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Domingo, 23 de febrero de 2003

PLáSTICA

Por amor al arte

Con 278 expositores de 28 países desparramados en el Parque Ferial Juan Carlos I, más de 200 mil visitantes, una sección –”Futuribles”– dedicada a los últimos gritos de la
vanguardia y la promesa siempre excitante de la visita del Rey,
la megaferia de arte Arco atrae sobre Madrid todas las miradas, los rumores y las chequeras del mundo. Después de explorar los 21.700 metros cuadrados del predio, Rodrigo Fresán explica por qué todos los secretos de la plástica están
más bien en otro lado: en la última novela de John Updike, por ejemplo, o en los nueve Vermeers que expone el Museo del Prado.

POR RODRIGO FRESAN, DESDE MADRID
Algunas cosas plásticas que han sucedido en el mundo del arte durante los alrededores espacio-temporales de la Feria Arco 2003. A saber:
1) “Retrato de una mujer campesina” (41 X 35 centímetros), el cuadrito de un pintor desconocido que salió a remate por 100 dólares en una casa de remates de Japón, resultó ser un Van Gogh perdido y pintado entre 1884 y 1885. Paren todo, vuelta a empezar: el ex cuadrito ahora se ofrece con un precio de salida de 250 mil euros. El dueño que lo vendió sin conocer su verdadero valor ha sido visto hablando solo o algo así por las calles de Tokio.
2) Nelson Mandela presentó sus “Recuerdos pintados” que ilustran la oscuridad de sus años de cárcel.
3) Un heredero le reclamó al Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid –que acaba de inaugurar una muestra titulada Analogías musicales: Kandinsky y sus contemporáneos– la devolución de un cuadro de Camile Pisarro que alguna vez perteneció a su familia hasta que un día llegaron los nazis y...
4) Durante un mitin del Partido Popular en el que pronunciaba un discurso José María Aznar, un joven se puso de pie y gritó: “¡No a la guerra, señor Aznar!”, para, acto seguido, ser molido a golpes por una turba enloquecida de ancianos. La foto que muestra la acción parece un Goya, juro. Y hubo multitudinarias marchas en toda España –más de 3 millones de personas– pronunciándose en contra de un ataque a Irak. Parecían fotos de Andreas Gursky, juro.
5) Se estrenó el film ibérico Mortadelo y Filemón de Javier Fesser -basado en el comic/enseña ibérico– con un enorme éxito de público.
6) La National Gallery de Londres descubrió que lo que creían no era más que un San Francisco de Asís hasta entonces atribuido a un pintorzuelo de Siena era, en realidad, ¡¡¡un Boticelli!!! El descubrimiento lo hizo la detectivesca restauradora Jill Dunkerton –gran nombre para una serie de novelas policiales que transcurran en el mundo del arte–, que ya antes había establecido que una adoración de los reyes que se creía de Annibale Carrara había sido pintada ¡¡¡por Giovanni Bellini!!! (que cotiza un poquito mejor). Bravo, Jill.
7) Una sonda de la NASA fijó la edad del Universo –como si se tratara de un inmenso fresco– en 13.700 millones de años. Parece que no lo pintó Dios, asegurará Dunkerton.
8) Una guardia de seguridad con un ojo en compota le prohibió a Guillermo Kuitca tocar sus propios colchones expuestos en lograda retrospectiva en el Parque del Retiro madrileño. (Ver Página 3 del Radar de la semana pasada y ver también –en la galería Fernando Pradilla de Madrid– la muestra/selección de artistas argentinos del Programa de Becas Guillermo Kuitca.)
9) Un comando de artistas subversivos –capitaneados por un tal Mike Nedo, que se presenta con gorro de nadador y barbijo de cirujano y anteojitos oscuros à la John Lennon– se las arregló para colgar durante cuatro horas, sin que nadie se diera cuenta, en las paredes del Museo Guggenheim de Bilbao, un cuadro espantoso titulado “Torbellino de amor”. El comando lamentó el despido de la encargada de seguridad (muy lejos del nivel de la de Kuitca), pero la lucha es la lucha y hasta la victoria siempre.
10) Murió la oveja Dolly, tal vez la “instalación” más impresionante de toda la historia de la humanidad. R.I.P.

EL UNIVERSO
O el lugar. O el sitio. Porque, como todos los años por estas fechas, la Feria de Arte Arco es sitiada por multitudes que llegan en manada dentro de subte calefaccionado para salir a una superficie donde el frío te corta la cara con alegría de navaja. Cinco días, 278 galerías de28 países (219 europeas, 25 estadounidenses, 25 latinoamericanas, 5 asiáticas, 4 de Oceanía) desparramándose a lo largo y ancho de 21.700 metros cuadrados del Parque Ferial Juan Carlos I, un pabellón cercano al aeropuerto de Barajas. En Arco no se oye el rugir de los aviones, pero sí el estruendo de cotizaciones, los grititos de famas instantáneas de quince minutos y el rumor ominoso de multitudes que convierten a todo el asunto en cuestión sociológica que trasciende lo estrictamente plástico. Los puristas y fundadores del asunto lamentan un poco que a 22 años de los humildes comienzos se haya perdido “el espíritu de feria de galeristas” para convertirse en un show gigante, donde la cantidad y el despliegue acaban confundiendo los parámetros del rigor crítico y el talento artístico. En cualquier caso, ya es demasiado tarde para quejarse o cambiar estrategias: Arco es un monstruo alrededor del cual gira todo Madrid –entre las muestras complementarias que organizan buena parte de los museos y galerías de la capital se incluye a los cuasi disidentes de Flecha, que montan lo suyo en espacios alternativos como mercados y shopping centers– durante cinco días locos que Barcelona envidia con todas sus letras y marcos y paredes.
Este año, el país invitado es Suiza. “Un país casi desconocido, pero con una gran tradición de galeristas, una de las mayores concentraciones de museos del planeta y firmas como las de Klee, Giacometti y Le Corbusier...”, según el folleto de los organizadores. Este Arco no tiene el indiscutido glam que caracterizó al Arco dedicado a Inglaterra y -misterio para muchos– no está curada a la hora del seleccionado de su país por Harald Szeemann, uno de los más destacados comisarios de todo el mundo, director de Documenta 5 y, en dos ocasiones, de la Bienal de Venecia. En una entrevista, Szeemann declara apostar a la subversión, y lo cierto es que toda subversión se pierde un poco dentro de ese gigantesco gesto subversivo que es Arco per se: una mezcla de supermercado con pinacoteca privada con museo abierto donde comulgan justos con pecadores y mediocres con genios y oficialistas con transgresores. De todo, como en botica, y después de entrar, pasados unos minutos, rodeado por miles de pupilas voraces, el efecto es de sobredosis, y lo mejor es salir en busca de una de las zonas de descanso, una especie de chill-out donde se puede recargar energía para seguir mirando hasta que te duelen los ojos y los oídos de escuchar conversaciones sobre conflictos gremiales entre estos y aquellos, la crisis del arte a partir del 11 de septiembre (finalmente, y contra los pronósticos, las ventas fueron buenas o, por lo menos, mejores de lo que se esperaba), el conservadorismo del comprador español, el retorno de este año a la pintura después de varias ediciones dominadas por las instalaciones (lo que no impide la impetuosa presencia de fotografía, videoarte, net.art y un coqueto juego de mesa y sillas muy sixties presentado como obra maestra), la guerra que se aproxima (con lectura de manifiesto en contra) y, por supuesto, la pregunta clave a la hora de la inauguración: “¿A qué hora llega el Rey?”.
Voy a ser sincero: yo fui a la inauguración de Arco para ver al Rey. ¿Cuántas veces se puede ver a un Rey de cerca? En Arco, el Rey –no olvidar que reyes y nobles fueron durante buena parte de la historia del arte el alimento básico del que se nutrieron los mejores pinceles– luce perfectamente regio. A mí, la verdad sea dicha, Juan Carlos I me cae fantástico, tanto por lo que hace en público como por los aventurescos rumores privados que dan vueltas por ahí y lo pintan como una cruza de Scaramouche y Jay Gatsby. Verlo en Arco es un descanso: el Rey es figurativo y pone un poco de orden entre tanto desborde cromático y desprendimiento de retinas. Arco sirve también –o me sirve a mí– para volver a darme cuenta de cuánto más conservador soy de lo que pensaba. Y cuánto menos audaz. Lo que veo en la sección bautizada como Futuribles -donde se nos anuncia ese futuro que llegará el mes que viene– no loentiendo mucho. Hay algo muy perturbador y un poco manicomial en las vanguardias de un solo individuo sin una teoría que –como supo ocurrir hace un siglo– las justifique, aunque fuera desde la simple anarquía y el rompan todo. Una cosa está clara: el eje Duchamp-Warhol, más allá del indiscutible genio fundante de ambos, terminó pariendo una descendencia un tanto boba y adolescente, donde todo parece girar alrededor de un mundo interior bastante pobre. Si no doy nombres es porque ya me los olvidé.
De salida escucho que alguien le comenta a alguien –voy a leerlo en el diario al día siguiente– que alguno se robó de una vitrina una cerámica de Picasso –siempre el Rey por estos lados– que se vendía por 11.500 euros.
Una ganga.

EL TIEMPO
El tiempo en los museos y en las galerías de arte es muy diferente del tiempo fuera de las galerías de arte y de los museos. A eso se refiere John Updike en uno de sus relatos más famosos, “Museums and Women”, y a eso vuelve a referirse en la recopilación de sus ensayos sobre pintura recogidos en el ingeniosamente titulado Just Looking (“Sólo miraba”). En uno de los artículos del libro, Updike se pregunta: “¿Vale la pena el arte?”, y se responde que sí, pero que los museos ya no son lo que eran. Updike tiene razón. Vivimos, pienso, en la era de una nueva ars museológica en la que las exposiciones tienen que imitar a parques de diversiones y en la que la tienda de souvenirs (¿no es excitante poder comprar algo más o menos barato en museo?) es el equivalente a los capuccinos de las librerías Barnes & Noble: una invitación a consumir y a ser consumido mientras te encandila la nobleza del entorno. De acuerdo, los museos son más divertidos. Pero, ¿quién dijo que los museos tenían que ser más divertidos?
Para acompañarme en esta breve expedición artística –cuando uno vive en Barcelona, va a Madrid a ver museos y a acostarse tarde– me traje la nueva novela de John Updike, Seek my Face. Allí, con el formato de una entrevista para The New Yorker, una joven periodista conversa con la octogenaria Hope Ouderkirk McCoy Holloway Chafetz, musa de dos pintores en los que Updike apenas enmascara los fantasmas de Jackson Pollock y Andy Warhol. ¿Y por qué será que los escritores sienten tanto placer en narrar artistas (los pintores judíos de Malamud y Potok, los especialistas asesinos y espías de Banville, aquel Gauguin de Maugham, los retratos malditos de Wilde y Poe y Lovecraft) y tan pocos pintores han retratado escritores? Hago memoria y me acuerdo de ese de Henry James y de aquel con Marcel Proust. Seek my Face ha tenido críticas regulares (se le ha reprochado un carácter demasiado “ilustrativo y didáctico” a la hora de hablar de pintura) y –como suele ocurrir con cualquier libro de Updike– es, por lo menos, buenísimo. Ya se sabe: pocas prosas recuerdan más el trazo de las pinceladas que la de John Updike. En cualquier caso –Pollock agregándose a las firmas de Duchamp y Warhol a la hora de patear el caballete del siglo XX–, lo que explora Updike a través de una historia de amor a los hombres y al arte es esa sutil e inevitable sensación de consuelo que siempre nos produce un buen cuadro: la idea de que, de golpe, nosotros y ese cuadro constituimos otra obra, más grande, para la que el tiempo se detiene durante esos minutos que pasamos juntos, frente a frente. Y que no está tan mal, después de todo.

EL RITO
Siempre hago lo mismo. Cada vez que vengo a Madrid. Una estrategia que homenajea a aquellas conductas museológicas de una película de Jean-Luc Godard o de Steve Martin: me desplazo corriendo a través de las pocas cuadras que separan El Prado del Reina Sofía para volver a ver, no importa en qué orden, “Las meninas” de Velázquez y el “Guernica” de Picasso. La humilde hazaña de resumir siglos de óleo en cuestión de minutos. Pero estavez en El Prado hay un atractivo extra: nueve cuadros del holandés Johannes Vermeer que resulta casi imposible de ver juntos. Ya saben, todos esos interiores con mujeres junto a ventanas por las que entra una luz que sólo puede definirse como “magistral”. Ya saben, el autor de ese cuadro que obliga al pintor Bergotte a abandonar su lecho de enfermo para recién entonces poder agonizar feliz, cerca del final del último tomo de En busca del tiempo perdido.
A riesgo de sonar muy retro y nada futurible, diré aquí que viendo a Vermeer no recobré el tiempo, pero que, sí, gané una eternidad. Transcribo algo que escribió John Berger: “Delante de un paisaje de Monet nos damos cuenta de la hora del día y la estación del año. Delante de una mujer de Vermeer que vuelve la cabeza, lee una carta, vierte leche, se prueba un collar delante del espejo o levanta una copa, nos damos cuenta del paso del tiempo. Ésa es la razón de que la luz parezca agua”.
No me di cuenta y pasé casi media hora frente a “El arte de pintar” de Johannes Vermeer. A veces pasa. Tengo hambre y me falta visitar un último e inevitable museo madrileño: el Museo del Jamón, cerca de la Plaza del Sol. Pido bocata de serrano con manchego, una cañita y –ya conseguí olvidarme de que no hace mucho la Tate Gallery compró una lata con treinta gramos de mierda por 30 mil dólares, una obra de Piero Manzoni titulada “Mierda de artista”– qué lindo es el arte serio y en serio.

LA ETERNIDAD
El presente del arte es la transgresión. El tiburón de Damien Hirst, la cama deshecha de Tracey Emin, el padre muerto en silicona de Ron Mueck, el retrato de una asesina de menores de Marcus Harvey, el Papa fulminado por un meteorito de Maurizio Cattelan, la Virgen pintada con excrementos de elefante de Chris Ofili y todos esos kamikazes en cámara lenta que juegan con las partes de sus propios cuerpos. No sé, no hay problema, como decía mi abuela y –seguro– varias abuelas más: “Cada quien es dueño de hacer de su culo un pito”. Vaya a saber uno dónde estarán todos ellos dentro de unos cuantos siglos; pero se me hace difícil imaginarlos compartiendo pared con “Lectora en la ventana” de Johannes Vermeer.
De regreso al hotel, enciendo el televisor para saber si empezó a pintarse la nueva guerra y veo que están dando aquella vida de Van Gogh con Kirk Douglas que muestra todo el tiempo los dientes como un perro rabioso ante la incomprensión de su tiempo. Nunca se sabe qué puede llegar a pasar, y con el paso del tiempo el pobre Vincent siempre es el lugar común más a mano a la hora de juguetear con la idea de la injusticia de tus contemporáneos y el amour fou de la posteridad.
Amor como el que –y volvemos al Japón del principio– sentía el magnate oriental Ryoei Saito por su “Retrato del Doctor Gachet”, adquirido por 82,5 millones de dólares (más los 24 millones que tuvo que pagarle al Estado japonés en concepto de impuestos). Saito quería tanto a ese cuadro que comentó entre sus íntimos que se lo llevaría con él al otro lado, dejando instrucciones para que el Van Gogh fuera incinerado junto a su cuerpo.
Saito murió en 1996. Nadie ha vuelto a ver el “Retrato del Doctor Gachet”. Lo buscan y lo buscan, y no lo encuentran.
Si esto no es amor al arte, ¿el amor al arte dónde está?
En mi televisor, Vincent grita como un loco mientras espanta todos esos cuervos que se le vienen encima. “¡Déjenme en paz!”, aúlla Vincent.

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