“La escucha cronológica de los álbumes, de Please Please me a Abbey Road, equivale a observar la evolución desde el homo sapiens hasta Bill Gates en el lapso de unas pocas horas.”
› Por Marcelo Figueras
La palabra singularidad está de moda. Penrose y Hawking la utilizan para explicar un fenómeno que representa una excepción al campo gravitacional. Vernor Vinge llama “singularidad” al momento del futuro que sobrevendrá una vez que desarrollemos una máquina superinteligente. Robin Hanson sostiene que, a lo largo de la historia, la humanidad protagonizó muchas “singularidades” que entrañaron saltos cualitativos y cuantitativos (la Revolución Industrial, sin ir más lejos).
La remasterización de la música de los Beatles constituye una mini–singularidad: las cifras indican que, por sí sola y en escasos días, le concedió a la moribunda industria discográfica un salto cuantitativo, metiendo cinco álbumes en el Top Ten y vendiendo casi un millón de ejemplares. En sí mismos, ni los Box-Sets ni los discos individuales necesitan más justificación que la que exhiben: cualquier excusa para volver a escuchar esa música es buena en sí misma (por cara que nos cueste). Pero lo que la tecnología y la remezcla conceden al oyente no es una gracia menor.
Al resetear la vieja música, dotándola de la sonoridad que nos habituamos a registrar desde la invención de la tecnología digital, los Beatles quedaron en pie de igualdad con el resto de los artistas que grabaron desde los ‘70 hasta hoy. Y una vez puestos en la misma línea de largada, lo primero que salta al oído es hasta qué punto siguen estando a años luz de todo lo demás, dicho esto con cariño y respeto por otros artistas. No deberían ni siquiera tomarse el trabajo de sentir ofensa: con una “singularidad” es imposible competir, y eso es lo que fueron los Beatles, y lo que siguen siendo: un salto cualitativo tan inesperado, y tan irrepetible, que la ciencia sólo puede explicarlo una vez consumado. (La que suele explicar este tipo de cosas con más naturalidad es, por cierto, la religión.)
La escucha cronológica de los álbumes, de Please Please me a Abbey Road con el intercalado de Past Masters, equivale a la posibilidad de observar la evolución desde el homo sapiens hasta Bill Gates en el lapso de unas pocas horas: no existe forma de contemplar el principio y conjeturar lo que habrá de ocurrir, lo insólito del camino que se tomará y las alturas que conquistará en su vuelo. En la retrospectiva parece fácil oír algunas de las canciones primitivas y concluir que tanto Lennon como McCartney todavía estaban en vías de convertirse en buenos compositores. Pero no hay forma de escuchar “Little Child” y conjeturar que en el futuro de esos artistas –un futuro que ya existía, si hay que creer en la noción del tiempo difundida por el bueno de Einstein– ocurriría algo como “Strawberry Fields Forever”.
Lo que va de un punto a otro es inefable. Podemos, sí, desmenuzar cada elemento de lo preexistente: en qué track y en qué dosis hay elementos de rhythm & blues, del cancionero de music hall, de bolero, de flamenco, de folk y de raga, dónde hay armonías eólicas y arreglos de jazz, dónde melodías que hubiesen conminado a Mozart a devorarse la peluca. Lo que no se puede anticipar ni siquiera hoy es la modalidad de la combinatoria, la progresión a que daría lugar, y en consecuencia la creación de algo completamente nuevo (tanto, que para llegar a fruición tuvo que generar a pasos agigantados una tecnología que por entonces no existía).
En esa alquimia ladina entre lo viejo –la vastísima tradición que estos muchachos se cargaron sobre los hombros, incluyendo la que ellos mismos desarrollaron a velocidad lumínica durante aquella década– y lo que todavía estaba por venir sin que nadie lo viese venir, hay una experiencia del tiempo que pone a prueba los límites de lo humano. Pero esto es algo que deberían estudiar los científicos. Ya llegará aquel que probará la existencia de universos múltiples con “A Day in the Life” por todo teorema. Por el momento, el común de los mortales nos contentamos con experimentar esta música que, a la manera del perseguidor cortazariano, mañana estará todavía mejor compuesta e interpretada que hoy; una belleza que ya está grabada de manera indeleble en nuestro cuerpo, y aun así sigue conmoviéndonos porque todavía hoy es, de la manera más inexplicable, inesperada.
Algún día la tecnología evolucionará al punto de que una cámara nos enseñará el Big Bang, o sea la Primera Singularidad, en vivo y en directo. (Todavía podemos ver sus resabios, cada vez que nuestros televisores se quedan sin imagen y nos muestran una lluvia gris.) Pero, por el momento, no tenemos posibilidad de experimentar nada análogo a esa maravilla, salvo atendiendo a Shakespeare, contemplando la pintura One: Number 31, 1950 de Jackson Pollock o rindiéndonos a la música de los Beatles.
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