› Por Tony Bennett
Frank Sinatra fue mi mejor amigo. Setenta años atrás lanzó sus primeras grabaciones con la Harry James Orchestra. Pero mi primer recuerdo de su voz es de cuatro años antes. Cada semana, cuando yo tenía 11, sintonizaba lo que realmente fue el primer programa estilo American Idol, una emisión de radio que se llamaba Major Bowes’ Amateur Hour. El grupo ganador de la noche del 8 de septiembre de 1935 se llamaba The Hoboken Four y su vocero era Frank Sinatra, que entonces tenía 19. Aún antes de escucharlo cantar me cautivó la confianza de Frank. Como respuesta a la pregunta “quién va a hablar por el grupo de Major Bowes, Sinatra dijo: ‘Yo lo haré. Soy Frankie. Estamos buscando trabajo, qué les parece? Les gustamos a todos los que alguna vez nos escucharon’”. Hasta Bowes tuvo que reírse.
En 1939, Sinatra estaba cantando y grabando con Harry James, y la magia se extendía. Los músicos fueron los primeros en notar que era único. En menos de un año Sinatra se integraría a la mejor de las big-bands, la Tommy Dorsey Orchestra. Y me alucinaba cómo Frank, a partir de estudiar cómo tocaba T.D., aprendió a expandir su respiración, lo que le dio un mayor control vocal y la habilidad de cantar dos o tres frases antes de tomar aire otra vez. Esa sutileza y elegancia mantenían al que escuchaba atento a cada palabra, cautivaba la imaginación, y lograba que los fans, yo incluido, se desmayaran. Yo no podía creer que alguien pudiera cantar de una forma tan bella. Cuando quería ver a Frank en el Paramount en Manhattan, las calles estaban tan llenas de gente esperando entrar a sus shows que cada noche parecía Año Nuevo en Times Square.
Por supuesto, estaba fuera de mi alcance como chico de 11 años imaginar que Sinatra iba a convertirse en el primer cantante popular responsable de histeria masiva en un público –antes que Elvis o Los Beatles–. Pero mientras Sinatra maduraba, el elemento de su canto que iba a tener el impacto más duradero sobre mí, como supo explicarlo él mismo. Una vez apuntó en una entrevista: “Cualquier otra cosa personal que se haya dicho sobre mí no es importante. Cuando canto soy honesto, creo”. Para mí, la marca del éxito en el canto es la honestidad, y esto es verdad para cualquier tipo de vocalista, desde Hank Williams hasta k.d.lang, desde Billie Holiday a Luciano Pavarotti, hasta Sinatra. Los cantantes más honestos son los que logran la inmortalidad. El escritor Pete Hammil una vez escribió que, a diferencia de Bing Crosby, el canto de Sinatra “siempre revelaba más de lo que escondía”.
La honestidad emocional se convirtió en la premisa de cada disco que hice y de cada show. Sinatra estuvo en la tapa de la edición especial de abril de 1965 de la revista Life. Se titulaba “Sinatra se confiesa” y hablaba con candidez sobre cómo se sentía acerca de otros cantantes como Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan. En un punto dijo: “Pero juro por mi dinero que el mejor cantante en este negocio es Tony Bennett. El sabe transmitir lo que el compositor tiene en mente, y probablemente un poco más”. Me gusta pensar que lo que escuchó en mi voz fue la misma honestidad que yo, y millones de otros, encontramos en la suya.
Recuerdo una noche de principios de los ‘70 cuando yo me estaba presentando en el Caesars Palace de Las Vegas y recibí una llamada de uno de los amigos músicos más cercanos a Sinatra, el saxofonista Vido Musso. Decía que Frank quería que me uniera a ellos (Vido era un soberbio cocinero especialista en platos italianos) para cenar después del show, y agregó: “Y traé a tu pianista, Ralph Sharon”. Me dio una dirección, que resultó ser un pequeño restaurante lejos del Vegas Strip, que ofrecía privacidad. Estábamos solos nosotros cuatro, y tanto la comida como la conversación fueron memorables. Frank hablaba sobre su vida, los altibajos, el maravilloso camino que había transitado desde esa noche con los Hoboken Four en 1935 hasta convertirse en el rey del mundo del entretenimiento. Hacia el final de la noche. Sinatra dijo: “Antes de irnos, me gustaría disfrutar de que vos y Ralph hagan una canción”.
Y en esa pequeña habitación, tarde, con Frank Sinatra sentado cerca, e inspirado por nuestro rato juntos esa noche, canté una canción de Jerome Kern. Fue un momento que nunca olvidaré: “Días del ayer/ Días que conocí como dulces/ días apartados... Estoy triste/ Estoy contento/ Porque hoy estoy soñando/ Con el ayer”.
Empezó como Frankie, después se convirtió en Frank, después en el Chairman of the Board, y después, por supuesto, en Ojos Azules, pero se mantuvo honesto consigo mismo y con sus amigos... y fue el mejor amigo para mí. Uno de los brindis favoritos de Frank era: “Que vivas hasta los 100 años y que la última voz que escuches sea la mía”.
Gracias.
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