Domingo, 30 de mayo de 2010 | Hoy
ENTREVISTA > HORACIO GONZáLEZ SOBRE LA BIBLIOTECA NACIONAL
Mariano Moreno. Groussac. Hugo Wast. Borges. Edificios nuevos y palacios derrumbados. Libros donados y libros perdidos. El espíritu de una cultura. La evolución de la Biblioteca Nacional es la trama de una ilusión y también de una enorme complicación laberíntica. Horacio González, su actual director, se animó con una Historia de la Biblioteca Nacional que busca seguir los pasos de la de Paul Groussac y aportar una mirada novedosa sobre una de las grandes pasiones nacionales.
Por Angel Berlanga
No había libros en su casa, de chico, allá por Villa Pueyrredón y por la segunda mitad de los ’40: eso dice Horacio González, en principio, cuando se le pregunta por el recuerdo más antiguo que tenga de uno. Ahora, sobre una de las mesas del Bar Británico –la esquina de su casa hoy–, frente al Parque Lezama, tapa blanca del papel sobre la madera, está el que termina de publicar: Historia de la Biblioteca Nacional. Este sociólogo y escritor dirige desde hace cinco años esa casa, donde fue procurándose el porcentaje mayoritario de unas ojeras bastante anchas, alimentadas también por la escritura nocturna y el adicional, por estos días bicentenarios, por la expectativa ante hechos y signos, festejos y conmemoraciones. Laten frescas las cargas de múltiples sentidos que le dejó el desfile de Fuerza Bruta: “La teatralización de la historia o la estetización de la política son siempre dificultosas, pero una sociedad no establece sus verdaderos motivos de cambio sin ese grado de teatralización que suministran los grandes espectáculos de masas”, dice.
Capaz que hastiados de lugares comunes, los muy muy cultos suelen sacar a la efeméride de taquito al lateral. Bueno: algún papel jugó en la teatralización de la que habla González. Funciona a veces como puerta de entrada, o como tosco argumento de la memoria numeraria, o como pretexto para repensar y resignificar. Es raro mentarla aquí, sobre todo por el modo de pensamiento expansivo que evidencia el habla y la escritura de González, y por su lectura de los comienzos de la Biblioteca Pública –raíz de la Nacional– vinculada a la Revolución de Mayo y, en especial, a Mariano Moreno como ideólogo e impulsor. Como fundador. Ardua, y no única en su historia, es la polémica en torno de si él o el cura Chorroarín, director cuando se abrió al público en 1812, con Moreno ya muerto, fueron sus figuras iniciales. “La Biblioteca –escribe González– se funda con un espíritu de trascendencia y no de inmanencia respecto del orden bibliotecológico. Todo lo que se halle en él se expresa en la idea del ordenamiento de libros por autor, tema y otras formas de referencia, pero con un aura superadora. Va más allá de la ordenación libresca para tornarse un acto dramático de la cultura. Moreno representa esto último; Chorroarín, lo primero.”
“Moreno era un muchacho muy joven, del cual no sabemos mucho, salvo por la biografía de su hermano Manuel, que no será autorizada pero es muy a favor –se ríe González–. Y en su escrito de fundación, que publicó en La Gazeta en 1810 y se llama ‘Educación’, llama a la biblioteca a cumplir sus fines o a desaparecer por el fuego. Es tremebundo: el fuego, para las bibliotecas o para las instituciones en general, es un elemento metafórico importante. Moreno pone el ejemplo de Alejandría. Evidentemente, los estudios de bibliotecología contemporánea, e incluso el proyecto mundial de Biblioteca Digital que nosotros apoyamos, no contienen este pensamiento, que es una especie de antropología oscura sobre las bibliotecas, cercano a la literatura de Borges, que también las hace una especie de irrisorio modelo de la vida social general.”
“Sentí que tenía que hacer esta historia de la Biblioteca sobre la anterior de Paul Groussac, que es impresionante”, señala González.
¿Por qué sintió que tenía que hacerla?
–Todavía soy de los que piensan que la escritura es una justificación. Es temible: si es una justificación debería ser buena, ¿pero si no lo fuera? (se ríe).
Algún elemento tendrá.
–En este caso sí, porque es la historia encubierta de mi angustia por estar ahí, desplazada hacia una consideración más institucional, tal como la haría un historiador formal, que no lo soy. Es un libro encubiertamente ensayístico con una secuencia temporal que recorre todos los directores, que sería también un enfoque discutible: las modernas historiografías no lo aceptarían. De algún modo ya están hechas las historias de los procesos internos, las tecnologías, los modos de catalogación; Alejandro Parada hizo una historia interesantísima de cómo se fueron expresando los círculos de lectura.
Encarar este libro, plantea, tiene el atractivo adicional de no abordar el objeto de estudio ajeno a una experiencia propia tan real como actual. “Y no dejaba de tener un toque de picaresca arrogancia hacer una historia de los directores siendo yo uno de ellos –dice González–. Pero en realidad, ¿cuándo se es algo, cuándo se dirige algo? Son dos preguntas que no acabo de responder. Por eso también escribí este libro, de Mariano Moreno a nuestros días, que necesariamente será polémico. Moreno es el nombre de la polémica más eminente de la historia argentina, que rondaría estas preguntas: quiénes son los sujetos y si realmente ocurrieron los hechos. Hay otra, sometida a éstas: quién escribe la historia. En el caso de Moreno, es evidente que hay un déficit de autoría en todo lo que se le atribuye, y eso lo hace más interesante, lo pone en el fárrago de la historia misma. Las dudas sobre su autoría del Plan de operaciones y, en general de los textos que se le atribuyen, llevan a la idea de que todo texto puede llegar a tener una falsa atribución. Y en este caso lo puedo decir, también, porque en la lógica de la historia de la Biblioteca está Borges como director, que es el autor de la idea de que la falsa atribución interesa, y quizás más que otra cosa.”
En su Historia, González intensifica y expande su mirada ensayística sobre algunos períodos y directores, sin duda los más significativos; sobre otros, en cambio, ofrece caracterizaciones más sintéticas, de rasgos centrales distintivos (sin que este simbolismo exprés pierda efectividad). Moreno, Groussac, Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast) y Borges son quienes más le interesan. Y lo que dijo, las polémicas: están las discusiones sobre el fundador, de máxima en tiempos de Wast, un nacionalista católico que pensaba, para el origen, que mejor un cura que un jacobino revolucionario; están las revelaciones del Borges de Adolfo Bioy Casares en torno de la Biblioteca, “un manual de imprecaciones demoledoras”, “una sinuosa maniobra de Bioy para quedar con la última palabra”; y están, por citar un último ejemplo, las polémicas en torno de tecnologías, prioridades y sindicatos del propio González con Horacio Tarcus, el historiador que lo acompañó en la vicedirección y renunció en 2007.
“Lo lineal es engañoso: en realidad es una historia de sentimientos, de tecnología, de peleas, que incluye la mía con Tarcus –dice González–. La Biblioteca es una institución portadora de un conflicto irresoluble que se despliega en el tiempo como su marca más original. Siempre se presentan sus fines como incumplibles, obstruidos por todo tipo de obstáculos, la burocracia, la incomprensión, y siempre aparecen remedios que se convierten en otros obstáculos. Un poco la historia del Estado, su metáfora.”
¿Cuáles fueron los grandes aportes de Groussac?
–Comienza como un historiador científico, digamos, y luego pasa a un modo más basado en Michelet, en la reconstrucción dramática de los hechos. La experiencia vivida del presente sirve para que el historiador, aún el más documentalista, piense los hechos del pasado como algo que es necesario acercar en su precisión. Al sistema lo aplicó Borges, después: cómo intuir hechos lejanos convirtiéndolos en cercanos y pensando que ocurrieron aquí en la esquina. A ese método lo utiliza Groussac en grandes libros, como Mendoza y Garay. O Liniers, que tiene la estatura de Walsh pero al revés: es la crítica del fusilamiento que hacen los patriotas para resguardar la Revolución. Y él se siente francés, como Liniers, y lanza la discusión, si había que fusilarlo o no, en lo que es el punto de mayor lejanía con la elite porteña, porque sus mismos amigos se apartan casi horrorizados ante su planteo del modo en que hubiera podido existir la Argentina sin ese fusilamiento. La investigación que hace es meticulosa, y termina disculpando a quienes lo fusilaron: lo atribuye a los rasgos de tenue jacobinismo que despunta en un momento, que no es lo que ocupa toda la Revolución. Y admite que eso cesa, es una fuerte conmoción horrorizada que recorre Buenos Aires y el resto de las ciudades, y todos perciben que se había avanzado hacia un lugar que nadie quería. Esa solución encuentra Groussac para seguir pensando la Argentina: condenar el fusilamiento sin condenar la Revolución. De algún modo, los temas de Walsh: su condena al fusilamiento implicaba pensar en otro tipo de revolución, que era la que querían hacer los fusilados.
Es que los grandes historiadores, plantea González, conservadores o no, piensan en la fundación de las sociedades por la violencia. Desde el orden, o desde donde sea, son finos pensadores de la violencia. Borges lo es, dice. Y toma, de Groussac, algún rasgo más. “Se ligó a él en el sentido de cómo realizar intervenciones públicas –dice–. Borges lo toma como modelo del arte de injuriar, un supuesto elogio que tiene una línea interna de cuestionamiento, y por lo tanto descoloca a aquel a quien se refiere. Son los rasgos de la gran literatura: el autor tiene un signo de ocultamiento y el destinatario no percibe lo que le están diciendo. Es un arte de Groussac, algo revolucionario en un hombre muy conservador. Y de Borges se puede decir más o menos lo mismo.”
No hay tanta sutileza en el derribo de la residencia Alzaga Unzué, donde vivieron Perón y Evita, para erigir ahí el edificio de la actual Biblioteca. “Es un edificio marcado, tiene todas las muescas de la historia argentina –dice González–. Pero también lo fue el primero, que está en Moreno y Perú, tomado al Tribunal de Cuentas de la época, donde estuvo casi un siglo; y el de la calle México, donde estuvo otros 90 años, que estaba destinado a la Lotería Nacional antes de que Roca cediera al reclamo de mudanza de Groussac.”
En 1955 hubo una campaña fuerte que encabezó la revista Ahora con el objetivo de pulverizar el sitio en el que estaba el misterioso lecho matrimonial, retoma González. “De aquellas proporciones e intimidades no conocemos mucho, es un hecho secreto de la Argentina, con separación de camas, según algunos –dice–. Ahora decía que era el lugar en el que habitaban los demonios: es muy difícil pensar en una sociedad que no quiera desembarazarse de los demonios. La residencia de Perón también fue bombardeada, cayeron un par de bombas en Las Heras y Pueyrredón, donde hoy las señoras del barrio van a comprar al Farmacity. Todo lugar pacífico alguna vez fue objeto de guerra. Y las bibliotecas lo son, como lo evidencia la de Irak, que ha sido totalmente destruida. De modo que los acervos bibliotecarios, museísticos, archivísticos, son objetos de guerra, como lo demuestra toda la carrera de Napoleón o el ejército británico, el Louvre o el British Museum.”
En algún momento, tal vez en la previa a la entrevista, González habló de angustia, de desvelo ante las dificultades de manejar una institución “complejísima”: permanentes conflictos sindicales, necesidad de actualización tecnológica. Está, eso, en el libro. Hay una serie de fotos, al final, que da cuenta de una historia de la Biblioteca en imágenes; la primera muestra un bando firmado por Saavedra y Moreno en agosto de 1810: ordena el embargo de los libros jesuíticos al obispo Orellana, en Córdoba. En 1999 Menem decretó la devolución de casi 2000 volúmenes a la Universidad de Córdoba, orden que se cumplió durante el gobierno de De la Rúa. “El gesto descaracteriza el modo en que se formó la Biblioteca, que perdió así un poco del sabor de expropiación, ligada a los hechos revolucionarios”, apunta González.
“Recuerdo a mi mamá, que no perteneció al mundo de los libros, atendiendo a los lectores de una biblioteca de barrio pobre, que en aquel momento era Villa Pueyrredón”, retoma González. Tenía, por entonces, once o doce años. Su madre había llegado ahí, dice, “como llevada por sus propias necesidades”. Como miles y miles, señala, leyó la colección de Robin Hood. “Bomba, por ejemplo, una especie de Tarzán.” Para y rebobina: “Debo haber leído el libro Upa antes –se ríe–. “Aprenda a leer con Upa. Tarde o temprano se aprende a leer.” Le causa gracia el hilo conductor que hay entre ese libro y sus lecturas de adulto de “seres conservadores, medio oprobiosos, en los que se busca cosas interesantes”. A la salida del colegio, años de su primaria, pasaba por la biblioteca que atendía su madre y retiraba “los libros más estrepitosos: nacionalistas, liberales, esotéricos”.
“La indistinción en la lectura es interesante, pero ya no puedo tener más ese sentimiento –concluye–. Leer es un acto que lo abarca todo, en sí mismo es sublime, te califica. Por eso la Feria del Libro, en su dulce inocencia, parece interesante: el libro ahí se ve endiosado, de un modo que yo no puedo pensarlo. Para mí es un objeto que nace previamente clasificado: pregunto editorial, en qué papel está impreso, conozco seguramente al que lo escribió, alguna opinión tengo, alguna malignidad puedo decir. Pero la inocencia de agarrar un libro forma parte de una cultura popular que yo tuve.”
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