ARTE > LA INDEPENDENCIA AMERICANA EN 22 OBRAS
› Por Gustavo Nielsen
PARSIFAL: Apenas avanzo y sin embargo siento que ya me encuentro lejos.
GURNEMANZ: ¡Ya lo ves, hijo mío, aquí el tiempo se vuelve espacio!
Richard Wagner – Parsifal
“Menos tiempo que lugar”
Esta extraña frase corresponde a un poema de Benedetti que sirve de disparador para una misteriosa muestra que en estos días se exhibe en Buenos Aires. El evento sumó a veintidós artistas latinoamericanos y alemanes para preguntarles por nuestra independencia, aprovechando que entre 2009 y 2011 varios países en este continente cumplen 200 años. La independencia a qué precio, para qué, por qué. Los artistas usaron su plataforma para expresar cosas disímiles, malestares y alegrías, pero siempre simbólicamente, como corresponde a una obra de arte. Los resultados son políticos, estéticos, constructivos. El antecedente críptico de la frase del poeta uruguayo explotó en la cabeza de estos tipos, y el resultado es provocador y, como dije antes, altamente misterioso. Es una muestra de esas que dan para hablar aún mucho después de haber abandonado la sala.
Alfons Hug, el curador, trata de explicar el título elegido con la metáfora del arte como el único lugar en la actualidad capaz de apresar el tiempo contemporáneo, inmenso e inabarcable, y darle una casa para vivir. Jorge Coscia, el secretario de Cultura, opina que la sentencia significa ser parte de un territorio “enorme en extensión, pero relativamente vacío en comparación con otros rincones del planeta, al que se le va acabando el tiempo para el cambio”. Viendo las obras que están en el catálogo, llego a la conclusión de que cada artista convocado le dio a la consigna un significado diferente, como si se tratara de un legado zen, más que de la estrofa de un poema sencillo.
Doscientos años de paseo
Los expositores son veintidós, de Bolivia, Venezuela, Chile, Paraguay, Ecuador, Brasil, Argentina, Colombia, Perú, Uruguay, México y Alemania. Hay también un libro bilingüe de 300 páginas con imágenes y ensayos, pero en esta nota vamos a pasear solamente por dos obras, las más grandes. La prioridad la pongo por defecto profesional, no por importancia: son las que ocupan el centro del Palais y las que arman una espacialidad casi arquitectónica. Una es del colombiano Juan Fernando Herrán; la otra del alemán Olaf Holzapfel. Una escalera y un refugio, respectivamente. Ambas obras tienen otra característica en común: sus autores tuvieron que venir quince días antes para realizarlas, la escalera con un grupo de carpinteros y el refugio –una especie de carpa diseñada por el creador alemán– con un equipo de tejedoras. Vinieron con planos en Revit y Autocad, con maquetas y renders, con plantilllas y patrones. Ambos necesitaron un espacio proporcionado para usar como taller. A Herrán le tocó el Chela, el centro cultural medialab de Barracas. Un edificio enorme lleno también de escaleras impertinentes por lo rebuscadas. Olaf se instaló adentro del edificio de la Confitería del Molino, aparentemente abandonado, pero en verdad cuasi tomado por una cofradía de extranjeros que no son capaces ni de arreglarle los ascensores, o cambiar una lamparita en los pasillos. Ver a los artistas ahí, en esos espacios desmesurados, construyendo sus elefantes blancos con herramientas recién compradas y mano de obra improvisada, daba ganas de arremangarse y ayudarlos.
Menos la escalera, que, por sus dimensiones, es imposible de cargar en un avión, las obras de todos los otros (videos, cuadros, fotos e instalaciones más pequeñas o desarmables, como la carpa de Olaf) van a dar la vuelta al mundo con su impronta continental cumpleañera, siendo los próximos puertos el Matucana 100 de Santiago de Chile, el Centro Municipal de Exposiciones de Montevideo, el Instituto Cultural Peruano-Norteamericano de Lima y el Museo de Antioquía en Medellín. La última parada de este viaje será Berlín.
Las alturas de una escalera
Herrán es fotógrafo y escultor. Tiene una pila de planos sobre un tablero, hay varios bancos de carpintería con herramientas y solamente dos personas para ayudarlo. Falta una semana para la exposición y apenas ha armado un tramo corto de la instalación, menos de la décima parte. Me doy cuenta cuando miro el proyecto. Las maderas están sin cortar. Yo estaría afilando clavos con los dientes, de los nervios. A Herrán se lo ve muy tranquilo. Le ofrezco mandarle un carpintero de mi estudio, para alimentar el equipo. Me agradece: no quiere carpinteros, quiere gente que apenas sepa usar las herramientas. Un carpintero sería demasiado, dice. Se metería con los detalles, y esto debe quedar en bruto. Podría ofenderse, como el zapatero al que Adolf Loos, el maestro del moderno, le pide que confeccione un par de zapatos pero “sin ornamento”. “Usted cobra el mismo dinero que si le hiciera todos esos adornos prolijos, y se ahorra el trabajo.” El zapatero se niega: “Sin ornamento lo estaría estafando, señor”.
La escalera de Herrán no es tal, sino un encofrado de escalera esperando al hormigón. Le indico que para ser encofrado le falta clavar el fondo de fenólico. Me dice que en Medellín no es necesario, porque el mismo piso inclinado hace de fondo de encofrado. Los barrios marginales de Medellín se ubican en las laderas de las montañas. Los pobres miran a los ricos desde arriba. La manera de construir sus casas está altamente determinada por la topografía. Y como caminan, porque no tienen carros, necesitan escaleras.
Hay dos tipos de escaleras en los villorrios de Colombia: las que arma el Estado y las que arma la gente. Las del municipio son como espinas dorsales: centrales, iluminadas y acompañadas por pluviales e instalaciones. Las de la gente son retorcidas, enmarañadas, orgánicas. Parten de la espina dorsal adosadas en cualquier sector, y llegan hasta la puerta de las viviendas. Las del municipio tienen las medidas parejas y casi siempre acordes a la regla. Las domésticas son más caprichosas, dependen mucho de la habilidad del albañil.
Herrán hizo el camino al revés. Les quitó la función, las casas, las instalaciones, la montaña. Les quitó Medellín. Partió de fotos, siguió con una maqueta de cerámica y terminó haciendo los encofrados sobre la maqueta. Y eso es lo que exhibe: una torre de madera que invita a la subida, pero a la que es imposible trepar. Lo de él no es una ficción, es la reconstrucción plástica de la necesidad de ir a sus viviendas que tiene la clase baja de su país. Con esta obra no podrán hacerlo. Las escaleras de Herrán no están vacías solamente de hormigón, están vacías de gente. Los falsos escalones sin huella avanzan y retroceden. Se tuercen, se elevan, bajan. Podrían crecer aún más, seguir creciendo, sin llegar jamás a ninguna parte. Se apoyan en el suelo con bastones y precarias muletas hechas con tirantes de saligna.
“Con esta pieza traigo memoria social sin denunciar; mi obra tiene una gran implicación política sin ser un arte de protesta. Por las escaleras verdaderas en Medellín pasa el comercio, el trabajo, la delincuencia, la infancia, el alcantarillado, las ilusiones, las tuberías y el presente de toda la clase baja de Colombia. Y por estas de aquí no pasa nada, ¡porque son de arte!”
El significado de las cosas
El mensaje de Herrán sobre la independencia podría reflejar que los latinoamericanos somos dependientes hasta en los elementos más básicos: si una escalera no llega a ser útil, se apagará la vida. Es un concepto que arriesgo delante de él. Contra todo lo que me pasó siempre que traté de encontrar el porqué de una obra dialogando con el autor, no me echa a patadas. Los demás artistas habrían dicho: cada uno entiende lo que quiere, prefiero no explicar, lo que mi obra no explica en sí misma no lo voy a arruinar con las palabras. El no. Herrán está preocupado por que su obra se entienda. No quiere celebrar con los demás este Bicentenario, sino exhibir la inutilidad de un proceso. “En Colombia hay un altísimo porcentaje de la población que no ha llegado ni al borde del sueño libertario de Bolívar. La imagen que quiero aportar es de creatividad, de resistencia, de acoplamiento, pero también de fragilidad, que es la condición de gran parte de la población latinoamericana. La ascensión es aquí una utopía.”
Me siento feliz con una muestra así. Me encanta discutir ideas con artistas que han pensado en el significado de su obra. Odio lo cool, lo que parece azaroso. Eso terminó con Dadá, me digo, y Tristán Tzara sonríe desde algún lugar del Cosmos. Decido hacer la otra entrevista inmediatamente, para tener el grabador caliente. Voy al Molino y encuentro a Olaf Hozafpel en pleno trabajo. Es un artista de lo provisorio, de lo efímero. Hace una especie de muros a lo Richard Serra pero en cartulina, con cajas desarmadas compradas en una librería. Hace cavernas y paisajes con biblioratos abiertos, los pinta con aerosol y los cuelga de hilitos. Viene de Alemania del Este. Cree en la economía de los materiales como una exigencia a tener en nuestra vida contemporánea. Que con muy poco se pueda lograr mucho. Y que salga barato o gratis: una condición fundamental que le impone la modernidad.
Mi único miedo con lo que voy a ver se basa en la novedad que Olaf se impuso para esta muestra: hacer sus superficies con un material obtenido en un viaje por el norte argentino: un tejido en cháguar, inspirado en los indios wichí. De las iluminaciones de los artistas con las culturas indígenas no suelen salir cosas buenas –salvando las películas de Herzog–, porque la luz casi siempre encandila a los iluminados. Es parecido a lo que pasa con los autores comunistas que deciden escribir para el partido. Prefiero el Conti de Con otra gente que el de Mascaró; el Saramago de Todos los nombres al de La caverna.
Lo primero que me encuentro en el Molino es con la tela wichí.
Adentro y afuera
El cháguar es una especie de hilo natural sacado de una planta parecida al aloe vera. Los wichí lo tratan, trenzan y tiñen, haciendo unas artesanías maravillosas. La nueva obra de Olaf está en el estilo de las que siempre expone en las galerías alemanas o japonesas: un panel suspendido por hilos que es una ladera para el lado de afuera y una carpa para el lado interno. El ambiente surge en la medida en que puedo recorrer el paisaje. Olaf es un artista que piensa casi exclusivamente en dos dimensiones; sólo cuando inclina o pone en vertical su plano de trabajo es que aparece la referencia del espacio.
Un alemán llega a los indios desde lo formal, desde la observación. Olaf cuenta que vio cómo los wichí construían sus casas transitorias y las abstracciones geométricas que hacían de la naturaleza, y sintió que él hacía lo mismo pero con las ciudades. El correlato entre sus cajas abiertas de cartón (que sumadas conforman un gran plano) y el trazado de una ciudad es inmediato. Y se sintió un hermano.
Los wichí trabajan sus ornamentos en base a la repetición de líneas paralelas. “Probablemente –supone Olaf– la vida no tenga que ver con la competencia entre valores, sino con mundos paralelos que se desarrollan sin converger. El mundo alemán es el mundo del progreso, el que va como una flecha hacia el futuro.” Lo que Olaf aprendió de los wichí es que puede haber otros mundos. Si le dieran a elegir hoy entre lo salvaje y la civilización, se quedaría con lo salvaje, como lo hacen los wichí, que subsisten de la naturaleza sin explotarla y entienden perfectamente el lugar adonde viven.
“Independencia, para mí, es existir en los intersticios. Siento que la vida moderna nos obliga a vivir en constante transición, moviéndonos de un lugar a otro. Debemos entender qué potenciales surgen de ese movimiento, y no forzar el quedarnos quietos siempre en un punto, o simplemente dejarnos empujar por la masa.”
Por eso hace refugios y paisajes transitorios, desarmables, portátiles. Lábiles. Como un modo de conseguir independencia en cualquier lado. Un criterio nómade activado por una piel que está buscando nuevos tatuajes en la tradición sudamericana.
La frase de Benedetti funciona en estas obras como tiene que ser, con su mecanismo poético aceitado, pero el latinoamericano la entiende distinto al alemán. Los alemanes tienen más tiempo, tal vez, y vienen de un lugar distinto. “No obstante hay lugares que duran un minuto / y para cierto tiempo no ha lugar.”
La muestra Menos tiempo que lugar – El arte de la independencia, organizada por el Instituto Goethe en cooperación con la Secretaría de Cultura de la Nación y el Palais de Glace, con el apoyo del Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania, se puede visitar de martes a viernes de 12 a 20, y los sábados y domingos de 10 a 20 en el Palais, Palacio Nacional de las Artes, Posadas 1725. Hasta el 25 de abril de 2010, con entrada libre y gratuita.
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