FOTOGRAFíA
SECRETOS REVELADOS
Hoy es casi inevitable asimilarlo a los cartoneros. La diferencia es que lo suyo es vocacional. Bajo la premisa “No busco: encuentro”, Pablo Aguirre encuentra en la basura fotografías abandonadas por sus dueños. Esta es la historia de un coleccionista singular, que también se conecta con otros buscadores del mundo.
Por Cecilia Sosa
La foto parece antigua: de los ‘40 o tal vez de los ‘30. Hay una chica gordita parada en un camino de tierra por donde se cruzan las ovejas. Cerca, pero a cierta distancia, un joven toma del brazo a una señora mayor. Los tres sonríen levemente mirando a cámara. Hay una inscripción garabateada detrás: “Recuerdo de un muchachito que frecuenté de apellido Aguirre. La acompañante pudo haber sido mi suegra”. Pablo también se llama Aguirre pero sólo el apellido y la casualidad de un hallazgo en la basura lo une con la dueña de la foto. Tiene 32 años y una colección de 200 fotos y casi el doble de negativos, encontrados en la vereda, en la calle, o dentro de bolsas de residuos de domingo por los barrios de la ciudad. Es un cartonero de recuerdos desechados, de olvidos, de amores frustrados, de separaciones y de muertes anticipadas. “Estoy orgulloso de mi colección —dice–. Y eso que no hice nada, sólo encontrarlas.”
Desde el año pasado comenzó a escanear las fotos y a exponerlas en la web. Primero en un sitio gratuito y después en el de la importadora donde trabaja como webmaster, donde lo autorizaron a abrir una página para él: www.uhu.com.ar/encontrado. “Decidí blanquearlo y no se lo tomaron a mal. Sólo que me consideran una especie de excéntrico. Mi jefe también colecciona posavasos y cada vez que puedo le regalo alguno”, dice. En sus ratos libres, que le sobran, completa la colección. La galería virtual, con textos en español y en inglés, está llena de rostros de desconocidos que miran a través del tiempo. Las fotos están catalogadas por temas: R (retratos), V (vacaciones), S (sociales y familiares), C (casamientos) y E (etcétera). “Antes había un rubro donde ponía fotos de chicas medio en bolas, pero lo saqué. No quería que fuera una Betty Page”, dice.
La misma clasificación se mantiene para las fotos y negativos que esperan ser escaneados en una carpeta con folios. Hay algo extraño en esas fotos que, en su gran mayoría, fueron desechadas por sus dueños. ¿Tendrán alguna voluntad de trascendencia autónoma? Algunas se ven amarillentas por el paso del tiempo, otras aparecen sorprendentemente límpidas como si hubieran esperado pacientemente una eternidad hasta ser rescatadas. Algunas están coloreadas a mano, otras pisoteadas, rasgadas o con rastros de humedad. Pablo acompaña el recorrido con algún leve comentario, apenas fisgón: “Qué familia”, “ésta siempre me gustó” o “esto parece el casamiento de Cacho Castaña y Violeta Rivas”. En la última, el novio, en la parte posterior del auto encintado, parece estar pidiendo ayuda. “Estoy seguro de que ésta es mi vecina. La encontré en la puerta de mi casa”, sigue. Con el hábito, se volvió un especialista en la reconstrucción de historias familiares truncas: “Esta nena, es esta chica y después esta vieja”, o “este gordo es este mismo que está flotando acá”, primero señala un chico en bermudas y después una cabeza que apenas emerge de un mar planchado. Hay algunas por las que tiene un cariño especial: una rajada y antigua que le llegó volando de un banco en Santa Cruz. “Este, seguro que lo asaltó Butch Cassidy”, dice. O la serie completa (incluyendo negativos) de Benito Quinquela Martín, posando junto a sus cuadros. O la foto de un sobrecito de un preservativo de los ‘60, marca “Velo rosado”. Pero la mayoría silenciosa, sigue siendo desconocida. “Muchos deben estar muertos o en geriátricos –dice–. Aunque siempre me imagino que, de pronto, puede escribirme alguien y decirme: ‘¡ey!, éste soy yo’.”
Algunas noches, revisando bolsas de basura en Paternal, donde vive desde hace un tiempo con su mujer y su hijo, Pablo coincide con el ejército humano que busca algo de comer entre los desperdicios. Mantienen una convivencia pacífica, casi complementaria. “Suelo mirar después. Para ellos, las fotos no tienen valor y las dejan tiradas. Ahí vengo yo”, cuenta. No le da asco revolver basura. Igual, dice que no hace tanta falta, que siempre encontró cosas, desde que era chico y vivía en Mar del Plata. No sólo fotos, también libros, películas viejas, mueblesabandonados, plata. Las fotos recién empezó a guardarlas cuando llegó a Buenos Aires, cuando tenía 18 años. “No busco: encuentro. Es una característica que tengo, siempre encuentro cosas. Debe ser porque cuando camino no miro las caras, miro las cosas que están en el piso.”
Muchas veces, amigos o conocedores de su colección, ofrecieron regalarle fotos. Pablo no acepta. “Prefiero quedarme sólo con las que encuentro yo. Tiene más valor.” Sólo una vez compró algunas. “Había perdido la fe. Después, nunca las colgué en la página.”
En el sitio también hay links para visitar páginas de otros coleccionistas del mundo. Algunos, regidos por categorías poco kantianas: fotos “mal sacadas”, fotos de “gente fea”, fotos de “mujeres con perros”, y así. Pablo a veces se comunica con los buscadores y les recomienda visitar su página. Recibe pedidos y ofrecimientos de intercambio. También hay lecturas recomendadas sobre el arte de hallar objetos abandonados donde cirujas universitarios y sin hambre aconsejan cómo examinar volquetes sin perder la elegancia. Hay muchas citas de Raymond Williams, Roland Barthes o Walter Benjamin. Un tal Peter Schmidt, por ejemplo, teoriza sobre “Parientes instantáneos: Hallando fotos familiares en negocios de segunda mano”. “Me gustó eso de `instant relatives’. Es cierto, las fotos pueden ser como parientes instantáneos que te colgás en tu casa. Igual –dice–, yo no las cuelgo, las tengo en una caja y las saco de vez en cuando.”
Una de esas veces, León, su hijo de tres años, lo sorprendió con una pregunta: “Papá, ¿por qué me miran?”. La pregunta quedó detenida por un momento en el aire pero el chico no insistió y, rápido, Pablo volvió a guardar las fotos en la caja.