Domingo, 15 de noviembre de 2009 | Hoy
Por Leonardo Moledo
En la alta noche, cuando todos se fueron, en la pantalla sólo titila Internet. Ya está, ya estás solo, ya los aparatos se retiraron hacia el mundo inferior y se preparan para pasar la insidiosa noche, erizada de insomnio y cruzada por el terror. Se ha atenuado el runrún mimoso de las heladeras, en las calles dejan de oírse los ruidos provocadores de autos, motos y colectivos que te obligaron a una vigilia tensa, pero vacilante y segura, y aunque a lo lejos se oye el ruido puntual de un arma que se dispara a la distancia, enseguida se apaga. Y así es. El televisor ya te ha entregado su ración diaria de porquería, te ha dado todo lo que te podía dar, y luego se apagó, como una batería que agota sus fuerzas, cds y dvds se han retirado, ellos también para pasar la noche entre tus libros.
Pero nunca deja de titilar Internet. En la pantalla de cristal líquido y herrumbrada por el uso hay algo que te dice que todavía estás vivo, que aunque todos tus amigos se hayan muerto, o te hayan abandonado, o hayan viajado a países lejanos, vos estás aquí, firme y reluciente –y vivo– sobre la ciudad maldita.
No te dice nada sobre vos y tu existencia, pero la fragmenta en miles de minúsculos pedacitos, como pixeles de tu ser que se adhieren a la pantalla y la cruzan para juntarse con otros ríos de pixeles, con el río del mundo, pixeles que vienen de lugares donde brilla el sol, de lugares donde los hombres comen piedras preciosas regadas con sangre de serpiente o de mono, de quienes viven a la vera de los anchos ríos o las sabanas plagadas de horribles animales y bestias terciarias que se quedaron enredadas para siempre en la maraña prehistórica, de lugares donde el frío blanquea los ojos y la ropas y donde el sol atrabiliario y demente calcina la piel.
Y te lo da todo: desde la ajustada y precisa pornografía de la noche hasta todo el conocimiento de la Tierra, acumulado por hombres de piel cobriza que trabajaron y murieron en las minas de estaño. Y el placer de matar. De eliminar a quienes se esconden tras un alias en Facebook, a quienes vocean su soledad en Twitter y en Cblist, y aun en los lugares más recónditos de Javalink. Y aunque no te dice quién sos ni para qué estás aquí, hijo de la Nada, surgido de la Nada, la pequeña Nada y oscura establece una frontera de cristal líquido y te permite cruzarla una y otra vez, ida y vuelta, cuantas veces quieras o se te ocurra, para sumergirte en un espacio atribulado en el que giran y luchan los torbellinos entrelazados de lo superficial y lo profundo. Y está. Sí, el agua oscura de los torbellinos.
Y aunque no te diga nada sobre tu propia existencia y su inexistente significado, la disuelve y la mezcla, la transforma en un líquido poroso que se derrama y mezcla con los titánicos torrentes de lo virtual: es tu espejo, tu nuevo yo, tu plácido nirvana que lo destruye y lo potencia.
Ya está. A través de las persianas herméticas empieza a filtrarse la aurora de rosados dedos, con su leve luz que pretende apoderarse de lo real. Los aparatos de tu casa despiertan, el agua vuelve a volcarse desde las canillas obturadas, el aire acondicionado vuelca sobre vos el frío de muchas tardes ulteriores, los ruidos de la calle aumentan en un crescendo temeroso, temible, amable y protector.
Ya está. Ya el sol alcanzó su plenitud; has atravesado la noche crispada de peligro y el aire (que pretende ser real) fluye desde afuera e invade tus pulmones.
Pero en la penumbra que mantenés dentro tuyo, en esa penumbra que atesorás, ante la que te arrodillás cada minuto, sigue titilando Internet.
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