› Por Claudio Kleiman
Conviene poner ciertas cosas en claro desde el principio: NO soy un fanático de los remasters. A diferencia de ciertos audiófilos que corren a comprarse la última edición de un disco que probablemente ya tienen una o dos veces, creo que en muchos casos constituyen un anzuelo de la industria discográfica, con escasas (o nulas) recompensas para el oyente. Lo que en términos del audio ya se denomina como “la guerra del loudness”, hace que se sacrifique rango dinámico en beneficio del volumen, comprimiendo al máximo los sonidos con resultados tan obviamente unidimensionales que han promovido –como lógica reacción– el movimiento llamado back to vinyl, que no es otra cosa que la vuelta al viejo y querido LP de vinilo.
Pero los Beatles siempre se mantuvieron varios pasos adelante de la competencia, y este caso no es la excepción, si bien la espera demandó 22 años. Mientras que algunos de sus contemporáneos, como los Who y los Stones, han remasterizado hasta tres veces su catálogo, los discos de los Beatles habían permanecido incólumes desde su inicial transferencia al formato CD en 1987 (y aquí conviene recordar que en las reediciones posteriores, como el Yellow Submarine Songtrack y Let it Be... Naked, los temas habían sido remezclados, un proceso mucho más radical que el remastering, en el que se toman los canales individuales pudiendo alterar el balance, el sonido y otros parámetros).
Otra cosa que vale la pena tener en cuenta es que el ahora reivindicado LP de vinilo también tenía sus limitaciones: además del molesto ruido de superficie, los ingenieros debían atenuar ciertas frecuencias –especialmente las graves– porque podían hacer saltar la púa del surco. Por eso, si bien se han hecho escuchas comparativas con el vinilo, la principal referencia para el equipo de ingenieros de Abbey Road comandado por Allan Rouse, que trabajó durante 4 años en el proyecto, han sido las cintas master, algo que sólo conocen los que tuvieron la suerte de estar en el estudio en el momento de la grabación y/o mezcla.
Los nuevos remasters añaden profundidad y claridad –con un sonido más grande y rico que en sus anteriores encarnaciones–, pero no de una manera artificial. Con los 2009 Remasters (14 álbumes, incluyendo Past Masters, ahora editado como doble CD), la sensación es como si un velo hubiera sido levantado, lo que permite apreciar más plenamente todo el contenido y la información que los Beatles incluían en cada canción, especialmente de Rubber Soul en adelante, cuando tanto las grabaciones como la música fueron adquiriendo creciente complejidad.
En una primera escucha, la diferencia mayor aparece en las voces, que dan la impresión de estar un poco más adelante en la mezcla (esto es debido a la mayor definición, los planos no se han alterado). Pero, más allá de eso, lo que impacta es la presencia y cercanía, especialmente de las voces de los dos principales vocalistas del grupo, John Lennon y Paul McCartney. A propósito, Paul declaró recientemente: “Ahora escucho a John y pienso: ‘Ahí está él’. Es casi como que cerrás los ojos y podés verlo, porque la calidad es tan real”. Lo mismo puede aplicarse a su propia voz y a la de George Harrison: son tan vívidas que da la sensación de que estuvieran “ahí nomás”. La otra diferencia que se percibe de inmediato está en el bajo y la batería, lo que coloca en su verdadera dimensión el extraordinario trabajo de Paul y las sutilezas del siempre injustamente devaluado Ringo.
Pero esto es sólo el principio: son miles de detalles. Para focalizar en un álbum específico, me concentré en uno de mis preferidos, el White Album, de 1968 –en realidad, el nombre verdadero es The Beatles–, un disco increíble que anticipó prácticamente todos los desarrollos que aparecerían en la música durante las cuatro décadas siguientes. Después de la experimentación de Sgt. Pepper’s, los Beatles volvían a ser una banda, y el devenir de sus 30 canciones constituye una caja de sorpresas de una calidad y variedad deslumbrantes. Una mirada a mis apuntes destaca, entre los descubrimientos que salen a la luz con los nuevos remasters, las cuerdas en “Martha my Dear”, los fills de la guitarra de Harrison en “Why don’t we do it in the Road?”, la claridad de las
acústicas en las respectivas obras maestras de Lennon y McCartney, “Julia” y “Blackbird” (en esta última suplementadas por el sonido de sus pies marcando el ritmo contra el piso), la persistente campana en “Everybody’s Got Something to Hide Except me and my Monkey”, la dimensión casi celestial del coro y la orquesta en “Good Night”, los numerosos “sonidos encontrados” en el collage sonoro “Revolution 9” y sus paneos por los extremos del stereo, y así podríamos seguir indefinidamente. Ya fuera del Album Blanco, un ejemplo remarcable son las apocalípticas guitarras sobregrabadas de Lennon en “I Want you (She’s so Heavy)”, de Abbey Road, que habían sido reducidas debido a las limitaciones del vinilo y ahora emergen creando una tormenta sonora.
Con las ediciones remasterizadas de otros grupos, en muchos casos sucede que, cuando se levanta el velo, la mayor claridad permite distinguir las contribuciones individuales que forman el todo, y eso evapora parte de la magia. El misterio constituye uno de los componentes fundamentales de toda obra de arte, y nadie quiere que eso se pierda.
Con la música de los Beatles sucede lo contrario: su poder es tal (alguien apuntó que es una federación –no una unión– de elementos) que se benefician con el intento de mejorar su claridad. Como sucede cuando observamos un cuadro de Velázquez, o de Leonardo, podemos mirarlos –escucharlos– miles de veces, y siempre descubrir cosas nuevas.
Además del hecho de que esta campaña hace que la música de los cuatro de Liverpool vuelva a ser escuchada y redescubierta en todo el mundo, y alcance (como sucedió en su momento con los Anthology) a una nueva generación, lo más importante que puede sacarse como conclusión es comprobar que con los Beatles sucede como en los cuentos: asistimos, una vez más, al triunfo del bien. La tecnología no pudo destruir la magia.
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