VISITAS > LILA DOWNS, LA VOZ DEL MESTIZAJE
Hija de norteamericano y mexicana con sangre indígena, desde su debut a mediados de los ‘90 Lila Downs hizo del mestizaje su bandera: canciones hispanoamericanas, corridos, rancheras, cumbias, boleros, jazz, hip hop, se fusionan en ella con una naturalidad asombrosa. No por nada Chavela Vargas la nombró su sucesora. Pequeño culto y furor en Argentina, ahora vuelve a presentarse en el teatro Gran Rex.
› Por Flor Codagnone
El era un profesor de arte estadounidense de ascendencia escocesa. Ella, de sangre indígena mexicana, se había escapado de un destino (y de un marido) impuesto y se ganaba la vida en el DF como cantante de cabaret. El había pasado los 40, vivía en Estados Unidos junto a su familia y en México seguía los pasos del pato ala azul, un ave migratoria. Ella tenía 23. Como telón de fondo, la contracultura de los años ‘60 comenzaba a diluirse. Se enamoraron con locura y se casaron. La pasión y el matrimonio duraron lo suficiente para que el enlace diera un fruto mestizo.
Lila Downs dice que por sus venas corre la sangre “yanqui” de su padre, la indígena de su madre y la propia, mestiza. Nació en Tlaxiaco, un pueblito de Oaxaca, y el doble origen de extremos que se tocan marcó su vida. Siempre estuvo cruzando la frontera; pasó su niñez entre Oaxaca y Minnesota, entre el sur de México y el norte de Estados Unidos. Hoy se ha establecido en Nueva York, pasa varios meses al año en su pueblo natal y viaja presentando su música por el mundo.
“Desde chica pude vivir dos culturas. Fue difícil porque a veces existe un rechazo. A nosotros nos enseñan que los yanquis son el enemigo y ellos sienten odio hacia los mexicanos. Al mismo tiempo, hay mucho cariño. La nuestra es una historia encontrada, dolorosa. No todo es blanco o negro. Me considero afortunada: muchos de los mexicanos que viven en Estados Unidos no tienen contacto con el México rural. Yo sí. Eso me hace un poco diferente, como más mexicana”, dice desde Oaxaca, por teléfono, días antes de volver a tocar a la Argentina, con un éxito sorprendente y bienvenido. Desde allá, describe el paisaje que ve, el espacio que la rodea mientras habla, un lugar en el que crecen mangos y plátanos, naranjos y limoneros. Enseguida evoca su infancia, trepada a esos árboles, andando en bicicleta por los caminos o vagando por las calles coloniales de su pueblo.
Para Lila Downs, la musicalidad tiene un vínculo profundo con sus raíces indígenas. Canta desde chica, pero debió reencontrarse con sus orígenes para reconciliarse con su vocación. Ya muchas veces ha comentado que eso no ocurrió sino después de muerto su padre. Estudió canto lírico en Los Angeles, Oaxaca y Minnesota, pero ese ambiente se le mostró esnob y cerrado. “Me encontré en un entorno bien occidental, bien europeo y fui feliz cantando ópera. Después me di cuenta de que me faltaba algo. Cuando escuché por primera vez a Mercedes Sosa, volví a la música, la redescubrí.” Tenía 18 años.
Lanzó su primer disco (hasta hoy editó diez) a mediados de la década de los ‘90. El reconocimiento internacional le llegó en 2002 por su participación en la banda sonora de Frida, la película de Julie Taymor, por la que estuvo nominada al Oscar. En 2006, durante su concierto de despedida, Chavela Vargas la declaró su sucesora.
Downs siempre se ha movido con una naturalidad inquietante en esa mezcla de sangres y de culturas que parecen contrapuestas. Su repertorio incluye canciones tradicionales hispanoamericanas y música negra estadounidense: corridos, rancheras, cumbias, boleros, jazz, hip hop. Su manera de cantar tiene una ductilidad increíble y un desgarro, un dolor, algo roto.
El origen se ha convertido en bandera, en el punto central de su vida, de sus canciones, de su voz. Cuando tuvo que escribir su tesis (estudió Antropología), eligió como tema las tramas textiles de sus ancestros mexicanos. Cuando la tristeza que le provocaba no poder concebir un hijo la superó, recurrió a una curandera de su tierra y después le dedicó un disco. Cuando la invitaron a un festival en Hollywood, cantó en mixteca, la lengua nativa de su madre.
Suele subirse al escenario con vestidos típicos. “A veces me pongo un huipil, que es una túnica cuadrada, y muchas personas me tratan con desprecio porque piensan que soy una india y que no tengo valor. Entonces me doy cuenta de que es bueno usar esas prendas. Yo me doy tiempo para corregir a las personas. Les pregunto qué les molesta del indigenismo. A veces tengo conversaciones civilizadas y, a veces, acaloradas. Resulta interesante ver cómo va cambiando mi país. Creo que ahora es más positivo que cuando era pequeña.”
Como Manu Chao o Amparanoia (aunque con otro estilo, desde otro lugar, desde Norteamérica), Lila Downs mezcla la música con la militancia. Viaja por el mundo llevando denuncias sobre la situación de los pueblos originarios y reivindica con su voz a aquellos que no tienen voz. Ella asegura que el arte es la forma más explícita de decir las cosas. Con la música, cree, uno puede transformarse por dentro y no sufre tanto.
“Para mí era importante que mi música narrara algo que tuviese que ver con la historia de México. Quería buscar el porqué de todos los odios y amores que se dieron en mis raíces. Intento que el público se acerque un poco a las amplias vetas culturales que existen en México, a veces desconocidas hasta en mi propio país”, afirma aquella que vuelve una y otra vez sobre su origen.
Lila Downs se presenta el viernes 9 y el sábado 10 de abril en el Gran Rex.
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