatles no son sólo mi infancia y la de tantos otros (nací en 1963 y puedo afirmar que su música fue el colorido soundtrack de los primeros y decisivos años de mi vida y sigue resonando, aquí y allá y en todas partes, como si el tiempo no pasara) sino que, además, son la infancia en sí misma.
La infancia que no pasa y que se renueva una y otra vez y uno se la pasa escribiendo sobre los Beatles como alguna vez escribió sobre esa vaca fundamental y eterna y amiga que no deja de darnos carne y leche.
La carrera de los Beatles –tantos discos y tantas canciones registradas en poco más de siete años de estudio y estudios– tuvieron y tienen y mantendrán por siempre esa inequívoca voracidad infantil: el impulso de pasar al frente para gritar, las ganas de comerse el mundo, de digerirlo, de cambiarlo para siempre como quien parte una manzana verde en dos mitades y procede a masticarla sonriendo.
El vértigo de su trayectoria, su recta y eufórica conquista del planeta, la melancólica alegría que demuestran –incluso, en ese medley final de Abbey Road, cuando las cosas ya estaban torcidas y se impuso el inevitable deseo de empezar a jugar solos, a otras cosas o con otros compañeritos– se me hace inseparable de la época en que todo parece sonar como nunca sonó ni volverá a sonar.
Y lo más asombroso de todo: los Beatles –que fueron la juventud en sincro con ellos para la generación de mi padres, que creció y envejece y comienza a morir con ellos– siguen siendo la infancia de los míos. Y siempre me extrañó que, entre tanta recopilación y Anthology a ninguno de ellos se les haya ocurrido proponer un All Together Now: The Beatles Sing for Children y meter allí tracks como “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, “Cry Baby Cry”, “Yellow Sumarine”, “Maxwell’s Silver Hammer”, “The Continuing Story Bungalow Bill”, “Drive My Car”, “For the Benefit of Mr. Kite”, “Octopus’s Garden”, “Blackbird”, “Piggies”, “Mother Nature’s Son”, “Penny Lane”, “Birthday”, “Good Day Sunshine”, “Here Comes the Sun”, “Hello, Goodbye”, “Good Morning Good Morning” o “Good Night”.
Los Beatles –a diferencia de Bob Dylan y de los Rolling Stones– no se arrugan. Los Beatles, en cambio, son siempre jóvenes. Los Beatles se “acabaron” para no dejar de ser alrededor de sus treinta años luego de una década de actividad profesional y ahí siguen estando. Y quienes se añejan hoy son, apenas, un señor llamado Paul McCartney (quien ahora resuena como el más inventivo y melodioso bajista de todos los tiempos) y otro llamado Ringo Starr (cuyos redobles en “Strawbery Fields Forever”, su entrada en “A Day in the Life” y su único y breve y perfecto solo en el arranque de “The End” bastan y sobran para caer de rodillas frente a su batería). Y, al otro lado pero por siempre aquí, la voz de navaja derritiéndose del surrealista ácido John Lennon y la sombría calidez del místico George Harrison quien, cuando una vez le preguntaron “¿Cómo es ser un Beatle?” respondió: “¿Cómo es no ser un Beatle?”.
Los Beatles son como Peter Pan y nosotros somos el retrato de Dorian Gray de los Beatles.
Y, aun así, mientras nos vamos deshaciendo, seguimos disfrutándolos como chicos.
Y puede argumentarse un mayor peso poético y una personalidad mucho más interesante en la figura del ya mencionado Dylan. O una mayor habilidad poética y una flema satírica y un mundo más personal en la obra de Ray Davies y The Kinks. Pero los Beatles tienen una intensidad sónica que jamás tuvo ninguno de ellos (a no olvidarlo: los Beatles contaron y sumaron con un tal George Martin, algo así como un Alfred con superpoderes) y una vocación por el experimento y la metamorfosis jamás superada ni igualada.
Los Beatles –para bien o para mal– patentaron la desde entonces casi obligada compulsión pop de transformarse sin cesar, de no quedarse quietos, de ver más allá. Alcanza, hoy, arrastrados por esta nueva marea revisionista, con observar en fotografías o filmaciones el constante y desenfrenado cambio en sus modales y looks. O volver a maravillarse con Rubber Soul y Revolver y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, que ofrecen la versión definitiva del pop que se hacía entonces a cargo de cuatro músicos encajando las piezas de un rompe/arrasacabezas perfecto rematando con esa cumbre apocalíptica del presente que es “A Day in the Life”. O encandilarse con la blancura de The Beatles, que muy bien 10 puede entenderse y decodificarse como manual de todo lo que vendría incluyendo punk, heavy-rock, folk-pastoral, new wave, grunge, alt-country, indie, vanguardismo snob y, seguro, la tendencia de moda que se impondrá en el 2010, sin por eso privarse de parodiar cálida pero afiladamente a varios de sus colegas y –I’ve got blisters in my ears!– cómo grita ahora “Helter Skelter”. O escuchar las primarias y primales “She Loves You” o “I Want to Hold Your Hand” y comprender que son el equivalente a esas pinturas rupestres en las paredes de Altamira en las que alguien como Picasso supo ver el núcleo irreducible de la inmortalidad, de lo que no pasa ni pasará jamás de moda, de lo clásico coexistiendo con lo moderno y anulando la idea que tenemos del tiempo.
No conforme con todo ello –ya lo dije muchas veces– los Beatles inventaron, también, el hecho de separarse luego de subirse a tocar a los techos de Londres (intenten elaborar una lista de videoclips con bandas tocando en techos –de Amaral a U2– y comprenderán que les faltará tiempo para incluirlas a todas). A Mick y a Keith, pupilos destinados a repetir de grado y a la repetición perpetua de una o dos gracias, no les quedó otra que conformarse con –como esos matrimonios que ya no pueden verse pero temen al que dirán y a quedarse sin recursos– inventar el recurso de seguir juntos para siempre.
Y ahora –luego de recopilaciones en rojo y azul, grabaciones live, documentales, descubrimientos arqueológicos de demos y variaciones, breves reuniones con fantasma incluido, reposiciones con honores de sus películas, colección de singles triunfales, clonación desnuda pero ya corregida y retocada de Let It Be, espectáculo circense y hasta video-game interactivo– llega una nueva resurrección. Beatles For Sale! Remasterizados. Limpios. Refulgentes. Cósmicos. Todos juntos ahora dentro de una caja que –nada es casual– recuerda a ese monolito de 2001: A Space Odissey al que le rinden culto hombres prehistóricos y astronautas futuristas. Aquí está: el sonido del sonido del que ya habíamos tenido un avance con el relanzamiento de Yellow Submarine y el estreno de Love.
Me gustó lo que escribió y describió al respecto el especialista Diego Manrique: “El equivalente a entrar en una habitación particular en la que unos profesionales hubieran movido levemente los muebles y sacado brillo a la decoración”. Y así es. Una sensación rara. Como un feliz y desconcertante mareo. Como una caricia con modales de bofetada (o viceversa). Como un déjà vu con retoques de lo tanta veces experimentado (y hasta hay momentos de ligera irritación porque se siente que nos están metiendo el dedo en el tímpano de nuestra memoria; la misma perturbación de ver por primera vez la Capilla Sixtina restaurada con sus colores como alguna vez fueron) pero que mantiene, inmaculado, su genio central e inamovible.
De aquí a unos años, seguro, habrá otra mutación con la excusa de una nueva tecnología. Lo leeremos mañana en las noticias, oh boy. La posibilidad de que los Beatles estén en el aire y ya no se los oiga sino que se los respire y llenen nuestros pulmones. O los Beatles como una droga inyectable que correrá directamente hasta nuestro corazón y cerebro.
Quién sabe, qué importa.
Aquí y ahora, esta nueva invasión de los Fab Four los convertirá, dicen, en los artistas más vendidos en lo que va del tercer milenio. Y, a cuatro décadas de “The End”, en los mejores maestros de tantos “nuevos beatles” (que van de la nobleza y sofisticación de Crowded House a la torpe vulgaridad de ese espejismo llamado Oasis) y, en el momento de sacar promedios y comunicar calificaciones, en los mejores alumnos de sí mismos. Alfa y Omega y estaciones intermedias y tomorrow always knows.
Y me acuerdo de aquella pregunta que le hicieron a John Lennon –“¿Cuándo volverán a juntarse los Beatles?”– y de la respuesta que dio Lennon: “El día que tú vuelvas a la escuela”.
Bueno, ahora volvemos otra vez.
Ahora –a través del universo, en nuestra vida– vuelven los que nunca se fueron.
Creen en el ayer, sí.
Pero el futuro les pertenece.
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