Dom 28.03.2010
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Las joyas de la reina

¿Qué secretos de la historia de Buenos Aires están guardados bajo tierra? No sólo por los míticos túneles corren los misterios inquietantes de la ciudad. Por eso, el arqueólogo Daniel Schávelzon se puso al frente de un programa de televisión en el que se proponen contar cuatrocientos años de historia porteña a través de los objetos que han sobrevivido: la moda, el sexo, las dietas, las enfermedades, los oficios y hasta las diferencias de clase anidan en fragmentos que muchas veces, lamentablemente, se pierden en volquetes de demolición.

› Por Angel Berlanga

“En la basura de la casa de Alsina 455, que perteneció a María Josefa Ezcurra, cuñada de Rosas, aparecieron unas semillas que no eran ni comestibles ni ornamentales. Las estudiamos y resulta que eran un abortivo. Eso nos permite pensar que alguien en esa casa, entre 1801 y 1820, abortó o intentó abortar.”

Los destrozos de una vajilla completa, frasquitos medicinales de vidrio, muñecos de madera, botones y dedales, bacinicas y escupideras, braseros de hierro, placas de porcelana. El conjunto de objetos, no demasiado impresionante en principio, cobra relevancia cuando se agrega un dato: esas cosas llevaban entre uno y tres siglos enterradas en diversos sitios de la vieja Buenos Aires. Y seguirían siendo curiosidades si no fuera por lo que le sigue a su hallazgo, datación y análisis de materiales, puesta en contexto histórico, entrecruces con textos de aquellas épocas.

Cuando volvió del exilio, tras la dictadura, Daniel Schávelzon abocó buena parte de su trabajo a rescatar el pasado bajo tierra: túneles, cimientos, sótanos, cisternas, pozos de basura, antiguos cementerios. “La misión de un arqueólogo es sacar a la luz momentos poco conocidos de nuestra historia”, sostiene en Arqueología Urbana de Buenos Aires, el flamante ciclo de documentales que encabeza y que emitirá desde abril el Canal Encuentro. Con un cuarto de siglo de tarea empeñada en la investigación, el rescate y la preservación en la ciudad, Schávelzon es en la Argentina el referente en una tarea que evolucionó desde la inexistencia a la inclusión en manuales de colegio.

La fiebre argentina

Cuando el año pasado le ofrecieron hacer el programa dudó, porque ya tenía demasiadas ocupaciones. Es que Schávelzon, entre otras cosas, dirige el Centro de Arqueología Urbana –fundado por él mismo en 1991–, es investigador principal del Conicet y realiza estudios y excavaciones por el resto del país y del continente. “Trabajo más afuera que acá”, dice. Pero al interiorizarse en el proyecto del ideólogo del programa y guionista del Canal Encuentro, Ezequiel Cazzola, agarró viaje: “Me encontré con un equipo que quería hacer algo no tradicional, que salía de la pregunta-respuesta o del modelo ‘uno dice que sí y otro dice que no’: estoy podrido de esos programas, para eso prefiero dedicarme a otra cosa –cuenta Schávelzon–. Acá la idea era tomar un tema y a partir de eso generar una historia, con un guión bien trabajado sobre el que también se podía sugerir alguna modificación. Y cuando vi el nivel de meticulosidad en la iluminación, en la producción de imágenes, en el cuidado por el sonido, me convencí de que fue un acierto aceptar, porque es un equipo de gente de cine haciendo televisión”. La mayor parte de las grabaciones se hicieron a mitad del año pasado y en estos días se están completando. Junto a Schávelzon, narrador principal –cuyos hallazgos y libros son punto de partida para esta serie–, aparece también la historiadora Carolina Carman, que aporta al programa desde su vertiente. Además, ambos dialogan, componen o asisten a algunas escenas ficcionalizadas y alternan los escenarios de narración entre los lugares donde encontraron los viejos objetos, sitios subterráneos o excavaciones y antiguos enclaves cuyas huellas se perdieron. El capítulo estreno, Fiebre amarilla, se centra en la epidemia que a comienzos de 1871 mató a unas 15.000 personas, por entonces el diez por ciento de la población de la ciudad.

“La idea es mostrar la historia de Buenos Aires con una mirada distinta, que es la de la arqueología –explica Schávelzon–. Esto es con los restos materiales, evidencias concretas. Una cosa es hablar de la fiebre amarilla desde un documento que te cuenta y otra es tratar de reconstruir desde los frascos de remedios y los lugares donde estaban los cementerios. La gente no tiene idea de dónde estaban, debajo de qué sitios hay cuerpos enterrados; no es muy conocido, por ejemplo, que en el parque Ameghino, donde hoy juegan los pibes, frente a la ex cárcel de Caseros, estaba el Cementerio Sur. Tampoco hay mucha idea de que los remedios que les daban a los afectados no servían para nada: a esa altura no se sabía que la enfermedad se transmitía por el mosquito.” En cada programa se suma la voz de un especialista: en éste, Abel Luis Agüero, director de la carrera Medicina Sanitarista de la UBA, cuenta que los tratamientos que buscaban purificar, purgas y vomitivos, no hacían más que debilitar a los infectados y contribuir a la muerte. Ese brote de fiebre cambió para siempre la ciudad: los que pudieron se mudaron a Barrio Norte, colapsó el Cementerio Sur y se abrió Chacarita, se dispuso un ramal de ferrocarril hasta allá para llevar a los muertos (porque los coches fúnebres no daban abasto), se comprendió la necesidad de encarar instalaciones de agua y cloacas.

Entre los hallazgos que ayudan a comprender qué ocurrió entonces hay bacinicas y escupideras que solían mantenerse en las habitaciones, émbolos para aplicar inyecciones, mosquiteros y cisternas para almacenar agua que estaban muy cercanas a letrinas o a sitios donde se acumulaba basura, que contribuyeron a potenciar las infecciones. “Tratamos de contar la historia a partir de bajar a lo material, lo concreto y tangible, y mostramos cómo muchas explicaciones están ahí abajo, en el piso –dice Schávelzon–. A medida que van avanzando los programas, la arqueología aparece más y más, con sus especificidades. Luego de este ciclo se proyecta seguir en ciudades de distintas provincias: empezamos por acá por una cuestión de logística y de factibilidad de producción. Lo importante es mostrar que la arqueología no es sólo la aventura de irte al Africa a encontrar no sé qué: también acá, en una esquina del barrio o en la parada del colectivo, pueden estar las explicaciones a cosas que nos pasaron a todos.”

Entre los temas de Arqueología Urbana que sobrevendrán están Buenos Aires negra, Túneles, Oficios, Mujeres, Gauchos e inmigrantes. Cada programa aborda mitos, examina objetos y/o construcciones del pasado, traza sus líneas históricas y las relaciona con el presente: si los túneles del casco histórico fueron construidos para rajarse en caso de apuro, la línea pasa por ese hipotético camino usado por Perón hacia la cañonera y, más adelante, ya reemplazados, por los helicópteros que cargaban con Isabel y De la Rúa. En las excavaciones que hizo en un antiguo asentamiento de esclavos, hoy Plaza Roberto Arlt, pleno centro, Schávelzon encontró tazones y pipas que, comparados con otros de la misma época en casas de blancos, dan cuenta de las diferencias sociales. “La fiebre amarilla afectó sobre todo a los grupos más pobres, a los esclavos libertos que no tenían trabajo, que vivían en pésimas condiciones higiénicas, hacinados –-explica–. La ciudad, la gran aldea, era más aldea que gran, digamos: incluso las familias con dinero vivían con una insalubridad brutal. Fue necesaria esta epidemia, antecedida por dos brotes de cólera, para reformular la estructura de la ciudad. Hoy, salvando las distancias, con las inundaciones volvemos a padecer una crisis estructural de ese tipo. Ya no se soluciona con parches, con caños diez centímetros más anchos: cometimos una serie de errores tan grandes que desembocamos en un estado de situación irreversible: hay que empezar de vuelta. Y hay un círculo vicioso: el que tiene que resolver el problema es el que lo genera, el propio gobierno, que permite que se siga edificando sobre la franja costera. Construyeron una pileta de natación. La solución sería tan costosa y monstruosa que ni da la imaginación; no sé, a lo mejor otro país, Alemania, que de pronto decidió limpiar el Rhin. Pero para nosotros es absurdo: ni siquiera podemos con el Riachuelo, que es un cosito.”

Semillas, abortos y consoladores

Schávelzon cuenta que Buenos Aires tuvo, como muchas ciudades de América latina o del mundo, construcciones bajo tierra con distintas funciones. “Era absolutamente normal –explica–. La tecnología soluciona hoy muchas necesidades elementales que antes también existían. En verano, al no poder generar frío, se te pudría la comida y entonces había que encontrar la forma de mantener las cosas a cierta temperatura, estable más que fría. Un sótano era perfecto para eso. Hasta yo conocí el sótano en el que la abuelita guardaba mermeladas y carnes. Cuando aparece la cisterna de un aljibe de una familia de dinero, que por ahí tiene siete metros de alto, cinco de ancho y un agujero finito para meterse, que estuvo más de un siglo cerrada, se desata el imaginario: alguno se asusta, dice uh, dónde va esto, ¿saldrá hasta el Machu Picchu? Son pocos los que se meten a limpiarla y a estudiarla. Los pozos de basura se hacían en el fondo y ahí se tiraba hasta que se llenaban; luego se hacía otro, al lado. Hay casas antiguas que tienen seis u ocho, llenos, y es sensacional, porque tenés toda la historia de una familia. Hoy sería muy loco tener en el fondo de tu casa una fosa con olor a basura, pero por entonces no había otra forma: era eso o la vereda.”

En los trabajos realizados en la casa de Alsina 455, que perteneció a María Josefa Ezcurra, cuñada de Rosas, Schávelzon encontró algo que en principio le generó curiosidad y luego asombro. “En el pozo de basura de esa casa aparecieron semillas de todo tipo: la gente comía un tomate o una sandía y ahí tiraban las semillas –cuenta–. Eso se manda a una persona especializada en identificarlas, que con el microscopio te puede decir qué es cada cosa. Y había unas que, si bien son muy comunes en el arbolado de Buenos Aires, no sabíamos qué hacían ahí, junto a la comida. Y entonces se nos ocurrió ver si no tenían alguna función que no fuera ornamental o alimentaria. Porque había muchas. Bueno: resulta que era un abortivo. Eso nos permite pensar que alguien en esa casa, entre 1801 y 1820, abortó o intentó abortar. Qué pasó, cómo y quién fue, no lo sabremos; pero esas semillas dan la pauta de que la gente intentaba resolver los problemas de su vida cotidiana de la forma que podía. No sé cuán eficiente era eso, yo no las probé”, se ríe Schávelzon. ¿Y descartan que parte del arbolado al que refiere fuera a parar a la basura? “Es que estaban muy mezcladas con restos de alimentos, huesos, etc. –responde–. Y si fuera del arbolado estaría el resto, no sólo las semillas. Además el arbolado en Buenos Aires es posterior, surge con Sarmiento. Podían haber llegado volando dos o tres, con el viento, pero no en esa cantidad, y en un contexto básicamente de restos de cocina.”

Por sobre objetos puntuales a Schávelzon le interesa centrarse en algo que era inimaginable en esta ciudad, dice, en 1985, cuando hizo la primera excavación: que debajo de la ciudad hubiera arqueología. “Incluso hoy quedan profesionales que todavía piensan que estos hallazgos no tienen valor ni significación, que en realidad no son más que cachivaches que quedaron por ahí –dice–. Acá abajo hay 400 y pico de años de historia, y con cada casa antigua que cae se va también lo que hay debajo, que ni siquiera sabemos qué era; a lo de arriba le podemos sacar una foto, pero a lo de abajo se lo lleva la máquina al volquete, y si no estás en ese momento, se fue. Acá hay cosas que nos hablan de nosotros y subsisten en condiciones estables, que pueden ser interpretadas. A la gente le llaman mucho la atención los objetos y hay algunos, por supuesto, que obviamente son extraños. Ahí Federico Andahazi se mandó un tomo con algo que encontré, unos objetos pornográficos, palos de madera.” En Bolívar 238, casa de la familia Cobo-Lavalle, Schávelzon encontró, además de juguetes, un telescopio, restos de rifles, tinteros, pinceles y también placas de porcelana con escenas sexuales y tres objetos fálicos de madera. Están datados entre 1860 y 1895. “Bueno, fantástico –sigue Schávelzon–. Andahazi se engancha y manda ahí toda una historia sobre su uso, averiguó quién era el carpintero que los hacía, buenísimo. Pero el objeto en sí no es importante, sino que de repente se abre una puerta a un tema como la vida sexual en una época de la cual no sabemos casi nada.”

Cosas vivas

Schávelzon nació en 1950, se recibió de arquitecto (UBA) en 1975 y publicó sus primeros artículos en la mítica revista Crisis, dirigida en esa época inicial por Eduardo Galeano. “Los había perdido, hace poco que los reencontré –dice–. Era una época muy abierta, en la facultad se vivía un proceso de cambio muy profundo, en lo político y en los procesos de enseñanza. Y nos interesaba dar a conocer fuera de nuestro ámbito temas de arquitectura pasados por nuestra mirada. Después todo terminó trágicamente.” Cinco o seis días antes del golpe del ’76, cuenta, le anticiparon que la represión recrudecería y se fue Ecuador. “Había que irse o jugarse cien por ciento, la cosa estaba muy clara, toda la gente alrededor desaparecía”, dice, y cuenta que su militancia “venía desde la izquierda”. Luego se instaló en México: allí, en la UNAM, obtuvo una maestría en restauración de monumentos y un doctorado. Se las arregló dando clases, investigando, compenetrado con aprender y adaptarse. “Me dediqué a trabajar y estudiar, a conocer la historia, la arqueología y el arte mexicanos –explica–. Con mi mujer éramos muy amigos de Cacho Constantini y él, para seguir, tenía que ir a un bar, con un pucho y un café, a escribir sobre Buenos Aires. Y entonces, claro, nunca tenía un trabajo ni vendía un libro. Era desesperante, porque era un gran escritor y terminó muriéndose en forma horrible, enfermo, mal. Por eso digo que, en relación a la adaptación, había dos tipos de exiliados. No fue una pelea fácil.”

Volvió en 1984. “A mí siempre me interesó la arqueología, desde pibe, en la secundaria –dice–. No tenía claros los límites con la antropología o la historia, pero ya desde chico me obsesionó esto de estudiar los objetos, los artefactos.” Además de una enorme trayectoria como conferencista, profesor y articulista, tiene publicados unos cuarenta libros (cuyos títulos pueden verse en su página web: danielschavelzon.com.ar). “La pelea por la divulgación científica es grande, no es un chiste en nuestro mundo –asevera–. La arqueología es un campo del conocimiento que se debate duramente entre los arqueólogos prehistóricos, que intentan mostrarse como una ciencia dura, cerrada, que quieren seguir en la torre de marfil, y quienes tienen una visión más social, lo que implica de por sí entender que hay una comunidad que te está pagando el sueldo, a la que le tenés que devolver el conocimiento que pudiste obtener. Porque escribirlo, guardarlo en un cajón y cerrarlo con llave no tiene mucho sentido. Siempre me pareció importante la difusión, algo que el Conicet, como institución, recién reconoció otorgando puntaje desde hace apenas dos años. Creo que hay mucha gente interesada en estos temas y que hacen falta en Argentina buenas publicaciones arqueológicas, como hay en México o España, que son serias, que no caen en la chantada, que cuentan de lo que se va encontrando, de las ideas que se manejan, de las personas que intervienen.”

“La ciudad tiene un potencial arqueológico inimaginable: al principio creíamos que algo habría, pero lo que encontramos nos superó a todos, porque hay más de lo que podamos registrar en toda una vida y en varias reencarnaciones –dice Schávelzon–. Y lo más significativo es que se transformó en un campo de investigación, con gente que trabaja y vive de eso, con congresos, reuniones, publicaciones. De algún modo está instalado que debajo de la tierra hay algo más que las cloacas y el subte. La otra vez me pasó que unos chicos me trajeron un manual de colegio, de Santillana, en el que se publicaba una foto de una excavación nuestra en Michelangelo, en la calle Balcarce, y todo un artículo que me afanaron, no importa. ¿Quién me iba a decir que un chico de diez años iba a leer sobre arqueología urbana en un manual? Pero, claro, esto habla de una historia cercana. La última excavación que hicimos fue en los talleres Vassena, donde fue la Semana Trágica: son cosas que todavía están vivas en la sociedad.”

Trabajo y tierra

Más allá de los avances y de la incorporación al imaginario, Schávelzon señala la falta de un Museo Nacional de Arqueología y también de una Ley de Patrimonio Cultural. “Yo creo que hay una vieja tradición argentina de concepción de progreso, de que todo lo que es pasado es retrógrado y conservador: eso, evidentemente, no es cierto, y es una de las causas por las que seguimos en el subdesarrollo –argumenta–. Y creo, por otro lado, que la comunidad científica y académica no toma las decisiones necesarias para impulsar este tipo de acciones. El Estado no hace un museo, y como considera al área su monopolio, tampoco deja que intervenga la iniciativa privada. Es obvio que el Estado tiene otras prioridades –educación, darle de comer a la gente–, pero también podría admitir una entidad privada a la que, en contrapartida, controle y maneje.”

Schávelzon dice que una gran masa de la población no tiene idea de qué es un arqueólogo y que quienes distinguen la profesión la consideran exótica. “De ésas que se dice ‘Nene, no te metas ahí porque no vas a ganar nunca un mango’”, precisa, ríe. “Y eso, por supuesto, es mitológico, porque ya sabemos que las carreras ‘con salida laboral’ muchas veces son una estafa –sigue–. Al contrario, el país tiene una necesidad de arqueólogos enorme. Creo, a esta altura, que nadie confunde a la arqueología con Indiana Jones o Lara Croft, que está claro que eso es Hollywood. Del mismo modo que nadie en la Bonaerense se cree que es el policía de las películas norteamericanas, porque una cosa es ese detective y otra estar a la salida de un boliche en el conurbano a las cinco de la mañana. Quien tenga esa confusión tiene un problema psicológico.”

Tampoco existe, asegura Schávelzon, quien encuentre enterrado en la ciudad el arcón con monedas de oro. “El tesoro, para uno, son los objetos de la vida cotidiana, doméstica: hay un encanto ahí, en desenterrar las cosas y analizarlas –dice–. Bueno, también es mugriento, difícil, complicado: no llegás a los sitios en helicóptero. Hay que ir, excavar, llenarse de tierra. Muchas veces es frustrante, porque no se encuentra nada. Hay que buscar subsidios, porque nadie te llama para decirte ‘Che, tengo esta guita para que gastes’. Pero es algo lindo de hacer y da satisfacciones: no es un trabajo aburrido, plomífero, de esos que estás sentado ante una mesa toda la vida.”

Arqueología Urbana de Buenos Aires es coproducido por la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Estrena el martes 6 de abril a las 21, por Canal Encuentro, e incluye los sistemas audiodescripción y closed caption, para inclusión de ciegos y sordos.

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